Un dibujo estremeció al general Leonardo Wood, jefe del gobierno interventor norteamericano. El 5 de abril de 1901 —Viernes Santo, por añadidura— una caricatura de Jesús Castellanos que apareció en el periódico La Discusión, dirigido por Manuel María Coronado, puso fuera de sí al militar que, hasta ese momento, había aguantado calladito la andanada satírica de los dibujantes cubanos. La anécdota, con pelos y señales, la cuenta Juan David en su libro La caricatura: tiempos y hombres, publicado por Ediciones La Memoria, del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, en 2002.
Refiere el genial dibujante, devenido historiador, que hasta ese momento Wood se había valido de otras personas para querellarse contra los caricaturistas que lo criticaban. Así sucedió cuando, también en La Discusión, Ricardo de la Torriente puso en evidencia en una caricatura, los sucios manejos del gobernador en obras del servicio público, y Wood, sin sacar la cara, encomendó al ingeniero y contratista norteamericano Michel J. Dady que interpusiera una demanda contra el periódico por las injurias contenidas, en su opinión, en el dibujo.
La Discusión, entonces, respondió con ironía al expresar su asombro por la presencia del contratista como querellante, “ya que la caricatura presentaba un grupo de individuos, ninguno de los cuales es míster Dady”. Y enseguida se tiraba a fondo, con estocada certera: “En caso de parecerse a algún funcionario de la actual administración, más bien se asemeja a míster Wood”.
Porque ese míster Wood, recuerda David, que llegó a Cuba a enseñar preceptos moralistas y reglas de bien gobernar, tan pronto se hizo cargo de la maquinaria interventora, conchabado con alcahuetes de por aquí y de allá, se metió en negocios abundantes, lucrativos y nada limpios: compra de sábanas para los hospitales militares a 700 pesos cada una, instalación de establos y pesebres al costo de cientos de miles, tres millones y más, supuestamente gastados en picos, palas y azadones destinados a una anunciada pavimentación de las calles habaneras que nunca se realizó del todo.
A él le tocó la misión de imponer la Enmienda Platt a los convencionales que redactaron la Constitución de 1901. En virtud de ese documento, aprobado por el Congreso de Estados Unidos y que se colgó como un apéndice al cuerpo de la ley fundamental cubana, Washington exigía a Cuba parte de su territorio para establecer estaciones navales y se arrogaba el derecho de intervenir en los asuntos internos de la isla cuando lo estimase oportuno. No hubo alternativa. Se aceptaba la Enmienda, y con ella la tutela de Estados Unidos, o no habría República porque continuaría la intervención militar.
A cara descubierta
Escribe Raúl Roa que la intervención norteamericana, en 1898, en la guerra de Cuba contra España mixtificó su naturaleza y torció su rumbo ya que el desenlace excluyó parejamente la independencia y la revolución. Los cubanos acogieron con júbilo el fin de la contienda bélica, pero pronto advirtieron que Estados Unidos se aprestaba a consumar el relevo colonialista en la isla, y la protesta popular erizó la calle.
La prensa, en mayor o menor medida, va a reflejar la nueva realidad. Mientras un periódico como La Caricatura se mantiene inexplicablemente al margen de los acontecimientos, y El Nuevo País, de tendencia autonomista, no sabe cómo orientarse en la nueva situación; el Diario de la Marina alienta el revanchismo de los comerciantes y almacenistas españoles y clama por la incorporación de Cuba a Estados Unidos, en tanto que La Lucha y La Discusión exaltan la rebeldía popular.
Un diario como El Anexionista, sin embargo, muere al nacer. Los voceadores, al grito de ¡Viva Cuba Libre!, quemaron en pira pública los tres mil ejemplares que les regaló su propietario a fin de promover la venta de la proyectada publicación.
Dice David que con el mismo entusiasmo que pusieron en la pira vindicativa, los vendedores anunciaban las ediciones de La Lucha y La Discusión, diarios que gozaban además del prestigio ganado en la guerra libertadora al mantener una línea editorial, si no decididamente mambisa, bastante parecida.
De La Lucha era redactor Juan Gualberto Gómez, batallador inclaudicable contra la presencia norteamericana en la isla. La Discusión se proclamaba “diario cubano para el pueblo cubano”, y supo siempre colar en sus páginas la prédica rebelde. Por eso el gobierno colonial, muchas veces, secuestró sus ediciones y fue clausurado por el sanguinario capitán general Valeriano Weyler.
“En esas dos publicaciones, la caricatura, después de medio siglo al servicio del más rancio colonialismo, comenzó una nueva vida: fue por primera vez cubana a cara descubierta y, sin percatarse de ello, antiimperialista. Daba un viraje en cuanto a contenido ideológico, no así en la forma de expresarlo…”, asevera David en La caricatura: tiempos y hombres. Y fue en La Discusión, como ya se dijo, donde apareció el dibujo que estremeció al general Wood.
