Evidencias y testimonios de que José Martí fue un trabajador incansable retratan una existencia en que el tiempo no parece haber tenido límites. Una fecha, entre otras, mueve a recodar la concentración de esa realidad: el 25 de marzo, particularmente en 1889 y, sobre todo, en 1895, año final de su trayectoria.
En el primero de esos 25 de marzo circuló en The Evening Post neoyorquino su enérgica respuesta a insultos anticubanos aparecidos en la prensa estadounidense: el 21 de ese mes, “Una opinión proteccionista sobre la anexión de Cuba”, en ese periódico, y antes, el 16, “¿Queremos a Cuba?”, en The Manufacturer, de Filadelfia,
Martí se encargó de reunir en español su respuesta, “Vindicación de Cuba”, y aquellos dos artículos —traducciones presumiblemente suyas las tres— en Cuba y los Estados Unidos, folleto publicado al mes siguiente. Fue una de las veces en que denunció, erguido en la dignidad de Cuba, el menosprecio de su pueblo, como de nuestra América en general, por parte de la entonces emergente potencia imperialista.
El 25 de marzo de 1895, en Montecristi, se mostró con especial intensidad el Martí incansable, a quien no aplastaba obstáculo alguno, como el que entonces le impidió trasladarse con Máximo Gómez y otros expedicionarios a Cuba. Ante la adversidad, intensificó el empleo del tiempo en cumplir el deber, hecho gustoso en él. En una de las cartas de ese día —que, como las demás, se citarán por su Epistolario (1993)— sostuvo: “Ahora hay que dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio”.
De esa fecha son también las dirigidas al médico cubano Ulpiano Dellundé —residía en Cabo Haitiano, donde apoyó a Martí en su labor patriótica—, al brigadier mambí Rafael Rodríguez Agüero y a las hermanas María y Carmen Mantilla Miyares, así como a Gonzalo de Guesada Aróstegui y Benjamín Guerra, quienes lo auxiliaban en Nueva York en tareas del Partido Revolucionario Cubano.
El primero era su secretario personal; el segundo, Tesorero de esa organización, uno de los dos cargos anualmente sometidos a elecciones en su funcional y nada burocrática dirección. Para el otro cargo, Delegado, fue electo Martí año tras año desde la constitución del Partido en 1892 hasta su caída en combate el 19 de mayo de 1895.
A esas cartas sumó la ya citada, que destinó a su amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal, y la que remitió a la madre, Leonor Pérez Cabrera. La primera ha merecido que se le vea carácter de testamento político, en lo que ocupa lugar cimero la que empezó a escribirle a su amigo y confidente mexicano Manuel Mercado el 18 de mayo y la muerte le impidió terminar.
El mismo 25 de marzo de 1895 fechó Martí el manuscrito de la comunicación Al Partido Revolucionario Cubano. Se conocería como Manifiesto de Montecristi, por el sitio dominicano donde fue escrito, y cuyo topónimo —Monte Cristi— terminaría modificado, no solo en la tradición cubana, por el modo como lo escribía Martí.
Su resolución de llegar a Cuba y ocupar su lugar en la guerra —que había empezado el 24 de febrero por la orden de alzamiento que él había escrito el 29 de enero en acuerdo con representantes de la autoridad mambisa que operaba desde la Guerra del 68— enfrentaba intenciones de quienes entendían que debía permanecer en el exterior. Vale estimarlas heterogéneas, y su elucidación desbordaría el propósito del presente artículo, pero no es necesario hacerlo para afirmar que él, quien tanto y tan decisivamente había contribuido a preparar la contienda, sabía que su presencia en ella era necesaria.
A las palabras que dirigió a Henríquez y Carvajal y ya se han visto, añadió: “hay que hacer viable, e inexpugnable, la guerra; si ella me manda, conforme a mi deseo único, quedarme, me quedo en ella; si me manda, clavándome el alma, irme lejos de los que mueren como yo sabría morir, también tendré ese valor”.
