Momentos en la vida de un gran artista (1889-1965) que marcó una época en la caricatura, el periodismo y la publicidad en Cuba.
Con el presidente Plutarco Elías Calles
En 1926 asistí a un almuerzo que encabezaba el presidente de México.
Las sillas eran de esas que les llaman de tijeras. Al sentarnos, la de don Plutarco se desarmó y este cayó hacia atrás.
Un ayudante joven y tembloroso acudió en su ayuda…El caído le dedico una fiera mirada y dijo:
-¿Cómo no vio usted esto antes?
Temí por el fusilamiento del militar a la madrugada siguiente. Cuando regresé, en una crónica en Carteles, escribí: “Estuve once días en México y asistí a la caída de un presidente”.
Con Menuhin
Gracias al excelente violinista cubano Ángel Reyes tuve el gusto de estrechar la mano de su egregio compañero Yehudi Menuhin, cierta tarde, después de un concierto de este. En la terraza del Hotel Nacional tomábamos unos aperitivos, y allí le hice una caricatura que me satisfizo plenamente. Él también demostró que era de su agrado, y me dijo:
-Daría cualquier cosa por hacer eso que usted tan fácilmente hace…
Y yo, sonriendo, le contesté:
-¡Qué coincidencia! Yo pensé lo mismo durante su concierto.
Con Charles Dana Gibson
El día que pisé, por vez primera, la redacción del viejo semanario humorístico Life, no hallé obstáculo para saludar al gran dibujante Charles Dana Gibson, que dirigía la revista.
Mi emoción fue grande cuando tuve ante mis ojos al gigantesco yankee de la bondadosa sonrisa, reluciente calva y exagerado cuello almidonado que adelantaba sus puntas amenazadoras.
Fue en 1924, y puse en sus manos mi libro Guignol. Oí de sus labios elogios que jamás podré olvidar. Al salir, me detuvo el egregio dibujante.
-Por Dios, no se vaya sin dedicarme su álbum. Por aquí hay muchos envidiosos que van a decir que este ejemplar lo compré en Brentano´s.
Con Florenz Ziegfeld
Estando yo en Nueva York, con estudio abierto frente al Parque Central, fui llamado por el más sensacional empresario de Broadway, el autor de los famosos Follies. Me pidió que me trasladara a la Florida, donde iba él a estrenar sus Palm Beach Nights, para que yo colaborara en su magnífico show. Condiciones: tenía que vestirme de montparneau, con melena, blusa, chalina, bigotillo y barbita en punta… Su gesto era el del hombre que estaba acostumbrado a ser obedecido. Como pagaba bien, no esperaba mi negativa y esto lo exaspero:
-¿Por qué no acepta? –me preguntó el marido de Billy Burke y yo, quizás por mis pocos años, le contesté:
-Porque yo no tengo hambre.
Con el presidente Coolidge
En 1925 visité Washington para caricaturizar al Silente Calvin. Me recibió en su despacho ovalado de la Casa Blanca. Ya el veterano Charles Ross, decano de los reporteros, me había recordado el carácter sombrío y gruñón de mi próxima víctima.
-No se le ocurra —me dijo Ross— tocarle el punto del debate de Isla de Pinos. No sólo permanecerá hermético, sino que le molestará su curiosidad patriótica y periodística.
Prometí al compañero que sería discretísimo.
Cuando ya le había hecho tres o cuatro apuntes, contempló un rato una caricatura de frente que le había trazado y me dijo:
-¿No cree usted que mi nariz es más derecha?
Y tomando un lápiz azul trazó una vertical al centro de la cara, dejando ver la asimetría que yo había provocado. Entonces yo le expliqué que eso de hacerle al frente una nariz de lado era un truco para dar idea del perfil. Satisfecho por la respuesta, exclamó:
-Yo no soy un hombre guapo, pero me gustaría tener una buena caricatura hecha por usted.
La entrevista tocaba a su fin. De pie, me dijo afablemente: ¿Qué puedo hacer por usted, aquí en Washington?
-Gracias, Sr. Presidente. Ya he terminado con los dibujos que hice a sus secretarios, jefes militares, senadores y representantes.
Esa noche regresaría a Nueva York, donde el King Features Syndicate esperaba mi colaboración gráfica. En eso tuve una inspiración.
-¡Ah! Antes de salir pienso hacerle una fuerte caricatura al senador Borah.
¡Milagro! Lo hice sonreír, y me ordenó; Siéntese, siéntese.
Y me hizo un minucioso y agradable informe sobre el debate que celebraban en el Congreso sobre la posesión de Isla de Pinos (Tratado Hay-Quesada). Borah era el leader contra los intereses cubanos.
Cuando salí del recinto aquel, hallé a Charles Ross esperándome en los jardines.
-¿Qué tal el viejo?
-El viejo —repuse— es un ángel. Y aquí tengo lo de la Isla de Pinos.
-¿Cómo? ¿Se atrevió usted a… ?
-No, mi querido Ross. Usé un recurso reporteril que me dio resultado.
-¿Le dijo que no lo divulgara?
-No. Así es que oiga y escriba.
-Usted ha hecho un milagro, Sr. Massaguer —me dijo entusiasmado el que luego fue secretario de la Presidencia de Harry Truman.
Al día siguiente todos los diarios de Hearst (y algunos que no lo eran) me dedicaron un buen espacio en sus primeras planas.
Con Jimmy Durante
Una madrugada de 1919 entré a tomar la última copa, esa que llaman the night-cap en el slang de Broadway. Lo hice en la grata compañía de mi entrañable amigo, el columnista S. Jay Kaufmann y el actor Bill Halligan, delicioso tipo aunque un poco camorrista.
Cuando tomamos posesión de una mesita, observé que el pianista —que compartía sus obligaciones con un par de seudocantantes— lucía una nariz que dejaba en borrosa segunda fila a Cyrano de Bergerac o a Pinocho. Y traté de trasladar el perfil aquel sobre una servilleta, que terminó de caer sobre el teclado del rompe teclas. Cuando este se dio cuenta de que yo era el autor del desaguisado, se acercó a nuestra mesa con tono amenazador. La cosa no pasó de un intercambio de palabrotas y palabritas y tres vasos más sobre la mesa. El indignado caballero era Jimmy Durante, entonces colaborador de Jackson y Clayton.
Al día siguiente Kaufmann escribía: “Un oscuro artista de un cafetín de Broadway no supo apreciar el honor que se le había conferido al ser caricaturizado por el famoso caricaturista cubano Massaguer”.