Para una generación de militantes, memorizar y olvidar era casi una operación simultánea, contradictoria, haciendo cualquier argucia para memorizar y otras para olvidar. Ahora que está de moda nuevamente la neurociencia, dirían que con un lóbulo memorizábamos y con el otro nos olvidábamos. Era cuestión de supervivencia.
Así fue que cuando me dijeron que escribiera anécdotas sobre Rodolfo pensé si me acordaba nombres, fechas o lugares, y que con Lilia intentamos varias veces recordar y fue casi imposible, ni siquiera en qué año había sido.
Retazos de recuerdos
En mi caso, comencé mis primeros pininos en ese peligroso oficio de escribir convocada por Juan Carlos Martelli que era Director de la revista de Diners. Hubiera sido un trabajo placentero, ir a los mejores restaurantes, comer y tomar buen vino y escribir la evaluación del lugar, ya que como sabían a qué íbamos, nos esperaban y atendían con mucho esmero. Pero yo llegaba muy cansada de dar clases en la Facultad, ya era madre de una niña muy chiquita y vivía lejos de la ciudad. El problema empezó cuando quisimos agremiar a los periodistas que estábamos en negro. Conclusión, nos echaron a ambos y cuando me dieron el cheque, la explicación del dueño fue que yo le iba a poner una bomba. Si bien le dije que si pusiera una bomba había gente más importante que él, no hubo caso, estábamos fuera.
Así fue que comenzamos a pergeñar sacar una revista. Mi primer tarea sería hacerle una nota al General Juan Enrique Guglialmelli, a quien yo conocía de niña por provenir de una familia de padre comunista y madre frondicista que ya no estaban. Claro que como estaba dando clases sobre Von Clausewitz, me puse a discutir sobre el tema de la política de fronteras y el General sorprendido me propuso que me fuera a trabajar con él. Como era muy joven y soberbia como diría Bradbury, porque estudiaba filosofía, acepté el desafío de hacerle la secretaría de redacción a la revista Estrategia, otra vez en negro, pero no éramos ni siquiera diez para agremiar. A esa altura tendría 24 años.
Para los compañeros de prensa era un lugar clave el estar al lado del único general díscolo, o negro como decía él, porque sostenía que en Estados Unidos siempre ponían uno para mostrar que no eran racistas. Allí me quedé y llegó Paulo Schilling. Se lo presenté al General y se incorporó también. Nos quedamos a cargo durante un mes cuando Juan Enrique fue a visitar a Tito y su experiencia autogestionaria.
Sin embargo, debía hacer otras tareas militantes. Ante lo cual, empecé a trabajar en Interpress y en la agencia de noticias Sigla. Allí ya se ponía cada día más complejo y peligroso el oficio de escribir y también el oficio de ser profesor universitario. Cuando iba a comenzar a trabajar en el diario Noticias, a la semana lo clausuraron.
La persecución se iba extendiendo y comenzaron a llegar compañeros de Chile y luego del Uruguay. Uno de los uruguayos me enamoró y terminó siendo mi pareja.
Seguí trabajando en Estrategia hasta agosto de 1976 y en esos tiempos asesinaron- cuando venían a la revista- tanto al General chileno Pratts como al General boliviano Torres. A pocas cuadras también asesinaron en un hotel, a los senadores uruguayos Héctor Gutiérrez Ruiz y Zelmar Michelini. El General y Paulo insistían en que debía irme del país. Flavio Tavares me daba pistas sobre México y donde me podía alojar por cinco dólares.
Empezaron, a partir de la muerte de Perón, a llegar cada vez más cerca y desconociendo el Plan Cóndor me iba unos días a Uruguay a ver si llegaban a mi casa o podía seguir allí. Una de esas veces me llamaron para ver si podía recibir a Rodolfo.
Si bien todos los que estábamos en prensa lo admirábamos y reconocíamos como el responsable máximo de lo que debíamos hacer, parecía que nadie se quería hacer cargo. Así fue que una tarde vino Martelli con Rodolfo y otra persona cuyo nombre no recuerdo mirando para todos lados. Después llegó Lilia.
Entró con su radio de onda corta y su máquina de escribir (o de guerra) y rápidamente se sentó en el escritorio a escribir. Le expliqué que por prudencia yo me estaba yendo, pero si eso era lo más seguro que podía encontrar, era bienvenido. Ya era un mito andante para quienes éramos mucho más jóvenes y sabíamos que era él el que conducía la política de prensa.
Retazos del olvido
Cuando volví, tuvimos una larga charla en la cocina. Por primera y única vez, pude hablar con él. “A mí me sacan con las patas para adelante, o no me sacan, porque yo no me voy”, me respondió ante el pedido de que se fuera del país en nombre de los más jóvenes que lo necesitábamos.
