Este 23 de febrero cumpliría 98 años el mayor de mis amigos, Florencio Gelabert, quien nació en 1904 y falleció el 30 de agosto de 1995. A este músico, escultor, dibujante y profesor, llegué por el ajedrez. Muchas cosas aprendidas por mí y varios de los amigos que tengo se los debo al ajedrez, lo cual no es nada extraño: el Che supo de la existencia de Cuba al conocer que Capablanca era cubano.
Un buen día me enteré que Gelabert había hecho la mascarilla de José Raúl Capablanca, y la noticia me movió a una visita profesional. Bastaron las primeras impresiones para comenzar a querer y a admirar al hombre y al artista sensible y activo que, con la mayor modestia del mundo, desafiaba enérgicamente al almanaque cada día.
Desde entonces lo visitaba de cuando en cuando, y con el derecho que me daba saberme amigo suyo. Durante esas visitas lo obligaba a recordar las tardes que pasaba en el estudio del pintor Esteban Valderrama, donde conoció a Capablanca, quien se refugiaba en aquel sitio para charlar y aumentar la amplia cultura que poseía sobre temas artísticos, en general, y pictóricos, en particular.
Al coincidir en el sitio del amigo común, el ajedrecista y el escultor entablaron amistad, y me atrevo a especular que, en el artículo que Capablanca dedicó al arte del ajedrez, donde lo compara con el de la pintura o la escultura, estaba brotando la influencia de Gelabert.
En esta remembranza podría decir que Florencio tiene, sobre todo, el gran mérito de haber contribuido a sacar la escultura a la calle, despojándola del elitismo de los salones. Hay obras suyas en el hotel Riviera, en la Terminal de Ómnibus de La Habana, en la entrada de su natal Caibarién —poblado costero de la provincia de Villa Cara.
Pero yo quiero hablar de mi amigo Gelabert, quien hizo su primer trabajo sobre Capablanca en vida del ajedrecista, en 1938: una placa para festejar sus 50 años, y que fue colocada en el Castillo del Príncipe, lugar donde nació.
También realizó la mascarilla de numerosas personalidades de la cultura y el deporte. Él me contó que ninguna le resultó tan difícil como la de Capablanca, pues había fallecido en Nueva York el 8 de marzo de 1942 y su cadáver llegó a Cuba varios días después. Además de que estaba embalsamado con sustancias que Gelabert no conocía.
Me confesó también que nunca, antes o después, se vio en situación tan difícil para acometer una labor de esa naturaleza, debido a la dificultad en fraguar. Sin embargo, la hizo con acopio de paciencia y confianza —yo agrego de talento— y hoy tenemos la mascarilla de Capablanca.
Pero me confesó más. La mascarilla es una sola y siempre una sola hizo de todos, menos de Capablanca, de la que sacó dos en caso de que hubiera problemas técnicos o de otro tipo. Por cierto, pasaron muchos años sin saberse de la oficial —ahora en el Museo del Deporte—- y siempre guardó su otra mascarilla del genio del juego ciencia.
Cuando un domingo de 1987 lancé una convocatoria en Juventud Rebelde a todos los escultores del país para crear un monumento, en el cementerio de Colón, a Capablanca con motivo del Centenario de su natalicio un año más tarde, el lunes temprano tenía al teléfono a Gelabert interesado en la idea. Más aún, reclamándola para sí.
Y el majestuoso Rey de mármol de Carrara que hoy identifica la morada eterna del campeón mundial es obra de Florencio, quien se negó a cobrar un centavo por ello.
Hicimos varios proyectos —que por un motivo u otro no cuajaron—, como los monumentos para el Gran Maestro Guillermo García en el cementerio de Santa Clara, o para el Gran Maestro Carlos Torre Repetto en Mérida, México; sin embargo, él se enamoró de la idea de un Parque Capablanca en La Habana.
La última vez que pasé a verlo, unos meses antes del adiós, me enseñó con mucho entusiasmo cómo estaban los proyectos del Parque. Florencio siempre tenía las “pilas puestas”, lo mismo dibujando, cargando una madera que tallando, creando hoy y pensando en mañana.
Por la gratísima y singular experiencia de haber pasado horas en su taller, junto con ni se sabe cuántas piezas de diversos materiales y conociendo su afán constante por crear, prevengo a todos de que si hay vida póstuma en el cielo se corre el peligro de que en cualquier momento caigan esculturas.
Quien no cambió en 91 años, no va a hacerlo por la insignificancia de la muerte. Yo conozco a mi amigo Florencio Gelabert.