Abril es para los cubanos un nombre de victoria: Girón. Fue allí donde el imperialismo yanqui recibió la primera gran derrota en América Latina. La Ciénaga tiene historias espléndidas de gentes sencillas, pero quizás la de Nemesia Rodríguez Montano sea la más conocida.
Esa mujer pequeña que avanza hacia mí es –en evocaciones de preuniversitarios en escuela al campo, cantos y recitaciones-, el poema escrito en mi vieja maleta de madera sin pintar. Bien lo sé ahora que, por fin después de muchos, muchos años de agazapadas vivencias, le inserto ojos, boca, pelo, tamaño a su figura y deja de ser solo un nombre, solo una leyenda de días de epopeya.
Viene rápido, tratando de cazar alguna sombra fugaz en la restallante carretera de Soplillar, en esta hora de sol bochornoso en la que añoramos el cobijo del hogar.
Aquí está con su abrazo y su beso, con el gesto amigo para desandar la ruta y sentarnos en los taburetes del portalón de su casita a tomar una honda taza de café. Quiero escucharle su personal tragedia del 17 de abril de 1961 y la entrada de mercenarios por Girón. Quiero hurgar en los recuerdos de la muchacha de los zapatos blancos antológicos del Indio Naborí.
¿Quién es Nemesia Rodríguez Montano? Se me anticipa como un ser sencillo, capaz de transmitir alegrías, dolores, recuerdos, amnesias, derrotas y victorias con el mismo hilo conductor de esperanzas. Intento, entonces, el juego de palabras y asociaciones.
-Revolución.
La carretera.
Y me deja en dudas esta respuesta inmediata y breve. Solo después de un por qué le escucho entroncar a ese camino rectilíneo la vida de las gentes de Soplillar y de toda la Ciénaga de Zapata.
“Después que la echaron vino para los cienagueros el contacto con los cubanos y con el resto del mundo. Es como si, a partir de ella, nos incorporáramos a la civilización, y por ahí llegaran los maestros, las escuelas, hospitales, médicos, las tiendas, la prensa, el cine…, la vida, y dejara de ser el carbón sustento y martirio”.
Entonces, recuerda al hermano muerto por un ataque de asma y la tristeza señoreando el bohío, justo frente a la línea de ferrocarril: “Todos hacíamos carbón y así lográbamos salvar las doce bocas de la familia”.
-Colores.
El rojo y el amarillo, los colores del camión de mi padre, con unas letras claras y grandes que decían INRA. En él murió mamá cuando el ataque, y también hirieron a mis dos hermanos y a mi abuela paterna, quien terminó inválida.
-Niñez.
Bueno, eso es un reguero de tomeguines y árboles. Me acuerdo de mí como una pequeña enfermiza a la que había que cuidar y por ella sacrificar unos centavos que se iban en tenis baratos y zapatos malos.
-Noche.
Precisa un silencio. Se acomoda en el taburete, entrelaza las manos y frunce el ceño, como para dar tiempo a hilvanar las asociaciones: “Sí, ya está. Lo que más recuerdo del triunfo de la Revolución es las caras de las gentes, por lo contentas. También la noche, porque ese mismo día se hizo una fiesta muy grande y se mató un puerco para celebrar.
-Zapatos.
Los que mamá me compró cuando echaron la carretera. Antes, yo se los pedía cada Nochebuena, pero ella me decía que aquí en la Ciénaga los zapatos blancos no caminaban de tanto polvo en días secos o de mucho lodazal en tiempos de lluvia, ¡una desgracia! Hasta 1961 no los tuve y fue lo primero hermoso que llegó a mis manos.
-Escuela.
La que tengo que empezar, que yo con solo el noveno grado no me quedo.
-Trabajo.
El mío, la misma tienda donde en 1961 mamá me compró los zapatos.
-Ciénaga de Zapata.
La vida misma.
Hace mutis. Los rigores del sol van cediendo y empieza a soplar un poco de aire, apaciguador del jején y su persecución obstinada. Nemesia retoma la palabra y dice que de la Ciénaga no quisiera irse nunca porque es parte de ella y le gusta esta vida tranquila, el silencio de las casas, el “hablar” de los animales por las noches, asar un puerco en familia y cantar unas sentidas décimas, aunque los jóvenes dejen a los viejos para irse a oír otras músicas: “Nada, creo que son guajiradas mías”, termina con la satisfacción de quien está atada a su terruño.
-Hijos.
