—¿Dónde está Pocho?, preguntó Mercy Ruiz, directora de la Ediciones Icaic tras la presentación del libro Las trampas del oficio, en 2008, en la Sala Portuondo de la Fortaleza San Carlos de La Cabaña, de La Habana. Era el momento en que el autor debía firmar los volúmenes que adquiría el público, numeroso en el lugar.
—No sé, respondió Silvia Gil, la esposa.
Ambrosio Fornet, Pocho, estaba haciendo la cola para comprar algunos ejemplares de su propio libro, que deseaba obsequiar a amigos.
“Nunca había visto algo que denotara tanto quién era Ambrosio, subraya Mercy pocos días después de la partida de Pocho. “Lo tomé del brazo y le dije que después nos ocupábamos de eso”.
25 de abril de 2022
Un pretexto —la presentación de su libro Cien años de cine en Cuba (1897-1997)— sirvió de escenario para homenajear la vida de Ambrosio Fornet quien, al fallecer 20 días antes de la fecha citada, a los 89 años de edad, dejó una extensa obra dedicada a la edificación de las esencias de la cultura cubana.
Asentados en esa estela, amigos reunidos en el Palacio del Segundo Cabo, evocaron la obra y dimensión humana de Pocho. Norberto Codina, poeta, editor, director de La Gaceta de Cuba desde hace más de tres décadas y Premio Nacional de Edición 2021, hizo un recuento de las contribuciones del reconocido intelectual a la revista, iniciadas en julio de 1962 con el cuento Yo no vi ná, y que se extendieron durante los últimos 35 años.
El relato de Codina incluyó la cita a la sección Las perlas de su boca, publicadas por Ambrosio en La Gaceta desde el anonimato, sus crónicas sobre la diáspora cultural cubana —vistas entre 1993 y 1995 en cinco dosier, y luego recogidas y prologadas por él para Memorias recobradas (2000), un libro de la villaclareña Editorial Capiro que se agotó rápidamente.
“Ahí aparecen los argumentos y trabajos representativos del proyecto que el autor puso en marcha en 1993, dedicado a ensayistas y críticos cubanos residentes en los Estados Unidos, de la llamada literatura de la diáspora”.
Ambrosio fue un gacetero mayor —añadió Codina— como me gusta recordarlo, desde su condición raigal de cubano y revolucionario. “Pienso que mucho le debemos en otros campos de la cultura cubana y que hay que tenerlo presente de todas las formas que nos depare su recuerdo».
“Puede sentirse feliz —y lo cito— pasó por este mundo y ha sido útil, porque no es solo la cultura lo que te hace mejor, sino tu capacidad para vivir de acuerdo con determinados valores”.
Pocho y el cine
Manuel Pérez Paredes, director del filme El hombre de Maisinicú, Premio Nacional de Cine y fundador del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficas (Icaic), recordó al Ambrosio guionista de varias películas —Retrato de Teresa, de Pastor Vega, la más conocida—; también la trascendencia de sus asesorías dramatúrgicas a lo largo de la década de los ochenta hasta principios de los noventa, y su labor como tallerista.
Reflexiona, además, sobre la influencia de la figura de Fornet en su vida, y en la de su generación. “Es inseparable de la de Jorge Fraga, porque la hermandad que existía entre ambos fue clave para que Pocho entrara al mundo del cine cubano».
“Llegó al ICAIC con el prestigio de su quehacer en la Casa de las Américas, en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y en otras instancias de la cultura nacional”, acentúa.
Aunque, sobre todo, hace enfásis en la participación que tuvo Ambrosio, en 1991, en los debates suscitados a partir de un acuerdo del Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros donde se planteaba la posibilidad de fusionar el ICAIC con el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT) y los estudios fílmicos de las FAR para crear una sola entidad cinematográfica de la Revolución.
Cuenta que la principal interrogante era cómo discutir los puntos de vista de los creadores y trabajadores del ICAIC en un año muy complejo en el mundo, en Cuba, y también asociado al estreno de la película Alicia en el pueblo de las maravillas, foco de la crítica de prensa y de la dirección de la Revolución, lo cual, de alguna manera, era inseparable de la decisión acordada.
“Pocho, como parte de una comisión de 18 cineastas, jugó un rol destacadísimo. En una reunión presidida por Carlos Rafael Rodríguez, Carlos Aldana y Alfredo Guevara, en el Consejo de Estado, combinó perfectamente tacto y firmeza de convicciones, prudencia e inteligencia política”.
Previo acuerdo con Santiago Álvarez y conmigo, precisa Manuel, tuvo la sagacidad de redactar un texto personal que leyó en el encuentro. La suya, fue la primera intervención que se hizo y el debate giró entonces en torno a lo que estaba en juego en ese momento, en cuanto a la película y al ICAIC.
