El poeta José Zacarías Tallet repitió, no pocas veces, esta anécdota y Fernando Carr Parúas la incluyó en el libro donde recogió pasajes de la vida de ese notable poeta y periodista, autor de La semilla estéril. Es una historia, decía el mismo Tallet, que no tiene precio.
Transcurrían los días de la dictadura de Gerardo Machado, y los jóvenes revolucionarios, Raúl Roa y Pablo de la Torriente Brau, eran perseguidos con saña por los cuerpos represivos del régimen. El capitán Miguel Calvo, jefe de la llamada Sección de Expertos de la Policía Nacional, empeñado en echarles el guante, logró localizarlos al fin en la casa de Tallet. Al frente de un grupo de sus hombres, Calvo se personó en el lugar para hacer realidad su viejo anhelo de detenerlos.
Cuando irrumpieron en la modesta morada del poeta, Pablo de la Torriente escribía el artículo que una revista le había encargado. No se inmutó. Tratando de tú al temible capitán, le dijo:
—Espérate… Déjame terminar este artículo. Me hacen mucha falta los diez pesos que me pagarán por él.
Relataba Tallet que Calvo y sus hombres quedaron estupefactos. Se miraban unos a otros sin saber qué hacer, mientras que Pablo volvía a aplicarse sobre la máquina de escribir. Tal era la decisión del periodista, que a Calvono le quedó otro remedio que esperar.
Para Pablo, refieren los que lo vieron, escribir era tan natural como respirar o sudar. Lo hacía sin esfuerzo alguno. La idea le venía presta a la mente y los dedos se deslizaban ágiles sobre el teclado de la maquinita. Con esa misma facilidad de siempre concluyó su artículo, sacó la cuartilla del rodillo, la juntó con las que ya tenía escritas y se las pasó a Tallet, no sin advertirle a quién debía entregar el artículo. Y añadió:
—Cóbrame los diez pesos y llévamelos a la cárcel… No se te vaya a olvidar.
Fue entonces que el capitán pudo conducirlo a la estación de policía.
Quevedo y la bolita
Cierto día, apareció en la redacción de Bohemia, situada todavía en la calle Trocadero casi esquina a Galiano, actual municipio de Centro Habana, un sujeto dispuesto a venderle un automóvil a Miguel Ángel Quevedo. Sabía que el director-propietario de la revista quería cambiar el suyo y le llevó aquella propuesta. Quevedo, sin dar muestras de entusiasmo alguno, examinó brevemente el vehículo y se negó a escuchar las explicaciones que en cuanto a precio, potencia y consumo insistía en darle el vendedor.
—De este automóvil solo me gusta el número de la chapa —comentó.
Quevedo era un jugador empedernido. Las matrículas de los vehículos eran entonces de seis dígitos, lo que posibilitaba la formación de dos centenas. De vuelta a su despacho, cogió el teléfono y, a partir de los números de aquella chapa, apuntó un parlé. Se ganó 8 mil pesos.
Gastón Mora y la Underwood
El famoso periodista cubano Luis Ortega, comenzó su carrera en el periódico La Discusión. El diario de Francisco María Coronado radicaba en la casona de los condes de Casa Bayona, en la Plaza de la Catedral de La Habana.
Por tres pesos mensuales, Ortega hacía de todo en en el diario, desde barrer el local de la Redacción hasta escribir sueltos y gacetillas y alguna que otra columna que, por lo general, aparecía publicada sin firma.
Todas las tardes llegaba a La Discusión un viejito con bombín y bastón y entregaba a Ortega unas cuartillas escritas a mano. Otras de las tareas del entonces novel periodista, incluida en su flamante salario, era la de esperar aquella visita y pasar a máquina el texto, ya que desde 1934 los linotipistas se negaban a copiar manuscritos.
“Don Gastón, ¿por qué no aprende usted a escribir a máquina?” —preguntaba Ortega a Gastón Mora y Varona, que así se llamaba aquel hombre, uno de los grandes periodistas cubanos y sobrino nieto de don Enrique José Varona.
“Nunca podré, hijo” —respondía el aludido mientras clavaba los ojos en una Underwood.
Comentaba el ya fallecido Luis Ortega: “Ahora contemplo la computadora y digo lo mismo que me decía Gastón Mora en 1936. No vale la pena aprender a manejarla para el tiempo que me queda de vida”.