El tema de la comunicación intercultural, serio e importante como es, constituye también un tema de moda. Hace recordar un relato que el héroe nacional cubano, José Martí, incluyó en su revista para los niños latinoamericanos, La edad de oro, a finales del siglo XIX. Se trata de cuatro ciegos que son llevados a conocer por primera vez a un elefante. Cada uno de ellos se acerca al animal y toca la parte que le queda más próxima, y así uno lo describe como la trompa, el otro como la pata y otro más como la cola que ha palpado; incluso el cuarto, que se desvía y toca el asa de una fuente cercana, afirma que el elefante es redondo e inmóvil.
No es que nosotros seamos ciegos, pero somos seres y colectivos humanos mediados por muchas circunstancias, y así las percepciones que tenemos de la interculturalidad resultan sumamente variadas.
Hay una visión light de este fenómeno que lo reduce a un simple esfuerzo educativo, en el sentido de la tolerancia o de la competencia lingüística. Y no es que estas facetas no sean capitales. Pero se trata, a nuestro juicio, de que la perspectiva del determinismo tecnológico, omnipresente hoy, ignora o subestima los factores socioeconómicos y culturales, y en su lugar potencia el papel de las redes y los medios digitales, como herramientas dotadas de automatismo para superar las barreras culturales, en unos casos, o como condicionante fatal, en otros, para que las culturas hegemónicas dispongan del patrimonio cultural de comunidades nacionales o locales más débiles.
Hay una visión desde la dominación y hay una visión desde la resistencia, en la que se enfrentan a menudo los globalofílicos y los globalofóbicos. A este autor le gustaría asumir un enfoque que pudiéramos llamar crítico de este problema.
Las relaciones interculturales son tan viejas como el mundo. ¿Por qué, al cabo de miles de años, este problema ha adquirido la preeminencia actual? Ello obedece posiblemente a: 1) la internacionalización vertiginosa de la vida en el planeta, debida al proceso de globalización neoliberal y al cambio tecnológico que lo acompaña, 2) las formas hegemónicas agresivas que adquieren las relaciones culturales a nivel mundial, y también, hasta cierto punto, 3) por la presencia de un discurso sobre derechos humanos, que obliga a tomar en cuenta las nociones de identidad, derecho de los grupos minoritarios, asimetrías de desarrollo, invasión cultural y otras.
Vivimos dentro de una cultura que trata de hallar sus respuestas, desde hace más de tres siglos, en el paradigma de la racionalidad. Y la racionalidad, como han destacado numerosos pensadores (Zeitlin, 1997), busca su lógica en apresar el todo. Il n’y a qu’un individu sur la terre: c’est le tout (No hay sino un ser sobre la tierra: es el todo), dijo Rousseau. Ese concepto tuvo luego eco en el sistema enciclopédico de Hegel: La verdad es el todo.
La esencia del método que Marx descubre después en el sabio prusiano, y que sustenta sobre nuevas bases, es justamente la dominación, determinante y en todos los dominios, del todo sobre las partes. José Martí, el cubano eminente, se detuvo fascinado ante la arquitectura del universo, esa fusión de lo uno y lo diverso, ensamblada en el orden cósmico: El Universo es lo universo. Y lo universo, lo uni-vario, es lo vario en lo uno… (T.XI. 164) Todo, ascendiendo, se generaliza. Todo, descendiendo, se hace múltiple… (T.XII. 441).
Los artífices de la Ilustración del siglo XVIII, forjadores de la modernidad, se plantearon como regla una cultura-mundo. La razón no debía conocer fronteras de ningún tipo. El hombre es un ser esencialmente racional y esa racionalidad es la que podía llevarlo hacia la libertad. La filosofía de la historia de Hegel constituyó el fundamento de la racionalidad para las ciencias sociales modernas y contemporáneas (Obenga: 282). A ese paradigma son comunes, entre otras, las ideas de la historia y el mundo como una totalidad y la del progreso lineal de esa totalidad-mundo, como realización de la razón y como prueba del sentido de la historia.