Dijo: ‘…me parece que desde el punto de vista de nuestro desarrollo ideológico, de la formación y consolidación de la conciencia revolucionaria en las nuevas generaciones, no hay tarea cultural más importante que hallar el modo de integrar, de forma orgánica, los dos niveles ideológicos o “discursos” con que se expresa el conjunto de la sociedad: el que corresponde a la conciencia teórica y el que corresponde a la conciencia cotidiana. Hay que ir reduciendo cada vez más la distancia que media entre el discurso de Granma y el discurso de la cola, entre el del noticiero y el de la parada de la guagua. Tienen que fecundarse mutuamente. Y eso tendría, de paso, una importancia decisiva para el desarrollo normal de nuestro arte.
‘Yo creo que el “escándalo” de Alicia se explica en parte por eso. Y tal vez sea por eso que algunos compañeros la consideraron “hipercrítica”: porque Alicia aparece como una nota realmente discordante en el plácido concierto informativo de nuestra vida cotidiana. Eso también es algo en lo que vale la pena pensar’[i].
—Nos sentimos honrados, agrega Manuel recordando las palabras de Ambrosio: “Ojalá no tengamos que volver a molestarlos”.
Lecciones inagotables
En torno a los valores —esos que Fornet asociaba a la capacidad de vivir— rondaron las remembranzas del ensayista y guionista Arturo Arango, también parte del panel integrado por admiradores de la vida y la obra de Pocho.
—Lo conocí cuando apenas yo tenía 22 años y era estudiante de Letras. Mi experiencia previa había sido, en lo fundamental, como colaborador de la revista El Caimán Barbudo, donde publiqué con sistematicidad desde fines de 1974.
“La jerarquía intelectual de Pocho era indiscutible y sobrepasaba por mucho la de aquellos jóvenes que hacían el Caimán. Su humildad y respeto hacia los colaboradores, también”.
—Él me hizo creer que ya era un escritor, ante todo porque no dilataba su aprobación o desaprobación de las colaboraciones que recibía. Sin perder tiempo las leía, las valoraba y daba su juicio.
“Se publica, no se publica, se publicará en un número futuro. Su respeto también se expresaba en la manera de opinar sobre los textos. Luego comprendí que así era como Pocho se relacionaba con las personas. Ante él, ante su sabiduría, jamás me sentí disminuido o aplastado”.
Nunca lo vi encima del púlpito magisterial —añade— porque esencialmente dialogaba. “No incluía en sus criterios el comentario mordaz, punzante, irónico. Por eso también fue respetable”.
En su recuento, Arango habló de un taller de guiones cinematográficos a que Ambrosio convocó e impartió entre 1986 y 1987 en el Icaic. Cada martes —precisó— a las dos de la tarde nos reuníamos un grupo de quienes éramos considerados jóvenes narradores, seleccionados todos por él.
“Al inicio, nos puso en una sala de proyecciones la excelente película Los mejores años de nuestra vida, de William Wyler. De regreso al lugar de la clase preguntó quién era el guionista. Ninguno de nosotros había fijado su nombre, quizás ni siquiera lo habíamos leído”.
—Ambrosio dijo: “Esta es la primera lección para ustedes, si están aquí por vanidad pueden irse ahora mismo. El guionista es imprescindible para hacer una película, pero después de que se filma y se entrega su nombre pertenece al olvido”.
“Me apropié del ejemplo y lo repito a mis alumnos cada vez que inicio el curso”, afirma Arango.
Cuenta Arturo que trabajó con Pocho en varios jurados, como el del Premio de cuento de la Gaceta de Cuba, en 1993 y 1999, y en el del Premio Nacional de Literatura; igual, en la segunda edición de Los pinos nuevos, y que en todas las ocasiones admiró su transparencia.
“Pocho siempre declaró quiénes eran sus favoritos sin ocultar carta alguna. Los defendió con lucidez y supo escuchar los criterios de los otros. No se dejó arrastrar por afinidades o enemistades, que las tuvo, tampoco hay que santificarlo. Le importaba el valor de la obra”.
Ese mismo Pocho, se reveló también en otra anécdota de Arango: “Yo estaba el Museo de Bellas Artes la noche inaugural de la Segunda Bienal de la Habana, en 1986. Un nutrido grupo de personas rodeábamos el tapiz de Martha Palau, ganador de uno de los premios. Y escuché una voz familiar, justo detrás de mí”:
—Me siento como un pintor académico en el salón de los impresionistas.
“Me volví, y era él, por supuesto. Quien había publicado en Cuba a Joyce, a Kafka, a Proust, entre muchos otros paradigmas de la modernidad, ahora sin temores, sin complejos, confesaba su estupor y reconocía la distancia que comenzaba a establecerse entre su concepción del arte y las nuevas formas que estaban abriéndose camino y a la larga imponiéndose».
