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El duelo no cesa

Terminó el duelo oficial, el formal, por las personas muertas en la tragedia del hotel Saratoga; pero el dolor perdurará en los sentimientos de personas guiadas por valores de humanidad. Para el autor de este artículo, el 6 de mayo estaba ya vinculado con una mezcla de sentimientos en que la pena ocupa lugar permanente: en esa fecha, de 1932, nació su madre, por lo que el día de la tragedia habría cumplido noventa años. No lo recordó en las redes el articulista, que se halla entre quienes prefieren dar tratamiento pudoroso al dolor más personal.

Mientras esperaba su turno en una cola en la mañana del pasado 6 de mayo, recordaba a su madre, cuando en torno a teléfonos móviles se arremolinaron varias personas que hablaban, alarmadas, de “una bomba en el hotel Saratoga”, y enseguida se oyeron sirenas de ambulancias. Algunas de ellas se vieron pasar cerca.

No es fortuito que en Cuba un hecho de esa índole mueva a pensar en la monstruosidad de un atentando: responde a la historia de crímenes que ha cometido contra este país el terrorista imperialismo estadounidense con auxilio de asesinos a su servicio: un abultado currículo en que se inscriben, para solo citar dos casos, la explosión del buque La Coubre en el Puerto de La Habana, y la de un avión, con más de setenta personas a bordo, en pleno vuelo.

No obstante, la vinculación mental de lo sucedido en el Saratoga y la eventualidad de una bomba no excluía morbos propios de quienes —con fruición miserable o por inercia variopinta— hablan sin saber, o sabiéndose cómplices de lo abyecto. Desde los primeros momentos hubo voces que, incluso en la cercanía del Saratoga, o desde allí mismo, hablaron, con fundamento, de un accidente. Pero también hubo quien se apresuró a decir: “Esa historia está mal contada, quieren ocultar que fue un sabotaje”.

En el grupo en que se hallaba quien esto escribe, enseguida borbotearon los comentarios. Conforta decir que, en lo que llegó a oídos de este testigo, en general repudiaban el posible atentado, y expresaban solidaridad con las víctimas y con el país. Alguien empezó a llamar por teléfono para encaminar la donación de medicamentos, como tantas personas se dispondrían a ofrecer su sangre.

Hubo asimismo quien apuntara por lo bajo, más bien desde la bajeza: “Seguro que no lo dicen en el Noticiero, o dirán que fue ‘una explosión’”. Tampoco ese infundio se quedó sin respuesta adecuada: “Sobre todos los sabotajes que ha habido en hoteles nuestros, se ha informado responsablemente, incluyendo la identidad de los muertos”, dijo alguien en voz alta y clara.

Frente a la insinuación de presunto silenciamiento o escamoteo de nuestra prensa sobre lo ocurrido en el Saratoga, en la misma cola del mercado, teléfono en mano, una voz comentó: “Ya en las redes está anunciado que hay reporteros del diario Granma en el lugar de los hechos para recoger y trasmitir información precisa”. Y la información responsable no se hizo esperar. La agilidad que puede lamentablemente haber faltado en otras ocasiones, esta vez funcionó con eficacia, y se mantuvo como debía ser.

La televisión informó puntualmente, y en el Noticiero del mediodía, poco después de la explosión, se ofrecieron los datos de que ya se disponía a esa hora. Las autoridades cubanas, empezando por las de mayor jerarquía, cumplían su deber en el sitio de la tragedia y en los centros médicos donde las personas lesionadas recibían atención inmediata, esmerada, eficaz. Eso no era nuevo, sino toda una norma de conducta que sigue inspirándose en el ejemplo del Comandante, aunque haya quienes prefieran ocultarlo, o “lo olviden”.

La pronta confirmación, con todas las de la ley, de que no se trataba de un sabotaje, propició una especie de comprensible tranquilidad, sobre todo porque, tratándose de un accidente, no habría que esperar nuevas explosiones, aunque la fatídica posibilidad se anunció en las redes: “Se espera que estallen bombas en otros hoteles de La Habana”, sostuvo alguna voz que fue desmentida por los hechos.

Pero que fuera un accidente no autorizaba —no autoriza— a sentirse cómodo, ni menguaría el dolor provocado por la tragedia. Estaba ahí, y aunque no era el momento para insistir en la necesidad de mantenerse a la viva contra la ocurrencia de accidentes, lo acompañaría de hecho una lección renovada por la pena ante la pérdida de vidas —en plena infancia incluso— y personas lesionadas.

En esos renglones se concentraba lo más terrible, pero tampoco vale menospreciar lo que aquella cruenta explosión representaba y continuará representando no solo por su costo humano, sino también económicamente, para un país de tantos déficits en esa esfera. Y no había un enemigo artero y mercenario a quien responsabilizar por lo sucedido ese día.

