El próximo 14 de junio se cumplen noventa y cuatro años del nacimiento de Ernesto Guevara de la Serna, en Rosario, Argentina. A tal distancia de este ineludible aniversario, se hace oportuno recordarlo en un plano más juvenil; por ejemplo, desde sus primeras experiencias con la imagen fotográfica. Esta manifestación —primera imagen técnica de la inventiva humana—, desde temprano también le aportaría a su formación como hombre de pensamiento y acción.
Tres etapas caracterizan a la fotografía guevariana: la de los viajes por los países de América que recorrió durante su juventud, la de las estancias en Guatemala y México, y la concebida a la par de su desempeño como dirigente de la Revolución cubana a partir de enero de 1959. Aunque en más de un aspecto, las tres tienen en común compartir una misma experiencia cognitiva y estética, cuyo resultado último retribuirá siempre a favor de su ingente y ejemplar existencia. De ahí la importancia de ese primer período , sobre todo, si se entiende el inicio como la mitad del camino que todo humano se propone en vida recorrer en la vida.
La misma comienza con un autorretrato —género fotográfico por el que sintió especial preferencia—, el cual data de 1951, o sea, antes de iniciar el recorrido en moto y otros medios de locomoción por los países andinos en compañía de su amigo Alberto Granado. De cuello y corbata, aunque de aspecto algo desaliñado, el joven Ernesto posa para la cámara. Tiempo después confesó que no tenía plena conciencia de la trascendencia del viaje que iba a realizar por esa América que llamaría «mayúscula», y que Bolívar nombró «pequeño género humano»; aunque si se observa detenidamente, la fotografía parece desmentirlo.
Ella es el negativo de su otro yo, el verdadero. El mismo que se le revelará, cual positivo, nueve meses más tarde, de regreso a la Argentina, cuando en la primera página de sus Notas de viaje, concluyó: “Ese vagar […] me ha cambiado más de lo que creí”.[1] Todo empezó entonces, en el mismo momento en que se decidió a “vagar”. Así lo ilustra la siguiente anécdota… A poco de iniciar el recorrido en la moto Poderosa II, contrae una fuerte gripe, y Alberto le toma una foto en la cama del pequeño hospital de Chole-Choel. Esa noche anotó en el Diario: “Lástima que la fotografía no fuera buena, era un documento de la variación de nuestra manera de vivir, de los nuevos horizontes buscados, libres de las trabas de la ‘civilización’”.[2]
Quien así escribe —aunque no sea del todo consciente del alcance existencial del viaje que recién inicia— sí tiene conciencia de la imagen que lo mostrará y perpetuará en su nuevo estado. Luego, en la página preliminar de sus Notas…, bajo el título Entendámonos, en un tono cuasi oracular propio de los libros fundadores de las más antiguas civilizaciones, escribió: “El hombre, medida de todas las cosas, habla aquí por mi boca y relata en mi lenguaje lo que mis ojos vieron”.[3]
Se trata, pues, de la anticipación por la imagen visual de una experiencia de cambio, la misma que el autorretrato prefigura y documenta, no ajena del todo al enfrentamiento con lo desconocido y hasta con la soledad. El fotógrafo, el artista, por esta vez, anticipa al revolucionario. Todavía no ha interiorizado que lo es. Tampoco se ha hecho a la idea de que un ideal justo pueda llevarse a la práctica como una obra de arte.
El viaje ha concluido. Llegó a su primera Ítaca. En su “fuga hacia el norte”, entre el polvo y el ruido cansino de la vieja moto que trepa por los desfiladeros andinos, ha vivido, nuevo Quijote, una aventura en la que se hace a la intimidad de lo natural, la libertad que solo sabe dar la Naturaleza, y ha gustado de ella, rehaciéndolo. Pero, sobre todo, ha comprendido que el verdadero sentido del viaje no está en la meta, sino en el propio camino: supra-metáfora de la vida.
La conocida frase “del Bravo a la Patagonia” con que Martí designó a las verdaderas fronteras de Nuestra América —también la recorrió―, por esta vez, parece invertirse, para ilustrar un periplo que, proyectado en un inicio bajo el dictado de lo imprevisible, unos años más tarde lo llevó de la Patagonia al Bravo, para dar fe por el pensamiento y la acción revolucionarios, y, ¿por qué no?, por la fotografía, lo que nos quiso decir como poesía Mario Benedetti: ”El Sur también existe”.
[1] Ernesto Guevara de la Serna: Notas de viaje, Centro Latinoamericano Che Guevara, La Habana, 1993. p. 18.
[2] Ibíd.. p. 25.
[3] Ibíd., p. 18