Tal dilema debía dirimirse en lo que para él —así la llamó en carta del 30 de abril a Quesada y Guerra— sería “la Asamblea de Delegados de todo el pueblo cubano visible, para elegir el gobierno adecuado a las condiciones nacientes y expansivas de la revolución”, y a la que se encaminaba en vísperas de su muerte. Se piensa en ello al leer la carta que en el campamento de Dos Ríos le escribió a Mercado, en la cual testimonió que marchaba hacia dicha Asamblea: “Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad. Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí, o a otros”.
Era una misión que él, como le escribió al propio Mercado en carta de noviembre de 1884, había preparado “como una obra de arte”. La “sincera democracia” que dejó fijada en las Bases del Partido como expresión esencial de su afán por fundar en Cuba “un pueblo nuevo”, no podía autorizarlo a desentenderse de la gesta sin haber hecho cuanto fuera posible para asegurar su mejor realización y, sobre todo, la calidad de la victoria y de la república que se debía constituir tras ella.
De ahí que le escribiera a Henríquez y Carvajal: “Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar”. Pudo haber escrito: “Yo preparé la guerra” —la guerra de Martí, llegó a decir Gómez en reconocimiento de su labor—, y a ella se entregó con su misional sentido de responsabilidad: “Para mí la patria, no será nunca triunfo, sino agonía y deber”. Si añadió: “Ya arde la sangre”, fue por su deseo de entrar en combate.
Con el fin de hacerlo acudiría a cuanto argumento digno pudiera, y el 9 de marzo el conocido periódico dominicano Listín Diario le ofreció uno, al reproducir la noticia de The New York Herald según la cual ya él y Gómez se encontraban en Cuba. Con ese asidero convenció a Gómez de que la llegada de ambos, juntos, a tierra cubana era políticamente necesaria.
Es falsa la suposición, no cancelada del todo aún, de que Martí veía en la guerra un escape suicida. Eso habría sido una irresponsabilidad impensable en él. Por muy modesto que quisiera ser, y fuera, no podía ignorar la importancia de su persona en la guerra y, en general, para los destinos de Cuba. Estaba por delante un hecho medular: la significación de la independencia cubana en el concierto de los pueblos de nuestra América y contra los planes expansionistas de los Estados Unidos.
A ello se refería, sin soberbia ni vanidad, cuando le escribió a Henríquez y Carvajal: “Yo alzaré el mundo”, a lo cual agregó: “Pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado. Para mí, ya es hora”. Nada de afán suicida, sino disposición a morir dignamente cuando no hubiera más alternativa honorable. Por ello le dice al amigo dominicano inmediatamente después de lo que acaba de citarse: “Pero aún puedo servir a este único corazón de nuestras repúblicas”.
Entonces expresa la preocupación que hacía años lo atenazaba: “Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo”. Son ideas cuyo alcance se valora especialmente ante la realidad de hoy, y el “Para mí ya es hora” de la carta lo ilumina lo que el 18 de mayo le confesó a Mercado: “Ya puedo escribir […]; ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber—puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo—de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”.
Que tal era el propósito de cuanto había hecho y haría, no su antimperialismo —que había hecho público en términos similares a los de su carta a Henríquez y Carvajal—, explica algo que sostuvo en la dirigida a Mercado: “En silencio ha tenido que ser, y como indirectamente, porque hay cosas que para logradas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin”.
Esas preocupaciones alientan en el Manifiesto de Montecristi, primer programa público de la gesta independentista que ya ardía en Cuba. Ese documento recoge reclamos básicos de la lucha concebida por el autor, como que esta no era contra el español amante de la libertad, sino contra el sistema que también oprimía a España. Mención particular requiere la insistencia en condenar las manipulaciones del tema llamado racial, del que han sacado provecho los opresores.
Espíguese, por abarcadora y de especial valor para lo que estaba por venir, una idea brújula que apunta al desequilibrio mundial que el voraz vecino del Norte buscaba en pos de lograr hegemonía en el planeta: “Honra y conmueve pensar que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo”.
“En el fiel de América están las Antillas”, había afirmado en “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, artículo que publicó en el periódico Patria el 17 de abril de 1894. Allí señaló con precisión meridiana el papel que en sus planes le reservaban a esta porción de nuestra América los Estados Unidos, y los términos del artículo se reiteran, o se refuerzan, en la carta a Henríquez y Carvajal.
