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Crónica, el continente a llegar

¿Cuánto hacemos y cuánto aún queda por pensar en la Academia en bien de la salud de la crónica periodística, de manera que no resulte un género solo para “elegidos” a quienes los ángeles dictan —como decía el amigo Félix Pita Astudillo—, pero que tampoco vaya a los abismos de la seudoliteratura y el mal escribir?

Para ser sinceros, aún es la crónica un género adolescente con respecto a la producción desde las aulas de primer año de la carrera de Periodismo. Refiriéndonos a los de la familia de opinión, los estudiantes en ese espacio logran encauzar buenos comentarios, artículos y hasta críticas de arte en general, en contraposición con un panorama nacional en los medios impresos diarios y generalistas, donde estas expresiones languidecen drásticamente o son inexistentes.

Pero como docente, creo que entre los de opinión, la crónica todavía no toma la estatura debida y sigue solapada en composiciones que apenas aventajan las estructuras redaccionales del preuniversitario. Con excepciones, los estudiantes sobrepasan ese espíritu y le dan alas, creando textos convincentes tanto en contenido como en forma.

¿Qué puede estar sucediendo en cuanto a la no apropiación del género a partir de su perspectiva periodística y sí en el maridaje desentonado con la seudoliteratura? Está claro: la crónica es difícil porque comparte trazas de otras manifestaciones y suele avecinarse a la literatura. Sin embargo, asumo el criterio de que no es el género ni más ni menos difícil, ni más ni menos profundo, ni hacerlo tiene tantos añadidos personales como para vedarlo al conjunto y hacer guetos en pocos.

Periodistas  cubanos Luis Sexto y Roger Ricardo Luis

En una redacción, un periodista ha de tener oficio como para enfrentar cualquier trabajo, más allá de preferencias por unos u otros reinos. Escribir con decoro es el reto, por eso somos, y no ha de faltarnos la gracia, el atractivo, la riqueza y el brillo del lenguaje, convocados en sus clases por los periodistas y profesores cubanos Julio García Luis y Roger Ricardo Luis.

Pero lo cierto es que la estimación e importancia de la crónica en su visión socializadora, en la necesidad de una expresión que parta de lo individual y adquiera relevancia de mensaje universal, suele faltar. Ella cuenta una historia. No obstante,  esa narración , en el periodismo, se aleja de la catarsis lírica espiritual para levantarse en ejemplo referente, en historia posible en otros sin las mismas posibilidades profesionales para expresarla. O sea , historia-eje narrativo desarrollando una tesis capaz de interesar colectivamente, interviniendo en ella la palabra útil y hermosa.

No desecho el “yo” y sello personal. Resulta indiscutible la presencia de “marca de agua” de quien escribe, cualquiera sea la manifestación. Pero esa mirada al interior del acontecimiento seleccionado debe tener ciertas bridas para llegar al lector con la certeza de lo ocurrido, y el descubrimiento de una realidad-otra con la que puede estar o no especialmente vinculado, pero que creerá dado el principio de verdad preconizado por la prensa.

Y he ahí un punto relevante: ¿hasta dónde debe llegar la adjudicación personal del hecho y el lirismo en la crónica? Ese, a mi modo de ver, representa una encrucijada en la producción de estos textos tendentes a una pomposidad escritural que lejos de favorecer, resta.

Una máxima ofrecemos en las clases de periodismo: todos los contenidos no caben en los mismos continentes. Advertimos con ello a los jóvenes que es preferible la redacción de una buena información que da cuenta de un suceso, a la abulia de un comentario soso o el llameante adjetivo artificial en temas ya trascendidos.

Este es otro problema: la crónica de aconteceres frecuentes, de hechos ineludibles en los periódicos porque forman parte de su agenda. En ellos, los estudiantes no escapan a la retórica de los medios. Entonces, el mensaje se vuelve un lugar común donde lo personal queda casi siempre reducido a la consigna, y se percibe vacío de significado real.

Ellos se suman también a la manía del personaje colectivo prevaleciente en nuestra prensa, personaje funcional unas veces y otras ya no tanto, luego de hacernos sentir machaconamente parte de un coro sin solistas de valor simbólico para todos. Y están las frases en una especie de tono editorial, moralizante, monocorde: en esos mismos hombres y mujeres perfectos, de mármol, pese a cualquier situación enfrentada, tanto en las buenas como en las malas coyunturas de la vida.

Desde esas deficiencias trabajamos en las aulas. Queremos crónicas nacidas con fuerza, con comprometimiento a la verdad por lo que se dice y siente, y rechacen el tufo del panfleto. Pero estas expresiones periodísticas son, asimismo,  el reflejo del pensamiento, la sensibilidad y la cultura de quienes las escriben. Si algunos de estos elementos —y otros también—, fallan, quiebra el ejercicio.

Y ese deviene  un pozo hondo cada vez más difícil de rellenar en medio de estudiantes de Periodismo insensibles ante la lectura como necesidad de supervivencia en la profesión, y la escritura se les vuelve repeticiones de un vocabulario con poco avance, de unas imágenes de absoluta pobreza, de un consignismo traicionero del propio espíritu joven que les debe acompañar.