Mientras tanto, Lilia me explicaba que no había podido lavar los platos porque se quedaron sin agua o se la cortaron. Tiempo más tarde recordando su preocupación y nos reíamos con ella pensando que hubiera pasado si Rodolfo iba a ver al portero del edificio a reclamarle por el agua.
La larga charla en la cocina nunca la olvidé. Me explicaba lo que los más jóvenes debíamos hacer, la situación que se descomponía día a día y como deberíamos movernos si todavía conservábamos la legalidad para no perderla mientras seguíamos peleándola. No quería que termináramos como patrulla perdida, debíamos seguir junto al pueblo. Nada de vanguardismo.
Muchos años después, en un acto en la ex Esma, ya con Néstor Kirchner en el gobierno, cuando dijeron mi nombre se acercó Lilia y me preguntó si sabía quién era. Para no ser guaranga le dije que sí. Me dijo: “Soy Lilia Walsh. Te acordás que nos asilaste?” Claro, le dije y salimos a fumar. Allí se nos acercó Eduardo Luis Duhalde y Lilia le contó. “Algo habrán hecho ustedes dos”, dijo riéndose.
Entre que yo había olvidado todo lo que podía y Lilia que me dijo que había usado un chal mío blanco todos los días, que la colcha de la cama era divina y que habían tenido la mejor cama con Rodolfo, me conmocioné. “Me hiciste un mimo”, le respondí, sin tener la más remota idea ni del chal ni de la colcha. Al sacarme de allí, un compañero me abrazó para que saliera y me dijo: “quedate con el mimo”, al verme tan perturbada.
Retazos de la memoria
Ayudada por las nuevas tecnologías, descubrí que Rodolfo me llevaba 22 años, como a la mayoría de aquella juventud “maravillosa” que tanto en la universidad como en prensa queríamos cambiar el mundo. Su sabiduría y su tenacidad nos apabullaba. No era un mito, era un militante sin descanso. Nos enseñaba no sólo el peligroso oficio de escribir, sino varias argucias de supervivencia y otras de resguardo y cautela (que él mismo no tuvo) ya que se daba cuenta que la lucha armada se iba a perder, que ya Perón se había muerto, que los que teníamos el oficio y trabajábamos en la concientización y que debíamos seguir a cara descubierta, en la superficie, debíamos cuidarnos cada día más. Que estaríamos como el pueblo mismo, solos para recuperar las fuerzas, el silencio, los medios y la astucia.
Tampoco sé donde lo escribió, pero cuando leí “Un oscuro día de justicia”, ya en México, recordé sus palabras en la cocina y fue el primer homenaje que le hice cuando supe de su asesinato. Por la noche había estado hablando con amigos mexicanos de Rodolfo hasta altas horas y de mi preocupación por su vida. Como si fuera un presentimiento, a la mañana, abrí el diario y aparecía su secuestro. Dejé el aula y me fui a la máquina de escribir, una Olivetti lettera 22 que me pude llevar. Transcribí el último párrafo de su libro y lo publiqué en un sesudo texto de movimiento obrero y acumulación de capital para la Maestría que había comenzado.
Sin modificarlo, el texto que se publicó en la UNAM en 1977 es el que transcribo. Estaba en mi disputa con los científicos sociales para explicar el peronismo a todos los latinoamericanos que venían del marxismo y de los partidos comunistas, y que salvo los amigos cubanos quienes nos entendían y respetaban, no habían llegado a comprender por qué el PC argentino apoyaba a Videla. Yo sentía que todo eso lo había aprendido de Rodolfo. Mientras los marxistas puros me acusaban de anarco-sindicalista o luxemburguista, mi compañero uruguayo, verdadero anarquista, me había acusado de leninista. Seguí estudiando, seguí escribiendo y haciendo ese peligroso oficio toda mi vida. Tampoco sé si Rodolfo hubiera aceptado ser el responsable de mi aprendizaje para dar ese debate, pero de él aprendí que todas esas categorías o epítetos descalificatorios por no ser ni comunista ni anarquista habían surgido de otras luchas de otros pueblos y otras épocas. En nuestro país, el pueblo era peronista y había que estar junto a él, que no era ni leninista, ni anarquista.
Mi única excusa por mi interpretación sería como siempre un pecado de juventud, como si la vejez garantizara alguna supuesta sabiduría.
Así terminaba el texto en 1977:
En Argentina, la lucha de clases después de 1945 se desarrolló fundamentalmente en su carácter antagónico, en la contradicción entre peronismo-anti peronismo.Los supuestos partidos autodenominados obreros han estado ausentes de la movilización de masas y de la lucha política del movimiento obrero argentino.
