Hasta el primer día de su muerte, Nelson Mandela recordó el profundo daño que le hicieron. «No puedo olvidar, pero sí perdonar», escribió alguna vez esta estrella que se apagó tempranamente, apenas con 95 años luz de cercanía a la galaxia mejor que nos alumbra.
Entonces parecía que todos le hubiesen querido. Cuando su dura cabellera ya era escarcha comenzó el desfile de doctorados Honoris Causa y hasta el Nobel de la Paz fue a su vitrina, pero no le hacían mucha falta: ya él tenía el apodo de Madiba, título honorífico otorgado sin ningún papeleo por los viejos del clan con el que la gente le obsequiaba. Mandela portaba, además, la condición de Nobleza natural ganada en su tierra.
El mundo simuló regalarle mucho cuando había dejado que los racistas le quitaran 27 años de su vida tan solo por ser pueblo. Su excarcelación fue una demanda de activistas de aquí y de allá que mantuvo indiferente a la mayoría de los gobernantes de las potencias mundiales.
Esa Casa Blanca que en 2013 dijo lamentar su partida lo había mantenido registrado como terrorista hasta julio del año 2008. Antes, la CIA había dado las señas de cómo capturarlo. Londres, que tampoco quería saber de él, lo vigilaba.
Madiba no se rindió. Salió de la cárcel en 1990 levantando esas manos que no recordaban cómo acordonar zapatos. Es que fue todo el tiempo un reo descalzo. Salió y apenas puso un pie en la calle ya era presidente: nadie tenía más autoridad que él, de modo que su proclamación en 1994, que tampoco le hacía falta, fue mero formalismo. Ejerció un período como jefe de Estado y, en gesto muy suyo, dejó el poder pese a que todos sabían que podría continuar.
Los que le mintieron abrazándole, los que le premiaron sin cariño, los que le «editaron» en noticias y ceremonias los reales amigos que tenía y usaron sus frases solo a media lengua, los que se fotografiaron con él para bañarse gratuitamente con su blanquísimo halo; los que, en fin, requirieron 27 años infinitos para «enterarse» de su altura, no tienen qué temer.
Hace mucho, Nelson Mandela —que se asomó, por Sudáfrica, a este mundo de batalla el 18 de julio de 1918— les advirtió que no olvida, pero les anunció que sabe perdonar. ¡Cómo no iba a saberlo un hombre que antes de dejar la cárcel abrazó a quienes le habían encerrado!
Mejor que él,nadie sabe lo que sufrió y paso en esa cárcel 27 años de dolor. No permitió que el odio fuera más fuerte que el amor que el sentía por Sudáfrica y las personas que ahí viven ahí. No miro si eran negros o blancos. Salió de la cárcel dispuesto a perdonar. Eso es un gran Ejemplo, que todos debemos copiar.