Pero los iluministas llevaban implícito en su discurso el desgarramiento entre lo formal y lo real, que lastra hasta hoy el punto de vista burgués. La burguesía logra su hegemonía porque hace ver sus intereses como intereses generales, de toda la sociedad (Acanda, 2002: 305). Su pretendido universalismo deviene así en la práctica estrecho nacionalismo burgués. Su idea de la cultura-mundo se convierte bajo este prisma en eurocentrismo hegemónico.
La visión igualitaria formal de los seres humanos encierra, por otro lado, un enfoque instrumental de la relación sujeto-objeto. El sujeto, protagonista histórico, representado por la minoría rectora que dirige el proceso, y el objeto pasivo, los pueblos, que son ilustrados y conducidos. Con ello la Ilustración se traiciona a sí misma; divide a los hombres en dos grupos: los educadores y los educados… la educación, concebida como ilustración, se configura bajo el signo de la dominación… (Acanda, 2004: 24).
Ese punto de vista, como sabemos, conduciría directamente a estructurar la ideología del colonialismo y el racismo, y serviría para sustentar la idea de la misión civilizadora de las potencias europeas en África, América Latina y Asia. Conocemos demasiado bien lo que ha ocurrido con las relaciones interculturales en nuestra región en los últimos quinientos años para tener que detenernos a hacer un recuento.
La cultura ha sido definida como el conjunto de sistemas simbólicos que sirve no solo para definir e identificar las estructuras culturales y sociales, sino para articular la síntesis de dos partes esenciales de la cultura humana: el ethos y la visión del mundo (Geertz en Kluver, 2003). En ella cobra forma la construcción de consenso en que descansa una parte esencial del poder y su ejercicio.
Esa parte, ya advertida y categorizada por Gramsci desde su celda antifascista, crece cada vez más en nuestro tiempo; estamos tentados a decir que a ritmo exponencial, al compás de la revolución tecnológica, sin que por otra parte el poder renuncie en modo alguno a sus atributos de violencia física organizada. Y ese proceso de hegemonización simbólica transcurre en la comunicación social. Como ha señalado Armand Mattelart (1998: 9): La internacionalización de la comunicación es el fruto de dos universalismos: la Ilustración y el liberalismo. Unas veces en oposición, y otras en convergencia, son dos proyectos de construcción de un espacio mundial sin trabas que buscan su concreción.
Todos nacemos, crecemos y nos formamos en una comunidad de sentido. Esa cultura, que recibimos ya formada, y a la cual nos incorporamos, como sujetos y objetos, es una comunidad simbólica. Ella permanece y existe en la comunicación. Es en la comunicación entre las personas que esa cultura vive y se manifiesta como tal. Las comunidades culturales son comunidades lingüísticas (Rodrigo Alsina, 2003).
¿Cuál es aquí la relación entre lo global y lo local? Pudiera decirse que la humanidad, como un todo, en tanto resultado de una historia única, posee también una cultura única, por más que ella sea asimétrica y diversa. Sobran las evidencias de que entre todas las culturas hay rasgos unificadores, valores comunes y temas humanos universales.
La multiculturalidad es, pues, la forma de existir la unidad cultural humana. Toda cultura, a su vez, por su contenido y su evolución diacrónica, es esencialmente pluricultural. No hay culturas puras. Lo sabemos. Cada comunidad cultural depende y necesita de las otras. Se ha formado en la historia en intercambio con ellas. Su forma de existir debiera ser la interacción respetuosa mutuamente enriquecedora.
De lo anterior se desprende, además, una conclusión ética esencial. Desde el punto de vista objetivo puede haber muchas diferencias, pero como formas particulares de la cultura humana, todas las comunidades culturales son iguales, todas merecen la misma dignidad y respeto, pues expresan el derecho humano de quienes las vivencian y construyen a ser ellos mismos.
Cada comunidad cultural tiene también su propia comunicación intracultural, y eso lo vemos en países que, como Cuba, poseen una cultura nacional muy fuerte, unitaria, sin variaciones étnicas de peso, y donde, sin embargo, hay comunicaciones intraculturales básicas entre las regiones, entre la capital y las provincias, entre las generaciones que coexisten en la sociedad, entre los géneros, los sectores, capas y grupos humanos de todo tipo.
