Con la misma pose de criterio definitivo que en vida de Vincent van Gogh tantas veces rechazaron sus cuadros, expertos internacionales afirmaron hace más de siete años en París que «las obras maestras no son inmortales» y para demostrarlo pusieron como ejemplos nada menos que Los girasoles, del pintor neerlandés —algo marchitos, como toda flor al mediodía de su vida—, y El grito, de Edvard Munch, cuyas rubias pinceladas toman desde hace tiempo un aire marfil.
Los peritos —¡vaya mala suerte con los expertos, la del genio atormentado!— «acusaron» a Vincent de elegir, para sus trazos amarillos, pigmentos industriales nuevos en su época que, a la postre, resultaron muy alterables. Su amarillo de cromo, explican, se oscurece bajo los rayos ultravioletas, problema sencillo de resolver a mi juicio, con una capa de ozono en las pupilas que lo admiran.
Munch, quien tampoco tuvo una vida colorida, echó mano, para su «grito» de 1910 —se sabe que pintó cuatro—, a un amarillo de cadmio que derivó igualmente en la fotodegradación. No son los únicos: se dice que el azul esmalte del mismísimo Rembrandt se transforma en gris pardo, y la lista de motines del color no acaba ahí.
Haciendo su trabajo a veces «matapasiones», los especialistas juegan a ser dioses del tiempo: imágenes de computadora permiten ver un cuadro tal y como se pintó, y proyecciones científicas lo «pintan» como se verá, digamos, en unos 50 años. Haciendo el mío, no puedo menos que discrepar.
Bendita esta ciencia que a diario nos salva y que quiere, también, salvar con nosotros el arte que nos legaron, pero a menudo las cosas sublimes tienen otra explicación. Impresiona la seguridad con que otro equipo de analistas, con un astrofísico al frente, estableció el momento —13 de noviembre de 1872, a las 07:35 a.m., y aún les faltan los segundos— en que Claude Monet pintó desde una ventana de hotel del puerto de Le Havre su Impresión, sol naciente, que dio su nombre al movimiento impresionista. Sin embargo, yo lamento que el estudio nos llevara de un tajo esa hermosísima duda de si amanecía… o era ya el atardecer.
El tiempo pesa, y en su peso naufraga cualquier título. El famoso autorretrato de Leonardo Da Vinci, trazado con tinta roja hace medio milenio, se desvanece en un papel que cada vez se vuelve más amarillo. Investigadores italianos y polacos que le aplicaron la técnica de espectroscopia reflectante determinaron que el tránsito de la pieza de un archivo a otro en condiciones disímiles de humedad y temperatura ha terminado por ahuyentar al florentino, que se nos difumina de a poquitos, en acto a la altura de su mejor «esfumatto». ¿No se puede considerar que Leonardo tan solo se despide?
¿No es más lícito pensar, con Oscar Wilde, que es la obra que crece y no el tiempo que mata? Como su Dorian Gray —que, por cierto, llevó las cosas al extremo— todos podemos asumir que tendremos eterna juventud a medida que entendamos que las grandes creaciones tienen vida propia.
Esas grietas minúsculas que se le instalan en pleno rostro a La Gioconda —y por ello ensombrecen su misteriosa sonrisa— son arrugas de abuela, más que heridas al arte, que nos confirman que, al pintar, el maestro plantaba un ser humano.
Tampoco Edvard Munch pudo resistirse a la tentación de otro amarillo, el de cadmio, pero donde ojos elevados ven desliz y deterioro se puede interpretar, mejor, el tránsito alucinante de un cielo en remolino y las estaciones de una angustia profunda como pocas.
Soy un ser muy confiado y hasta ingenuo, un periodista naif, ¿qué voy a hacer? Por eso prefiero creer que en noches frías mengua la luz de la lámpara de Los comedores de patatas de Van Gogh y que su hambriento murmullo baja el tono. Prefiero afirmar que los cinco girasoles que le quedan al mundo —los que están en los campos son meras reproducciones— testimonian la acogida al amigo —Gauguin—, que está por llegar a casa. ¿Tendrá un último día la amistad?
Todo el mundo parece impresionarse de que en 1987, en una subasta londinense, se llegara a pagar 39, 9 millones de dólares por un Jarrón con catorce girasoles, del lúcido desquiciado, pero tal deslumbramiento —que le aumentó la popularidad a estos cuadros aun entre quienes no «entienden» sus valores— no tiene asidero auténtico porque casi 40 millones de papeles verdes, aburridamente verdes, no se pueden equiparar a un amarillo que alcanzó los raros tonos de la eternidad.
El tiempo pesa y su lastre, como Vincent van Gogh, prefiere el amarillo. Sin embargo, yo dudo que las obras maestras tengan muerte y epitafio.
Cuando todavía en apacibles mediodías pueda escucharse en Arlés el disparo con el que el pintor se nos fue por decisión propia, y cuando incluso algunas de sus flores más suyas amenacen con seguirlo, la grandeza no muere: ella seguirá intacta cuando un ser del mañana halle, en el borde inferior de un lienzo desolado, cierto polvo amarillento y entienda que una vez, de manos de Van Gogh, florecieron allí los girasoles.
(Versión del publicado en Juventud Rebelde, el 27 septiembre de 2014).