“La lección esencial era que, fatalmente, estamos bajo el dominio de los contextos en que nos hemos formado y que ni siquiera él, uno de mis maestros, podía escapar de esos designios. A fin de cuentas, Retamar y Ambrosio, tienen razón, somos criaturas de transición, lo perdurable son las obras y las lecciones”.
“¡Caramba es usted más austero que Estrada Palma!”
El narrador, ensayista y profesor de arte Francisco López Sacha tuvo a su cargo la presentación de Cien años de cine en Cuba, el libro de Ambrosio Fornet que sirvió de pretexto para homenajearlo. Así que tampoco escapó del ejercicio de relatar alguna que otra anécdota sobre Pocho.
Inicialmente, quiso recordar las reuniones del secretariado en la Uneac en la década del 90 y comienzos del siglo XXI, en las que disfrutaba de las controversias entre Ambrosio Fornet y Antón Arrufat. Cree, incluso, que citaba a esas reuniones para escuchar “la sutil y soterrada polémica entre estos dos grandes escritores e intelectuales.
“Durante uno de esos encuentros mi secretaria ejecutiva leyó el presupuesto que habíamos gastado en el año: $956.00 pesos. Y Ambrosio dijo: ¡Caramba es usted más austero que Estrada Palma! No soy yo, respondí, son las circunstancias en las cuales la Uneac colabora y recibe ayuda de muchas instituciones para cumplir su programa”.
En realidad, acota Sacha, fui el peor alumno de Ambrosio durante el famoso seminario de guion cinematográfico en el Icaic al que se refirió Arango, porque todavía no he escrito un solo guion. “Arturo si tuvo el privilegio de escribir varios y, por supuesto, Senel Paz, Daniel Chavarría, Mirta Yáñez, todos guionistas importantes del cine cubano.
“Yo soy un modesto profesor de guion sin haber escrito un guion. Pero de todos modos aprendí mucho de Pocho. Y siento que una de sus enseñanzas fundamentales es justamente la relación entre la literatura y la vida social, el mundo que de algún modo circunda alrededor del texto y cómo el texto se nutre de él”.
Al adentrarse en la presentación del libro Cien años de cine en Cuba, “posiblemente el texto más acabado sobre las verdaderas razones por las cuales Cuba no tuvo cine antes de la Revolución, López Sacha recordó el famoso casi video de un minuto y medio en el parque de Palatino (1902), la primera película filmada por un cubano, hasta Casta de roble, cinta que cierra de algún modo el ciclo previo a la fundación del ICAIC, al nacimiento de otra manera de comprender el cine”.
Piensa que en el texto de Ambrosio está estudiada, de manera brillante, aquellas razones por las cuales un país subdesarrollado como Cuba entonces no podía construir una verdadera industria del cine.
“Porque tenía que revolucionar la sociedad; tenía que crear un público, una manera de expresar toda la cultura de este país y eso no estaba en el proyecto de los que entonces se lanzaron a la aventura de hacer cine en la Isla”, precisa Sacha.
Ese análisis, añade, Pocho lo presenta en el libro de una forma extraordinaria. “Sobre todo, porque el autor entiende cuál es la verdadera función del ICAIC para poder hacer un verdadero cine cubano”. Y cita un fragmento del texto:
“En 1965 el Icaic poseía ya todo el sistema de distribución y exhibición del país, y entre tanto se había planteado una estrategia de desarrollo centrada en “la búsqueda de un nuevo interlocutor” capaz de apreciar y exigir formas de comunicación descolonizadas y participativas. Alfredo Guevara, fundador y primer presidente del Icaic, formuló esa estrategia diciendo que el cine cubano solo tenía un objetivo, la autenticidad; un enemigo, el conformismo, y un compromiso, hacer películas para todos los públicos con “una actitud ética y estética que comporte respeto a la dignidad del espectador y preocupación por su sensibilidad, información y cultura”. La contradicción arte/industria parecía hallar ahí un primer punto de equilibrio. Al definirse en función de una imagen de los consumidores potenciales, la rentabilidad de las películas dejaba de ser un fin en sí misma. El éxito se reconocería a través de los logros artísticos, el logro artístico por su autenticidad —es decir, por su inserción dinámica en los códigos de nuestra cultura—, y la autenticidad por la capacidad del filme para establecer una comunicación enriquecedora con el público. En la base de todo el proceso se hallaba ese principio elemental de la sociología marxista según el cual el artista, al crear una nueva obra de arte para el espectador, crea también un nuevo espectador para la obra de arte” [ii].