Pudiera añadirse que la capacidad para el diálogo intercultural está como regla en proporción directa a la capacidad para el diálogo intracultural. Sólo desde la identidad propia se puede hallar, o construir, las identidades comunes. Una globalización que no implique el respeto, y el cuidado, por esa diversidad intrínseca del ser cultural universal -se pudiera añadir- no es una verdadera globalización humana, sino un proyecto de hegemonía, de violencia simbólica y de homogenización cultural. Tal es la realidad que nos toca vivir en nuestra época.
Es innegable que en el mundo unipolar prevaleciente hoy se ha agudizado con fuerza la crisis de valores, normas y prácticas. Se exacerba la deshumanización. La cultura de masas y la industria mediática que la monopoliza están arrasando con sus contenidos-basura, mecánicamente, sin síntesis orgánica, la diversidad cultural que tardó milenios en forjarse. Estamos presenciando, con mayor o menos impasibilidad, políticas de violencia, racismo, tortura y degradación, implementada precisamente por estados que debían guardar una especial responsabilidad ante la humanidad.
Cultura de masas y medios de comunicación pasan a ocupar lo que Esteinou (1992) llama las puntas de hegemonía, las cuales desplazan, al menos hasta cierto punto, el papel clásico desempeñado por las instituciones educativas y en menor medida por las iglesias y otros agentes socializadores. En esta apreciación coincide como Bourdieu (2002: 372): A través del dominio casi absoluto que tienen sobre los nuevos instrumentos de comunicación, los nuevos amos del mundo tienden a concentrar todos los poderes, económicos, culturales y simbólicos, y están así en condiciones de imponer muy ampliamente una visión del mundo conforme a sus intereses…
Antes bien que una crisis en la ética de la comunicación, la cual indudablemente existe, estamos asistiendo a la crisis general de un sistema –el capitalismo mundial y su cabeza visible: Estados Unidos y el resto de exclusivo club de la OCDE–, que, a la vez que aparece como victorioso en la arena internacional, muestra síntomas de agotamiento tanto material como moral. Sobre todo moral.
El enfoque de mercado de los medios es funcional con estas realidades y entra en crisis junto con ellas. Como apunta Cebrián (2003): lo comercial se ha impuesto a lo cultural. Se comercializa la cultura, pero no se vislumbra que se culturice lo comercial. Dicho en los términos de Michael Traber (1997: 332), una ética social de la comunicación es absolutamente opuesta a la racionalidad económico-industrial que es comúnmente aplicada a los medios de masas.
Este es el momento para reflexionar en qué punto del camino se perdió la ruta y bajo qué circunstancias hemos llegado a esta situación.
Un análisis histórico y cultural podría mostrarnos que al menos una de las fuentes de esta sociedad unidimensional, que agrava los problemas globales en lugar de resolverlos, se halla en el momento en que la naciente y vigorosa civilización industrial europea se apartó del eje de la tradición cultural y ética occidental, simbolizada en nombres como Sócrates, Platón, Aristóteles, Tomas de Aquino y Kant –quienes siempre divisaron el carácter único y la integralidad del hombre, la sociedad y la humanidad toda–, y se extravió por el camino del utilitarismo, la simplificación de los valores y el rechazo del conocimiento trascendental.
Un ilustre pensador venezolano, Antonio Pasquali (1991), se refirió hace ya años a este fenómeno, en el que las moralidades de corte hobbesiano, positivista y pragmatista han venido desplazando a las de raíz greco-judía-cristiana (353). El advertía en otro de sus libros (1990), que la aberrante reducción del fenómeno comunicación humana al fenómeno medios de comunicación constituye un caso de perversión intencional de la razón, de tosco artificio ideológico. Llegaba así a establecer la relación entre aquella pérdida del eje filosófico humanista de la cultura occidental y la atribución reduccionista a la tecnología de un poder incontrastable. Las nuevas tecnologías son inventadas y exhibidas como si se tratase de productos independientes y autónomos capaces de generar luego, por irreversible y espontánea evolución, nuevas sociedades y nuevas condiciones humanas (12). El insomnio de la razón tecnológica, no temperado por una racionalidad de los fines, produce monstruos (14).