Se añade el facilismo en las redacciones cuando les aceptan publicarle el maltrecho texto sin un mensaje universal que lo anime, sin belleza en la escritura y sin novedad investigativa. Suele pensarse en la crónica como un estado del alma, en la inspiración para concebirla, en lo motivante para llegar a ella, olvidando la premisa-advertencia: la escritura en el periodismo es un acto de valor diario enfrentado con vergüenza por el oficio y para ello es imprescindible la investigación permanente y acuciosa,  una manera de llevar la realidad informativa al campo del asombro.

“Un cronista es alguien que investiga como los periodistas y escribe como los escritores”, refería Alberto Salcedo Ramos, director de talleres de periodismo narrativo en la Fundación del Nuevo Periodismo, marcando así la vieja polémica de que el nuestro es un oficio de menos altura. No. Lo hacen de menos valía quienes lo asumen sin riesgo ni  adeudo por la excelencia. Un periodista es un escritor, un escritor con instrumentos propios, pautas, mediaciones, responsabilidad social y compromiso ético con la verdad que no puede ser fantaseada. Sin embargo, todo ese difícil intríngulis no ha de vedarle la hidalguía a la escritura .

A esos muchachos en formación, los desafiamos a escribir crónicas en un estilo directo, entendible, verosímil, en un mensaje intencional que no pierda la personalidad literaria de cada uno de ellos. Porque literatura no es abundancia de adjetivos y adverbios, no es una suerte de palabras embrolladas, no es frase pueril. Es, eso sí, palabra bien articulada, marcada en su justo sentido.

Pedro Pablo Rodríguez, Premio Nacional de Historia, comenta con frecuencia el tino de José Martí al escribir cada palabra: ninguna por gusto, ninguna cambiable por sinónimos, pues todas ellas van colocadas pensadamente.

Y aquí hacemos una acotación que sirve para el periodismo impreso en general, en estos tiempos de cambios ante la invasión —bienvenida—, de nuevas plataformas para el mensaje, y cuando la instantaneidad alcanza su esplendor como nunca antes en el espacio de Internet: es momento para reflexionar que hoy no solo se trata de cambios tecnológicos propiciadores de la comunicación del mensaje por múltiples salidas y de una gestión de la información a partir de esos presupuestos, una postura prevaleciente en los debates, obviando, en ocasiones, a la técnica en función de puente facilitador; pero, es el hombre quien crea, quien pone el mensaje, y éste ahora requiere transformar su contenido a partir de estructuras narrativas acordes con los diversos soportes en que se ofrece.

Para la prensa impresa —la más abatida por la llegada de Internet y las premoniciones de muerte con que se le acosa—, ahora es el escenario donde la propiedad intelectual de los periodistas se torna imprescindible para replantearse y recodificar sus haceres.

Es el momento de un nuevo guion para crecer cualitativa y cuantitativamente, poner freno al fárrago de notas que por defecto produce insuficiencia informativa, desgajarse de la tendencia a escribir registros fríos de la vida con visiones de escasa densidad sustantiva, y pasar seriamente a interpretar la realidad con posiciones más estratégicas, a evaluar los géneros en sus propias esencias y tener en cuenta la finalidad y función de cada uno.

Toca ahora pensar que si queremos que la prensa escrita siga cumpliendo con su desempeño, hay que asumir de manera responsable  que ya no es el único canal a seleccionar por los públicos, y para no perderlos necesita repensar cómo llevar los mensajes a esta nueva audiencia más audiovisual e hipermedial.

Y para eso hace falta investigar profundamente, analizar los acontecimientos en sus múltiples aristas, rescatar historias de vida, traer a los medios la palabra del ciudadano común a partir de su participación como testigo en los diversos procesos de la sociedad, combinar por su importancia a las fuentes en los distintos estamentos y dar a la palabra ala y color como nos aconsejó Martí.

En todo ello está la reivindicación de los géneros puros y también de su buena hibridación, la óptima factura, porque hoy resulta cierta la lectura de textos sin “pies ni cabeza”, escritos a saltos de caballo embravecido, despojados de coherencia y cohesión, faltos de fuentes y tirados en la cuartilla sin el latir del reportero.

La crónica está entre ellos, sobre todo, cuando vuelve su mensaje tan intimista que una se pregunta ¿qué dimensión universal quiere dar a partir de lo personal y experencial?; o peor, cuando cuenta historias sin involucramiento espiritual y real del reportero, a quien se le ha encomendado la realización de una pequeña obra, sentido supremo de la profesión.

Pero volviendo a los estudiantes de Periodismo, no los asustamos. De una vez y por todas, es nuestro deber animarlos a romper la inercia de las repeticiones y lo gastado y asumir como modo de vida la preparación profunda, la lectura y la apetencia por el descubrimiento, estímulos imprescindibles en los verdaderos periodistas y no en los jornaleros de la palabra. Queremos que la crónica, en particular, deje de ser el coto cerrado con el cual muchos en el mundo pretenden encasillarla. Ella ha de ser, como su misma construcción, libre y desprejuiciada, un género asequible, animado de buenas esperanzas y hacedores.

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Iraida Calzadilla Rodriguez
Doctora en Ciencias de la Comunicación. Profesora Titular del Departamento de Periodismo de la Universidad de La Habana. Su campo de estudio abarca la periodística, la pedagogía y las relaciones entre la historia y la prensa. Editora del blog docente Isla al Sur.

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