Así fue que el lugar teóricamente previsto para la estructura partidaria lo ocuparon los sindicatos y fue a través de ellos que el movimiento obrero argentino lo expresó siempre y los diferentes niveles orgánicos de 1os mismos constituyeron también las vanguardias políticas de las luchas obreras. Es a través de ellas que la práctica política de la clase gestó su teoría a nivel orgánico así como su proyecto. Este trascendió las llamadas políticas tradeunionistas, para postular programas revolucionarios independientes de clase, como los programas de La Falda en 1957; Huerta Grande en 1962; el Plan de Lucha de la CGR en 1963, y el de la CGT de los argentinos en 1968.
Es estéril práctica y teóricamente, plantearse el problema del fracaso del movimiento obrero argentino en la lucha revolucionaria, a partir de la ausencia de un místico partido que debería aparecer como si fuera un pretérito imperfecto. Un planteo semejante se adecua más a una teleología metafísica que al análisis concreto de la lucha política de la clase obrera, de sus niveles de organización y de sus objetivos estratégicos y tácticos.
Fue el movimiento obrero identificado con el peronismo el que jaqueó al régimen impidiendo que se estabilizara. Por otra parte, el peronismo fue el más alto nivel de conciencia al que llegó la clase obrera en su conjunto.
Pero el peronismo en tanto tal, en tanto movimiento de masas, en tanto ideología del movimiento obrero, supera las estructuras orgánicas que pretenden nuclearlo. Es por eso también, que se mantuvo casi inalterado el liderazgo personal de Perón frente a la dispersión teórica del movimiento.
La estructura partidaria del movimiento, el Partido Justicialista, fue uno de sus frentes, su organización legal, pero en tanto fuerza revolucionaria tuvo que aprovechar y combinar todas las formas de lucha y organización, no sólo de las organizaciones partidistas, sino también de las político-militares, gremiales y otras que la clase asumió para la resistencia y la lucha. Por eso es que la disyuntiva llegó a ser política de cuadros o política de masas.
Sin embargo, a pesar de que fueron las fuerzas revolucionarias que conquistaron el regreso de Perón, el peronismo como movimiento revolucionario no logró la organización acorde a su nivel de lucha.
Gestó su teoría combinada con la acción, mezclada con sus reivindicaciones inmediatas y sus objetivos políticos de liberación. Las experiencias se acumularon como bagaje teórico, como experiencia generalizada. Se generaron teorías y métodos de lucha diversos, pero faltó la organización de masas que hiciera posible su perpetuación.
Las distintas organizaciones que se dio la clase obrera en sus luchas y que jaquearon al régimen, fueron sindicales, partidistas, político-militares, frentistas de acuerdo a los obstáculos que la clase dominante le opuso en las diferentes etapas. Nuevamente con el fallecimiento de Perón y el gobierno que le sucedió, se impuso un nuevo Estado de excepción en la Argentina. El aparato represivo del Estado suple la debilidad de los partidos anacrónicos, ideológica y funcionalmente de la burguesía. Las fuerzas armadas se constituyeron en el partido permanente de la misma. El potencial armado es la única posibilidad de la burguesía de mantener su dominio. Por otra parte, la clase trabajador argentina quedó frustrada en su organización.
Murió su líder, combatió en todos los frentes y esta lucha cristalizó con proyectos de clase a nivel orgánico. Sus niveles de organización sindical constituyen su memoria de clase y como experiencia cristalizada será la que haga que en cada etapa de lucha se dé a un nivel más alto. Rodolfo Walsh describe metafóricamente conjugada la frustración y la esperanza de la clase obrera:
“Allí acabó la felicidad, tan buena mientras duraba, tan parecida al pan, al vino y al amor. Recuperado Gielty sacudió al saludante Malcolm con un abrazo al hígado, y mientras Malcolm se doblaba tras una mueca de sorpresa y de dolor, el pueblo aprendió; y mientras Gielty lo arrastraba en la punta de sus puños como en los cuernos de un toro, el pueblo aprendió que estaba solo; y cuando los puñetazos que sonaban en la tarde abrieron una llaga incurable en la memoria, el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza mientras un último golpe lanzaba al querido Malcolm del otro lado de la cerca, donde permaneció insensible y un héroe en la mitad del camino”.
Me acordé que esa frase la había escuchado en mi cocina. No pude hacer una colcha con tres retazos como la que cobijó a Rodolfo y Lilia esos días en mi casa. Pero no podía no estar en este homenaje colectivo de sus compañeros y menos aún cuando todo parece que se desbarranca y tendrá nuevamente que ser el pueblo peronista, que otra vez se quedó solo, quien deberá sacar de su entraña la astucia, los medios, el silencio y la fuerza para volver a batallar por una patria justa, libre y soberana. Siempre seremos necios y seguiremos batallando para que en un oscuro día de justicia transforme a nuestra Patria Grande en la Patria de la Justicia como nos dijo Pedro Henríquez Ureña.