En su concepto de Revolución, que en ciencia y en ética, y en sentido práctico —no igualable con el pragmatismo— permanece vivo, Fidel Castro no invitó a cambiarlo todo, sino todo lo que deba ser cambiado. Y se sabe que el deber no incluye únicamente lo placentero, sino también, o quizás más, lo necesario o ineludible, y hasta sacrificios.
Los cambios no siempre serán hechos por mera voluntad, ni para asegurar ideales más elevados. Valdrán asimismo para soluciones inmediatas ineludibles —o así estimadas— en el funcionamiento del país y la vida de la ciudadanía. Pueden incluso plantearse en esferas tan influyentes como las formas de propiedad, en las cuales no es forzoso que respondan al apremio de rectificar “excesos”, sino a cumplir requisitos que, lejos de obedecer fundamentalmente a la nación, estén determinados por los designios de un mundo del cual fue digno y heroico para ella diferenciarse en pos de afanes justicieros.
En cualquier circunstancia es difícil imaginar que el Comandante pensara, digamos, que para sobrevivir en ese mundo Cuba debía no mencionar en su Constitución los ideales comunistas. Pero habrá habido quienes crean aconsejable tal omisión, ojalá entendida solamente como una botella que se lanza al mar para ver qué paradero encuentra.
Felizmente, no escasean personas convencidas de que tenemos mucho que perder en dependencia de nuestras decisiones, y hubo quienes se movilizaran contra la omisión. Sobre todo, el voto del pueblo decidió que el desiderátum comunista permaneciera explícito en la carta magna, una manera de mantenerlo en la conciencia colectiva, y de impedir que se viera en Cuba el signo de la traición anticomunista de tantos lares.
Pero si los cambios se dan en esferas del peso —y los pesos— de la propiedad y las relaciones en la producción y los servicios, no sorprenderá que también ocurran en otras, como los deportes. Se entendió o era insostenible mantener la preferencia que desde el triunfo de la Revolución, enfrentada a mercantilismos de todo tipo, se le otorgó a la práctica masiva del deporte aficionado, o amateur, voz francesa que remite al amor.
Cabía suponer que Cuba no podría seguir priorizando ese rumbo de modo más o menos absoluto, en un contexto mundial donde el mercado campea como lo hace, y una potencia genocida y sin escrúpulos se empecina en asfixiarla desde la economía y mediáticamente. De tan sañudo que ese afán imperial ha sido, solo una Revolución legítima, de raíces propias, explica que no haya tenido el éxito que siguen persiguiendo quienes lo mantienen con un encono reforzado hasta la obsesión.
Aunque hubiera quienes las tildasen de exageradas o paranoicas, la vida les ha dado razones, cuando no la razón, a las personas que en la venia para mezclar deportistas rentados y aficionados vieron una maniobra enfilada centralmente contra Cuba. Tanto por dedicación al deporte como por pericia técnica, no pocos atletas del país podían ser tan profesionales como los rentados, nociones que no son idénticas, ni se excluyen. Pero para los dueños del negocio de los deportes era intolerable que Cuba, con su movimiento deportivo aficionado, triunfara palmariamente en lides internacionales.
Ese negocio, que no se rige por normas democráticas, a menudo lo manejan —sobre todo en lo más favorecido y capitalizado por los poderes mediáticos, y especialmente en la pelota— empresas pertenecientes al imperio que busca estrangular a Cuba, o manejadas por él. Son expresión de fuerzas económicas y políticas interesadas en que el deporte sirva de opio y apacigüe las inquietudes sociales.
Lo más importante y rentable para esas fuerzas no se reduce a las grandes ganancias que alcanzan con los espectáculos deportivos y la publicidad vinculada con ellos: abarca en no menor medida la imagen de que los jóvenes tienen abierto el camino para asegurar su prosperidad si triunfan como deportistas.
Las sumas invertidas —que incluyen remunerar con cifras millonarias en dólares o en euros a futbolistas que anotan unas pocas decenas de goles en un año— propiciarán que la ilusión obnubile a millones de jóvenes. Pero, para seguir con el fútbol, aunque hay más ejemplos, ¿cuántos logran el estatus de Leonel Messi o Cristiano Ronaldo?