El sistema hegemónico actual, limitado desde su origen por las contradicciones socioclasistas -léase, su dependencia de la explotación- no puede convertirse en un sistema-mundo con respuestas humanas y solidarias a los problemas de la sociedad. Por eso no tiene en realidad solución al tema de las relaciones interculturales. No puede armonizar lo global y lo local en la cultura, porque tampoco lo puede lograr en la política y la economía. Está condenado, como aquel personaje shakesperiano, a matar y destruir, y en este caso a aplastar las culturas más débiles. En estos tiempos de globalización, revolución científico-técnica y creciente conflicto con el medio natural, el sistema hegemónico unipolar llega por esta vía a un callejón sin aparente salida.
Tampoco, en honor a la verdad, la versión soviética del socialismo, centralista y autoritaria, pudo hallar una solución democrática y por ende perdurable al problema de la comunicación intercultural.
El pretendido “choque de civilizaciones” respalda y oculta hoy enfoques políticos dirigidos a mantener las inequidades e injusticias prevalecientes en el planeta. Parte del nuevo “orden mundial” es la imposición de una virtual dictadura sobre la información y la vida espiritual, llevada a cabo en gran medida por los medios dominantes, como parte de un intento por establecer una cultura única, en correspondencia con un ambicionado sistema único a escala mundial en los campos político, económico y jurídico.
El sistema hegemónico mundial actual, liderado de modo casi hermético por Estados Unidos, dispone de un vasto y eficaz aparato ideológico-cultural, incluido un enorme sistema académico y universitario, que le permite asimilar a su punto de vista, y generalizar para el mundo, cualquier área potencial de conflicto.
Así está ocurriendo hoy con la comunicación intercultural. Basta asomarse a un texto como el de Chen y Starosta (1998) para advertir cómo el problema es reducido casi por completo a las asimetrías y disfunciones que pueden aparecer en la comunicación interpersonal entre sujetos provenientes de diferentes culturas.
Kluver (2003) señala por su parte que sociedades y comunidades no tienen otra alternativa sino participar en este “Nuevo Orden Internacional de la información”, pero el carácter de su participación esta conformada por condiciones especificas de tipo social, cultural, económico y político.
En Bennet y Bennett (1993) hallamos una metodología para desarrollar de forma gradual las competencias para la comunicación intercultural, mediante un cambio evolutivo de los paradigmas. El programa de educación o entrenamiento diseñado por ellos descansa en que las personas, de acuerdo con sus experiencias culturales, pueden tener una visión etnocéntrica o etnorrelativa acerca de las otras culturas. En el primer caso, esas percepciones giran en torno a la cultura propia y pueden generar tres actitudes fundamentales: 1) Negación. La cultura propia es vivenciada como la única real 2) Defensa. La cultura propia es considerada la única buena, y se percibe a las otras culturas como una amenaza, y 3) Minimización. Los elementos de la cultura propia son considerados universales. Se minimizan las diferencias con otras culturas. Las personas en un estadio cultural etnorrelativo, más avanzado, pueden transitar a su vez por tres peldaños básicos: 1) Aceptación. La cultura propia es vista como una más, a título de igual, en el mundo. 2) Adaptación. La experiencia de otras culturas es recibida como apropiadas y se aceptan esas otras visiones del mundo, y 3) Integración. Cuando la persona se halla en un estado en que es capaz de expandir la experiencia propia e incluirla dentro de otros puntos de vista culturales.
Los Bennett construyeron, a partir de este esquema, un método de entrenamiento ajustado a cada uno de estos seis estadios, a fin de mover las competencias y actitudes comunicativas de los individuos al peldaño siguiente. Su tesis de partida, tomada de una alegoría de Friedman, es que una rana puede teóricamente llegar a ser hervida en una cazuela, si se le coloca primero en el agua fría y luego se le calienta lentamente.