Aquí está resumido esencialmente —añade Sacha—todo el enorme esfuerzo intelectual que el ICAIC desarrolló en los primeros ocho o nueve años desde su fundación y que puede seguirse a través de la revista Cine Cubano y de las controversias en las cuales el ICAIC participó.
“Esa esencia la corrobora, sobre todo, hacia el final del libro, una de las notas, que se titula, Lo que debemos al ICAIC».
“Así que era verdad: el tiempo pasa volando. Me cuesta trabajo reconocer que los cubanos de mi edad ya llevan casi medio siglo imaginando el mundo y viéndose a sí mismos de otra manera. Aunque modesto, el papel que desempeñó, o, mejor dicho, que ha desempañado el ICAIC en ese cambio de perspectiva no puede subestimarse. El ICAIC es solo una pieza de ese enorme sistema de reordenamiento de la realidad que llamamos Revolución, pero como propuesta cultural es una pieza clave. Por lo pronto, contribuyó a desmontar dos mitos que parecían inexpugnables: que en Cuba no podía hacer una industria de cine y que en una sociedad socialista todo organismo oficial estaba condenado a ser burocrático. Con sus métodos de dirección y con el resultado mismo de su trabajo —que no se limitó, como sabemos, a la producción de películas—, el ICAIC demostró ser un centro dinámico y creador de productos culturales, no siempre artísticos, pero nunca mediocres o chabacanos. Y ello fue posible porque la empresa se concibió como medio, no como fin, como instrumento que sirviera para estimular el desarrollo de un movimiento artístico y cultural. De ahí que los únicos burócratas desafiantes que hubo en el ICAIC fueron los ridiculizados en sus propias películas” [iii]
Esta manera de comprender los cien años de cine en Cuba, repasa Sacha, nos lleva a comprender el valor de una cultura y en qué lugar estábamos situados frente a nuestra propia cultura, qué nos faltaba por hacer, por desarrollar.
“Una cultura es, como se sabe, un vehículo de humanización, la segunda naturaleza del ser humano, después de su naturaleza biológica. Esa segunda naturaleza se expresa en el arte; en este libro, en el cine. Porque Ambrosio estudia ese intermedio factual que significa crear una idea para el cine, contribuir a crear un nuevo espectador, desarrollar valores de la cultura en la plástica, en la literatura y, al mismo tiempo, en la trasmisión de cada película que produce este organismo, hasta instaurar una cadena de similitudes y asociaciones que hace lo que hoy denominamos cine cubano de la Revolución”.
Quien lea Cien años de cine en Cuba —continúa Sacha— está leyendo un estudio sociológico de la percepción del cine cubano. Un estudio, también, semiológico de los valores de cada etapa de la historia del cine cubano y, al mismo tiempo, una manera controversial de acercarnos para poder comprender lo que el ICAIC dejó y sigue dejando en la cultura cubana: Para entender hasta dónde la imagen fílmica, el sonido, y todo lo que comporta el cine, implica en la formación de un nuevo modelo de ser humano o, por lo menos, en la búsqueda de una condición descolonizadora para el país, el pueblo y nosotros como participantes de esa obra.
“Es un libro de un valor extraordinario que se emparenta claramente con libros anteriores suyos como El libro en Cuba, Trampas del oficio o el que escribió sobre Carpentier. En ellos Ambrosio Fornet fue tocando lo que de algún modo se sumerge en la cultura cubana, lo que no va a salir tan rápidamente a la superficie, lo que nos permite identificarnos con nosotros mismos. Lo que nos permite ser audaces, auténticos y nos va a permitir laborar para que el país tenga un espíritu y una creatividad muy superior».
“Vamos a leer Cien años de cine en Cuba, de un hombre que conocía profundamente su propia cultura. Ambrosio tenía una extraordinaria capacidad asociativa, la de un hombre culto que podía relacionar una película con un chiste”.
Está —concluye Sacha— en la fuerza de todos sus libros, en algo que nos dejó para siempre: el grado profundo de seriedad ante el trabajo de un hombre ensayista y teórico que todo lo que decía estaba calzado por una investigación previa en profundidad, de alguien que conocía como nadie el cine, la literatura, el libro, la práctica teórica y que, además no apabullaba con el conocimiento, más bien hacía que fluyera hacia el alma y el espíritu de quienes lo escuchaban.
“En su libro Cien años de cine en Cuba, estamos ante una mirada distinta a la cronológica, vamos a ver la razón por la cual Cuba no dispuso de su cine, luego hizo un gran cine y tiene la perspectiva de seguir haciendo”.
Notas:
[i] Ambrosio Fornet. Rutas críticas, página 297.
[ii] Ambrosio Fornet. Cien años de cine en Cuba, página 62.
[iii] Ambrosio Fornet. Cien años de cine en Cuba, página 137.
Foto de portada: Omara García Mederos.
(Tomado de Cuba en Resumen)