Entre las causas de las carencias que Cuba sufre, el peso principal lo tiene la política del poder genocida que ha auspiciado actos terroristas contra ella. En esos actos sobresale un bloqueo económico, financiero y comercial tan dañino y mortífero como varias poderosas bombas juntas, o numerosas explosiones de otra índole, como la del Saratoga.

Se sabe que los accidentes no son ni tan inevitables ni tan accidentales, dicho sea con la manida redundancia. Y un accidente puede materialmente ser no menos costoso que un sabotaje, pero puede incluso ser más aleccionador. Enseñanzas habrá que extraer de lo ocurrido en un hotel flamante y que —después de replanteos administrativos y, presumiblemente, de revisiones técnicas— se alistaba para retomar cuatro días después de la tragedia su actividad, que había interrumpido.

Le toca a Cuba actuar bien porque sí: porque lo merece y lo necesita, y su pueblo ha de ser el principal objeto de sus desvelos y acciones. Calumnias contra ella no faltarán. Se levantaba la maciza nube de polvo causada por la explosión y que dificultaba explorar el inmueble del hotel —no fue el único edificio que sufrió estragos—, y ya en distintos sitios culebreaban quienes arremetían sañosamente contra el país.

Miami, guarida de sanguinarios terroristas anticubanos, fue otra vez la capital de la infamia. Pero no se deben descontar otros escenarios, ni ecos abyectos dentro de la propia Cuba, repudiables por muy aislados que sean.

Los enemigos de Cuba intentaban —intentan— sacar dividendos de la tragedia, del dolor de los familiares de las víctimas, y en general del pueblo cubano. O sea, de la gran mayoría de este merecedora de llamarse el pueblo cubano, la que abraza el sentido de patria como humanidad, esta vez incluso porque entre las víctimas mortales del accidente hubo una joven española que visitaba La Habana.

Ni siquiera faltó quien se precipitara a condenar a Cuba porque no se había decretado duelo oficial por las víctimas. Quisieron aprovechar —carroñeros son— el hecho de que ese duelo no debía decretarse mientras no fuera firme el número de muertes. Y eso no se podría conocer sin que hubieran concluido en lo fundamental las tareas de salvamento y rescate acometidas entre la gran cantidad de escombros y en circunstancias peligrosas para quienes esforzadamente realizaban la compleja misión. No fue un exceso de entusiasmo lo que por voz de pueblo reconoció condición heroica a esas personas.

No se descuente que haya quienes, erguidos en sus ínfulas, proclamen que gracias a sus “esclarecidas y valientes voces” el gobierno cubano decretó el duelo. No es la primera vez que se oyen canalladas de ese tipo. Al inicio de la pandemia de covid-19, por ejemplo, hubo quienes quisieron anotarse el mérito de la suspensión de clases en las escuelas cubanas, como si fuera fruto de sus reclamos.

Eso va dicho sin ignorar a quienes hayan actuado movidos por nobles intenciones al manifestar sincera preocupación por el posible contagio de niños y niñas. Pero menos aún cabe desconocer la preocupación y la ocupación permanentes con que de modo natural el Estado cubano se responsabiliza con atender la salud pública y prioriza los cuidados a la población infantil, guías a las que no se renunciará.

Habría también quienes honradamente se desesperasen pensando en el duelo que correspondía decretar por las víctimas del terrible accidente del pasado 6 de mayo. Pero solamente seres abominables —y está probado que los hay— podrán negar la resolución con que se ha atendido a esas víctimas y a sus familiares, incluyendo a quienes han perdido total o parcialmente sus viviendas.

De ninguna manera la hez antipatriótica decidirá el accionar del país. Mucho pueblo digno hay en él, y quienes sirven al imperio —aunque lo hagan por una desprevención en la que a estas alturas es muy difícil de creer— no tienen derecho ni moral para darle lecciones de conducta a la nación.

A Cuba y a sus instituciones, y a sus hijas e hijos que viven y se desviven por ella, les corresponde mantener la brújula necesaria, y respetarla. Ese deber incluye extraer de la tragedia del Saratoga cuanta lección ayude a intentar que nunca más vuelva a suceder aquí algo parecido a esa fuente de un dolor que no cesa, y que a muchas personas acompañará mientras vivan.

Asumir a fondo y en la práctica todas las lecciones necesarias —y en general seguir trabajando con denuedo por lograr un país próspero y vivible— será la más luminosa vela encendida en homenaje a las víctimas, y el mejor modo de agradecer a quienes en distintos frentes ratificaron su condición de héroes y heroínas, de personas dignas y sensibles, de patriotas.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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