El gran desafío se agravaba por las contradicciones internas de un país necesitado de independizarse y donde no todas las fuerzas estaban por cumplir los ideales de una república moral basada en el culto “a la dignidad plena” de los seres humanos, y en la aspiración de que funcionara “con todos, y para el bien de todos”. Esos fueron ideales plasmados por Martí en su discurso del 26 de noviembre de 1891, punteado de principio a fin por la denuncia de las actitudes y las tendencias de aquellos a quienes él no excluía de la obra de todos, pero se autoexcluían de ella.
A la luz de esas preocupaciones deben leerse las cartas —no solo esas, pero ellas están en el centro del presente artículo— que escribió en aquel 25 de marzo a colaboradores suyos en la lucha, a quienes trasmitía ánimo e instrucciones, y les hacía encargos. Al médico Dellundé le pidió que le diera auxilio y alojamiento —“donde no llame de ningún modo la atención”— al portador de la carta, Camilo Borrero, a quien define como un “buen cubano” en el que Dellundé “no hallará […] dificultad”. Borrero haría un viaje de ida y vuelta entre Montecristi y Haití en busca de “comunicaciones de Cuba, que, según se nos anuncia por aviso de ayer, deben llegar ahí en estos días, y nos son inmediatamente necesarias”, además de requerir “el mayor sigilo”.
Martí, que se aprestaba a llegar a Cuba para incorporarse a la guerra, en su paso por tierras antillanas, como Montecristi, se sentiría —y así le dice al amigo dominicano— “en el pórtico de un gran deber”. Es una idea reiterada en otras cartas del 25 de marzo, que también tienen el tono de las despedidas. En la primera de las dos que remitió con esa fecha a Quesada y Guerra dice escuetamente: “Partimos”, y en la que escribe a las hermanas Mantilla Miyares declara: “Salgo de pronto a un largo viaje, sin pluma ni tinta, ni modo de escribir en mucho tiempo”.
Aparte citaremos cómo lo dice en la carta que de modo natural resulta ser la más conmovedora: la dirigida a la madre. A ella, que tenía derecho a quejarse de la ausencia del hijo, y sufría por los sacrificios que él abrazaba, le expresa después de llamarla “Madre mía”: “Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en Vd. Yo sin cesar pienso en Vd.”
A esa madre sufrida, el 15 de mayo del año anterior le había escrito: “¿Y de quién aprendí yo mi entereza y mi rebeldía, o de quién pude heredarlas, sino de mi padre y de mi madre?”, y en la cata de despedida le dirá: “Vd. se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Vd. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre”.
Acaso más para darle satisfacción que porque él previera esa posibilidad, le habla del orgullo que sentiría cuando pudiera cuidarla “con mimo y con orgullo”. También le pide: “Abrace a mis hermanas y a sus compañeros”, y añade: “Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza”. La posdata lo retrata íntegramente: “Tengo razón para ir más contento y seguro de lo que Vd. pudiera imaginarse. No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca”.
Desde el desgarramiento daba cauce a las certidumbres y angustias de quien cargaba con graves preocupaciones por su patria, por nuestra América y por la humanidad toda, y marchaba seguro de sus actos y sus ideas. Fuesen cuales fueran sus concepciones sobre la existencia humana, y aunque estuviera dispuesto a morir cuando fuera necesario, en 1895 hacía años que estaba en plena madurez, y ratificado en sus más profundas convicciones, el orador que, joven aún, al rendir homenaje el 28 de febrero de 1879 en el Liceo de Guanabacoa al poeta y compatriota Alfredo Torroella, muerto poco antes, exclamó: “¡Muerte, muerte generosa, muerte amiga! ¡ay! ¡nunca vengas!”
Excelente artículo. Mis felicitaciones a Luis Toledo Sande, erudito de la vida y obra martiana. El Dr. Dellundé fue médico personal de Martí. Incluso, según testimonios de Panchito Gómez Toro, a Nueva York enviaba Dellundé las cajas llenas de medicinas para las úlceras de Martí . De él dijo el Apóstol: “El cuerpo flojo, y Dellundé bueno”.