Existen diferentes tipos de libros. Se trata de una diversidad retratada por las esencias autorales que logran educar el paladar literario del lector asiduo y fundar una gama de sabores y olores que distingan, a pesar del tiempo y demás letras, a un volumen de otro.
Trazos venezolanos, del periodista Enrique Milanés León, es un libro guía que no debe faltar en la maleta de cualquier persona dispuesta a recorrer la “Tierra de gracia”, como bautizó a Venezuela, Cristóbal Colón a su llegada al delta del Orinoco.
Dice Luis Sexto en el prólogo del libro publicado por la editorial Pablo de la Torriente Brau, que el cronista “regatea las palabras cuando conversa” y de ese aparente defecto nace “su virtud fundamental en el ejercicio del periodismo: callar para ver y oír mejor”. Y es cierto. Milanés desanda los parajes del “borde meridional del Caribe”, hace flashes reticulares a cada detalle, hurga en la cotidianidad venezolana y en 47 actos de creación devuelve a la tierra contada.
Sus textos, enviados a Juventud Rebelde durante 2018 cuando cumplió misión de cobertura internacional, son la sugestiva muestra de un periodismo carnal, hecho sobre el terreno, con los decires y sentires de los venezolanos, con las estirpes de Guaicaipuro, de Hatuey y de “una galería de héroes indígenas mucho mayor” porque Venezuela-como escribió Milanés el 16 de octubre de 2018- “sabe que esa es la única raza a celebrar: la del color arcoíris del valiente, la que no lleva un pelo de sumisa y no porta el gen de la rendición”.
Los trazos de Enrique consiguen pliegues armónicos por los que se desliza el recuerdo a Bolívar, con historias de sus batallas y sus amores y la casi constante mención a Chávez, “el titán de Sabaneta, el hombre que peleaba a la brava en la ONU y no creía ni en diablos ni en imperios, el que se conmovía al andar por los barrios pobres”.
El acierto de Trazos venezolanos-zanja Sexto- “no consiste en escribir lindamente, sino en escribir como si se golpearan las teclas del ordenador con la maza que desbroza el lugar común y debajo halla la veta de un nuevo significado” que escapa, en todo momento, a la rigidez de la vapuleada objetividad reporteril y descifra hasta el clima de un país mirando los picos que circundan a Caracas o contando, gracias a la sabiduría de los pueblos indígenas que siempre procura indagar, la belleza de un “fenómeno mágico” como el relámpago de Catatumbo, ese chorro de luz que ilumina las noches de Zulia.
Cada crónica aporta sentido al itinerario trazado por el reportero para describir a la nación sudamericana al tiempo que la descubre en sus carreteras cargadas de capillitas, en el liqui liqui blanco de Simón Díaz, el más aclamado exponente de la tonada venezolana, en las arepas Perico y en los cerros abiertos como “gigantescos trasatlánticos encallados al borde de las lomas”.
La narración enhebra su hilo en la crónica que encabeza el volumen y cierra, igual de vivaz, descubriendo al corresponsal, que “busca entre las fechas sus fechas, para recordar a los grandes que partieron”, que “va de misión en misión” para mostrar al mundo los contornos de su tierra y que, al llegar a casa, luego de tantas distancias, solo vuelve a enseñar el pedazo de Isla que llevó a cuestas como amuleto para contar las interioridades fermentadas de un país hermano.
Excelente libro, escrito con una prosa sanamente envidiable; una prosa que trae buena marea y se desgrana, como torrente, desde la primera cascada hasta la última; desde el Orinoco hasta el Amazonas, o viceversa. Gracias a Milanés, por regalarnos una obra y el buen periodismo que siempre has cultivado. Gracias.