Por fortuna, cuando muchos olvidan queda la Historia —una dama que se conserva muy bien para la edad que tiene— con su muy buena cabeza para las fechas. Es ella quien anticipa que el 28 de abril del próximo año cumplirá dos siglos la poco agropecuaria Doctrina de la Fruta Madura.
Aunque torcido, el derecho de autor es de John Quincy Adams, entonces secretario de Estado, luego presidente. Johncito habló por primera vez del fatalismo geográfico cubano que, tras «espera paciente», permitiría a Estados Unidos hacerse de la Isla como su «adquisición más interesante», al decir de otra perlita: el presidente James Monroe.
Ha llovido un poco desde entonces —y ha dejado de llover, o se ha inundado; ya saben lo mal que les sienta el cambio climático a las frutas— y la manzana sigue en su rama. Muchos no lo entienden; otros no quieren creerlo, pero es muy sólida la evidencia: como el dinosaurio de Don Augusto Monterroso, ella está ahí, a la vista, eternizando «todavías» en cada despertar.
La fruta se ha aferrado a lo suyo con amor caribeño a pesar de las plagas endémicas —que las padece—, pero debe aclararse que la espera del vecino no es ni paciente ni limpia: a cada rato instruyen un gusanillo barrenador, ducho en las cosas de Newton, para que apresure el proceso de la gravedad.
De vez en cuando, incluso, alquilan a un toro salvaje para sacudir la mata con bovina violencia. Sin embargo, ni con esas… Cuba, que es una tierra sin manzanos, ha de tener la manzana más vieja del mundo por cosechar, un «récord Güines», como diría una muchacha que conozco. Así de especial será cuando tanto se quiere tumbar, cuando tanto se quiere salvar; así de orgullosa, cuando mece su aroma bajo el firmamento de una sola estrella y rechaza el pronóstico de colgar su belleza blanca en el cielo florido de galaxia ajena.