A las tragedias globales que vive hoy la humanidad (guerras, devastación de la naturaleza, cambio climático, desenfrenada carrera armmentista, hambrunas) se suma, algo menos visible, la de la muerte de periodistas.
No es nuevo, pero no por eso menos impactante, que profesionales de la palabra y la imagen caigan en combates que no provocaron y en los que sólo intervienehn en ellos como testigos.
En México ya van por once (hasta el momento de escribir estas líneas) los asesinados por su misión de informar. Chile, con Francisca Sandoval, y el territorio palestino ocupado por Israel, con Sheerin Abu Aqla, se incorporan a la macabra relación de escenarios donde los reporteros se juegan -y pierden- la vida.
En la nación que evocamos con la expresión juarista “el respeto al derecho ajeno es la paz” por primera se juzgan y condenan a 21 de los involucrados en semejantes acciones, aunque la acción no baste para frenar los atentados perpetrados por bandas delicuenciales asociadas al narcotráfico.
A diferencia de esos hechos, los acaecidos en los últimos días fuera de esa nación fueron provocados por fuerzas militares, carabineros y soldados, respectivamente, cuya carácter represivo se agudiza no obstante críticas y condenas, como la que acaba de pronunciar Naciones Unidas en el caso de la reportera al servicio de Al Jazeera.
Visibilizar y condenar esos hechos es un mandato de todos los que hacemos de la lucha por la verdad un compromiso permanente a favor de la vida.