Nerys, mi futura ingeniera forestal, que para quedarse en la Ciénaga y ayudarla a desarrollar estudia esa carrera. Ella recita la poesía del Indio Naborí en todas partes y hasta fue a la Unión Soviética y Mongolia y allá también le pidieron que contara la historia. Y está Felipito, el pequeño pelotero, será médico, ¿sabe?, para quedarse en Soplillar con los suyos.
-Futuro.
Estoy tan segura de él que no me asombra el nacer de cosas nuevas cada día.
Esta es Nemesia, la que se atrevió en la Ciénaga a soñar con zapatos blancos, la que la invasión mercenaria a Playa Girón dejó huérfana, la que se refugió en amnesias y después sobrevivió a todo dolor. Es Nemesia, la de la Elegía de los zapaticos blancos, el inmenso y épico poema del Indio Naborí.
Nota: Esta entrevista se publicó en el periódico Granma en abril de 1990. Por su valor testimonial, se agrega la carta que el Indio Naborí envió a la reportera y también la Elegía a los zapaticos blancos.
Ciudad de La Habana,
19 de abril de 1990,
«Año 32 de la Revolución»
Cra. Iraida Calzadilla,
Periódico Granma,
Plaza de la Revolución.
Distinguida compañera:
Dijo Martí que «un grano de poesía sazona un siglo». Algo más que un grano de emoción poética hay en tu brillante crónica sobre Nemesia Rodríguez en la Ciénaga de Zapata. En ella rebasas las fronteras del periodismo cotidiano y alcanzas los campos de la prosa lírica, uniendo la calidez de lo autobiográfico a la objetividad de los hechos que narras, entretejiendo los tiempos.
Gracias por las alusiones que haces a mi sencillo poema «La elegía de los zapaticos blancos». Ahora Nemesia no sólo estará en unos versos. Vivirá también en una crónica admirable.
Con el afecto y el cariño de
Jesús Orta Ruiz
-Indio Naborí-.
ELEGÍA A LOS ZAPATICOS BLANCOS
Vengo de allá, de la Ciénaga,
del redimido pantano.
Traigo un manojo de anécdotas
profundas, que se me entraron
por el tronco de la sangre
hasta la raíz del llanto.
Oídme la historia triste
de unos zapaticos blancos…
Nemesia –flor carbonera-
creció con los pies descalzos.
¡Hasta las piedras rompía
con la piedra de sus callos!
Pero siempre tuvo el sueño
de unos zapaticos blancos.
Ya los creía imposibles,
los veía tan lejanos
como aquel lucero azul
que en el crepúsculo vago
abría su flor celeste
sobre el dolor del pantano.
Un día llegó a la Ciénaga
algo nuevo, inesperado:
algo que llevó la luz
a los viejos bosques náufragos.
Era la Revolución,
era el sol de Fidel Castro.
Era el camino triunfante
sobre un infierno de fango.
Eran las cooperativas
del carbón y del pescado.
Un asombro de monedas
en las carboneras manos,
en las manos pescadoras,
en todas, todas las manos.
Alba de letras y números
sobre el carbón despuntando.
Una mañana… ¡qué gloria!
Nemesia salió cantando.
Llevaba en sus pies el triunfo
de sus zapaticos blancos.
Era la blanca derrota
de un pretérito descalzo.
¡Qué linda estaba el domingo
Nemesia con sus zapatos!
Pero el lunes despertó
bajo cien truenos de espanto.
Sobre su casa guajira
volaban furiosos pájaros.
Eran los aviones yanquis,
eran buitres mercenarios.
Nemesia vio caer muerta
a su madre; vio sangrando
a sus hermanitos; vio
un huracán de disparos
agujereando los lirios
de sus zapaticos blancos.
Gritaba trágicamente:
¡Malditos los mercenarios!
¡Ay, mis hermanos! ¡Ay, madre!
¡Ay, mis zapaticos blancos!
Acaso el monstruo se dijo:
“Si las madres están dando
hijos nobles y valientes,
¡que mueran bajo el espanto
de mis bombas! ¡Quién ha visto
carboneros con zapatos!”
Pero Nemesia no llora:
sabe que los milicianos
rompieron a los traidores
que a su madre asesinaron.
Sabe que nada en el mundo
-ni yanquis ni mercenarios-
apagarán en nuestra Patria
este sol que está brillando,
para que todas las niñas
¡tengan zapaticos blancos!
Jesús Orta Ruiz,
El Indio Naborí
19 de abril de 1961
Foto de portada: Con Fidel y Raúl durante la Clausura del VI Congreso del PCC, en 2011 (Foto: Ismael Francisco)