Es un ejemplo. En él se pueden apreciar, en nuestro criterio, las ventajas y limitaciones del enfoque positivista. Las primeras pueden consistir en su concreción y su sentido práctico, traducible en acciones. Las segundas las vemos en la fragmentación de la realidad, en la reducción de un fenómeno sociocultural y económico muy complejo, como el de la marginación de minorías y pueblos, a una metodología educativa. Como trasfondo general, se aprecia la ausencia de una perspectiva filosófica que permita comprender a la sociedad y la cultura como un todo. Se trata, en resumen, de una vieja mutilación intelectual que hunde sus raíces en Auguste Comte y John Stuart-Mill. Puede ayudar en algo, en un enfoque muy cortoplacista; pero si levantamos algo la vista, ya no nos puede llevar a parte alguna.
La poderosa escuela de pensamiento de Frankfurt nos dio herramientas de análisis crítico desde la primera mitad del pasado siglo. Ya sabemos lo que ella significó para la formación de nuestra propia pléyade de pensadores latinoamericanos de la comunicación, tal como subraya Martín Barbero (1993: 49), no solo en términos de adherencia entusiasta, sino sobre todo de debate controversial.
Clifford Christians (1997) destaca que esta Escuela desde Herbert Marcuse ha demostrado elocuentemente que la moderna tecnología, lejos de ser neutral, materializa valores incompatibles con los compromisos centrales de la democracia (192). La tecnología actúa como una guillotina espiritual, decapitando otros valores (…) La marea de información, lejos de permitir a la gente hacer sus juicios y formar opiniones, realmente los paraliza (193). Los gigantes mediáticos se organizan libremente en una cultura del silencio y en un vacío moral, sin resistencia. El reto es crear centros de conciencia crítica, un mosaico de pluralismo basado en principios, que reinvente el discurso moral de la diversidad cultural… (194).
La comunicación intercultural tiene este sello ético, liberador, crítico, o no es tal comunicación intercultural. No puede haber un verdadero compromiso con la pluralidad cultural, sin asumir la prioridad del ser humano y la igualdad de las comunidades culturales. Y esto implica reconocer la existencia de determinados valores universales, que le sirven de sustento. Christians (1997: 23-24) identifica ante todo estos valores con la solidaridad universal (dada la unicidad de la especie humana, la solidaridad universal es el principio básico de la ética y puede ser mostrado como el núcleo normativo de toda la comunicación humana), añadiendo el apego a decir la verdad, la no violencia y el compromiso con la paz.
Los herederos de Frankfurt en nuestros días, en el contexto postsocialista, se distancian del análisis crítico de la realidad, es decir, de la industria cultural, de los sistemas de medios, y dirigen su obra al campo formalista de la ética del discurso. Enrique Dussel (2000), desde la perspectiva latinoamericana de la Ética de la Liberación, destaca la lógica vacía de lo postulado por Habermas y Appel y les imputa asumir las funciones legitimadoras del poder, hasta aquí ejercidas por la conciencia positivista reinante (258).
Un problema teórico que se presenta ante nosotros es si la cultura utilitaria e individualista modeló este orden político, social, económico y comunicativo hoy dominante, tal como lo afirma Max Weber, o si ocurrió precisamente lo contrario. Este autor sostiene esta última perspectiva. Sin embargo, esto no significa que la cultura, y particularmente la conciencia moral, no sean capaces de cumplir un papel activo y esencial en la producción y reproducción del propio sistema, y en la movilización de las fuerzas de cambio.
Este papel es ciertamente tan importante, que sólo desde la lucha de ideas, desde la política y la ética, es posible promover y llevar a cabo los cambios que con tanta urgencia necesita toda la humanidad.
El reto teórico y metodológico, como apunta Christians (2000) es reemplazar el eje eurocéntrico de la ética de la comunicación por un modelo de ética comparativa.
No es casual que ante un Frankfurt europeo de bajo perfil, el enfoque crítico en el terreno de la comunicación intercultural provenga hoy, fundamentalmente, de la ética de la liberación latinoamericana y de algunos sectores de la intelectualidad religiosa intensamente preocupados por lo que ocurre en el mundo.