Pocos equipos lo propician, y lo hacen con grandes desequilibrios internos que calzan el darwinismo social, mientras que son más los que pagan mucho menos a sus jugadores, o ni para pagarles tienen. Aun así, en calles habaneras el oído “indiscreto” puede captar maravillas, como lo respondido por un vecino a otro recién llegado de Miami con la felicidad de que allá, “si tienes dinero, vas al restaurante que quieras”: “Para vivir como Cristiano Ronaldo, tienes que sacrificarte”, añadió su interlocutor.
Abundan señales de lo mucho que se hace para fijar la imagen de “los héroes del fútbol” y lograr que se olviden otras formas de heroicidad, sobre todo la lucha social. Al futbolista con que ilustró su respuesta, aquel vecino sumó otro ejemplo que sería mejor omitir, porque parecería el chiste que no intentó ser: ¡el de la Reina de Inglaterra!
Hoy parece asumirse, sin más, que la realidad le exige a Cuba introducir en su movimiento deportivo prácticas como las del boxeo rentado. No insistirá el articulista en algo conocido: al igual que otras manifestaciones deportivas, el pugilismo viene de un contexto donde se enaltecía el principio de mente sana en cuerpo sano, y unas polis —raíz del vocablo política— luchaban por mostrar la superioridad física representativa de su poder para dominar a otras y triunfar en guerras.
Tampoco se detendrá a recordar que el boxeo rentado capitaliza la violencia en el espectáculo de las peleas, herencia del circo romano. Pero ¿basta no insistir en nada de eso para pasar por alto la duda de si es necesario que a nuestra prensa de tema deportivo la entusiasmen hoy preferencias que Cuba intentó minimizar en su boxeo?
Inquietante cuando menos resulta que en la televisión nacional dos comentaristas del país —un hombre y una mujer— no solo narren cómo un púgil procura aventajar al otro dándole cabezazos sobre una herida que él mismo le ha hecho en la frente, sino que se alborozan con lo que antes se calificaba, y felizmente habrá quienes sigan viéndolo así, como conducta antideportiva. No es algo totalmente nuevo. Hace años el hecho de que uno de nuestros grandes boxeadores aficionados —y caballeroso, por cierto— le rompiera una córnea a su adversario se usó como prueba de la fuerza de su pegada.
En Cuba, una pareja de narradores formada por un hombre y una mujer suscita aplaudir que ella encuentre en el periodismo y en el arbitraje deportivos el lugar al que tiene derecho no solo en la práctica del deporte, en la que ha brillado tanto como los varones, y a menudo más. Pero quien ahora, sin ser el único, ejerce su derecho a decirlo, tampoco esconde que había abrazado la esperanza de que la mujer alcanzara pronto su plena emancipación, antes incluso de que reclamara ser boxeadora.
Eso —en lo que cada quien podrá pensar como desee— demanda un tratamiento detenido. Ahora retómese el camino inicial del artículo para solo apuntar que, aun antes de que el país iniciara su retorno al boxeo rentado, ya hubo aquí espacio televisual que alabara eufóricamente éxitos que un púgil nacido en Cuba cosechaba en otro país practicando peleas “deportivas” en las que, literalmente, “vale todo”: desde saltar sobre el pecho del rival derribado, hasta intentar estrangularlo o rajarle la boca.
Tampoco ha faltado el espacio donde se entreviste como paradigma en la promoción del fútbol a un magnate cada vez más cuestionado en España. Y no por razones técnicas o administrativas, sino porque en sus jugosos negocios, como el de propietario del Real Madrid, descuella en la cloaca mediática denunciada cada con vez más fuerza.
No pretende este autor pasar como el especialista en temas deportivos —está muy lejos de serlo—, ni agotar en unos pocos párrafos asuntos que reclaman mucho mayor atención. Los ha tratado antes, y acaso vuelva a hacerlo, siempre desde la perspectiva del deporte como lo que en el fondo es: una expresión de la sociedad y su cultura. Pero eso va dicho sin ignorar que en una y en otra operan la incultura y la anticultura.
Lo hasta aquí apuntado podría servir para recordar que en el deporte, en el que mucho será necesario, aconsejable o forzoso cambiar, tampoco tendremos que cambiarlo todo. ¿Renunciar a ideales de conducta que merecen defenderse asimismo en escenarios donde la naturaleza del espectáculo consumado podría favorecer que mengüe lo mejor de la condición humana? Si se estima ineludible que existan espacios y voces que elogien tales conductas, haya también al menos los que ejerzan la crítica sobre ellas.