El calvario
La caricatura en cuestión, obra de Jesús Castellanos, se titula “El calvario cubano” y actualiza la escena bíblica de la crucifixión. El pueblo aparecía como Cristo, clavado en la cruz, y lo flanqueaban dos ladrones, personificados en este caso por Wood y el presidente Mc Kinley. El senador Platt, con atuendo de centurión romano y lanza en ristre, hacía llegar a los labios del supliciado inerte una esponja empapada con el vinagre de la Enmienda. La virgen María, símbolo en este caso de la opinión publica, contemplaba el dibujo. Se preguntaba: ¿No nos deparará el destino nuestro Sábado de Gloria?
Esta vez Wood se decidió a actuar sin intermediarios. Ordenó la prisión inmediata de Coronado y de Castellanos y la clausura del periódico. Poco después, el fiscal de la Audiencia de La Habana presentaba ante el juez de guardia una denuncia por injuria contra ambos periodistas.
Apunta Juan David en su libro: “La noticia cundió rápida por la ciudad, provocó alteración de pulsos y demoras digestivas entre los criollos ansiosos de sacrificarse por la patria. No se les escapaba que, en vísperas de quedar sellado el amarre plattista, ocurrencias como aquella, podían alejar el ansiado momento de entrarle al turrón, como entonces se llamaba el usufructo de las bienandanzas del poder”.
Se imponía una solución potable, y mientras algunos personajes trataban de apaciguar al embravecido interventor, Coronado justificaba ante el juez de instrucción las razones del dibujo y refutaba los cargos cuando de manera habilidosa y zumbona alegaba:
“La caricatura, eminentemente política, solo se refiere a la triste situación del país cubano, agriado por la virtud de la Enmienda Platt y solo como complemento artístico del dibujo, ya que el pasaje bíblico al que alude presenta un número igual de personas… impuso al dibujante la necesidad de escoger dos figuras que completaran el cuadro, que también resultaban en situación difícil y, al igual que el pueblo cubano, sacrificadas en sus aspiraciones por efecto de la Enmienda Platt”.
Poco logró Coronado con sus palabras. El juez lo procesó, junto a Castellanos, con exclusión de fianza.
A esas alturas Wood, ablandado por lo generales independentistas José Miguel Gómez y Domingo Méndez Capote, se mostraba más abierto y comprensivo. Hizo que Coronado fuera sacado de su celda y lo condujeran a su presencia. Le echó en cara que lo identificara con un ladrón y tildó la caricatura como acto grave contra la política cubana y las buenas relaciones con Washington. Coronado repitió la versión que diera al juez de instrucción y el gobernador le preguntó si estaba dispuesto a ponerla por escrito. La respuesta fue afirmativa y Wood ordenó entonces la reapertura de La Discusión y la libertad bajo fianza de los inculpados.
Los protagonistas
Jesús Castellanos nació en La Habana en 1879. Narrador, ensayista y dibujante, fue en La Discusión donde, en 1901, dio a conocer sus primeros artículos y trabajó además como caricaturista. Hizo estudios de pintura en la Academia de San Alejandro y los prosiguió en la Academia de San Carlos, en México. Doctor en Derecho Civil fue, primero, abogado de oficio y luego fiscal de la Audiencia de La Habana. Colaboró en numerosas publicaciones, entre ellas, El Fígaro, Letras y Cuba y América. Con Max Henríquez Ureña fundó la Sociedad de Fomento del Teatro y, en 1910, la Sociedad de Conferencias. En esa misma fecha fue el presidente fundador de la Academia Nacional de Artes y Letras. Fue un conferencista notable. Falleció en 1912, en su ciudad natal.
Publicó, entre otros títulos, Cabezas de estudio (Siluetas políticas). La novela La manigua sentimental y el libro de cuentos Los argonautas. Su obra más conocida es la novela La conjura.
Manuel María Coronado nació en La Habana, en 1860. Tomó parte en la Guerra Chiquita y ejerció la abogacía de 1882 a 1894. Al año siguiente adquirió La Discusión que seria clausurado por Weyler en 1896. Salió al exilio, y en 1897, en una expedición, regresó a Cuba a fin de incorporarse al Ejército Libertador. Reanudó la publicación de su periódico tras el cese de la soberanía española. Fundador del Partido Conservador, fue Senador de la República por la provincia de Oriente, y al fallecer en 1920 ocupaba la vicepresidencia del Senado.
El buen bombero
El día 8 el periódico estaba de nuevo en la calle, y Coronado, para que nadie pensara que le habían “metido el pie” y enarbolaba bandera blanca, se empeñó en dejar las cosas claras y en el editorial trazó un siniestro paralelo.
Lo tituló Dos fechas y escribió: “Suspendido por Weyler el 26 de octubre de 1896. Suspendido por Wood el 6 de abril de 1901”. Con acritud estaban redactados los comentarios y las noticias que daban cuenta del incidente y que llenaban casi todo el periódico, salvo los espacios que en sus páginas se dedicaban al “agradable e higiénico” ron Negrita, y a las píldoras rosadas del Dr. Ross, “ideales para los hombres pálidos”. La caricatura de ese día, sin embargo, se mantuvo al pairo, sin meterse con nadie. Pero al día siguiente volvía a emprenderla con el gobernador al que hacía aparecer con un casco de bombero.
Y es que Wood como general, decían los cubanos de entonces, era un buen bombero.
(Ilustración de Isis de Lázaro).