Clifford Christians, un jesuita norteamericano de la Universidad de Urbana, algunas de cuyas ideas ya hemos presentado, lidera desde hace décadas a profesores e investigadores de universidades de la Compañía de Jesús en Missouri, California e Illinois. El ha defendido como tesis central la necesidad de devolver a la cultura occidental su eje ético y filosófico, basado en el hombre como objetivo supremo. Sin esos principios, dice, el razonamiento moral cae en una regresión infinita que termina en la nada (1997: 12)
Si los derechos individuales -señala Christians (1997: 21)- son el eje alrededor del cual giran los medios del sistema, la más radical alternativa a los derechos individuales sería la solidaridad humana universal. En lugar de la sociedad concebida por los pensadores de la Ilustración en base a John Locke, es decir, personas separadas que solo por contrato acuerdan vivir en comunidad, el opuesto radical es obviamente la raza humana entera. La última cota de todo individualismo es la unicidad global. El universalismo contradice al individualismo en sus raíces, y el centro de la ética comunitaria no es la comunidad por sí misma, sino la solidaridad humana como un todo.
En este mismo sentido hallamos los pronunciamientos del escolapio José Segalés (2004), en el evento que la Cátedra Calasanz organizó en la universidad veracruzana Cristóbal Colón. Allí se recordó, a propósito de la interculturalidad, que en el mundo hay registradas 6 809 lenguas distintas (Hall, 2004). Podría añadirse también que hay unas 20 000 comunidades culturales situadas al margen de la llamada cultura del mainstream. El neoliberalismo, señala el padre Segalés, ha conseguido colonizar nuestra vida y nuestra inteligencia con un pensamiento humanista engañoso. Fomentando la sensación de ser hombres libres. (…) Se trata de sentirse libre porque no se piensa en las causas de lo que ocurre (69). En toda América Latina vivimos la agonía cercana a la muerte ya de todos los idiomas nativos, llamados despectivamente “dialectos”, se espera que el totonaca, el tojolabal, el tzotzil, el náhuatl o el otomí mueran, para llenar páginas y páginas de revistas especializadas y salones de museos (70).
Piedra angular del pensamiento crítico intercultural son las ideas del pensador lituano Enmanuel Levinas, cuya dimensión ética halló continuidad en la filosofía y la pedagogía del brasileño Paulo Freire (1993): Yo no puedo existir si un No-Yo. A su vez, el No-Yo depende de tal existencia. (…) Ya no hay más el ‘yo pienso’, sino el ‘nosotros pensamos’ (…) La comunicación implica una reciprocidad que no puede ser rota. La comunicación es un proceso -yo-tú o yo-ello- pero nunca un solo elemento aislado. La comunicación no es la transferencia de conocimiento, sino un encuentro dialógico de sujetos que la crean juntos.
Sobre ese cimiento humanista se ha erigido la obra de Pasquali, Rebellato, Boff, Betto, Martín Barbero, Orozco y muchos otros. En ella se anuncia una nueva dimensión de la comunicación y la cultura, sin la cual no podría haber emancipación real ni un posible mundo mejor.
Al igual que la Ilustración del siglo XVIII despejó el camino hacia la eliminación del absolutismo, aunque perdiera sus alas muy pronto en una cultura materialista, eurocentrista y utilitaria, esta nueva ilustración es indispensable ahora para preceder y sustentar el paso hacia una sociedad realmente humana. Los medios debieran ser actores eficaces de este cambio. Si aquellos medios monopolizados por el poder no pueden ocupar ese lugar, hay posibilidades crecientes para la alternatividad. El papel que desempeñaron los panfletos y los libros excomulgados del siglo XVIII lo podrían ocupar ahora la Internet y los nuevos sistemas digitales. La diferencia a establecer es de orden moral. La ética de la comunicación siempre contempla la justicia social (Traber, 1997).
A fin de cuentas, la humanidad nunca se plantea un objetivo sin que al mismo tiempo posea, o esté desarrollando, las ideas y las fuerzas que lo pueden alcanzar.
Un nuevo universalismo será necesario, como síntesis de los mejores y más avanzados principios en la experiencia de la lucha por un mundo de amplia libertad política, plena realización del ser humano, justicia social, equidad, cooperación y solidaridad. Un lugar prominente en este enfoque ecuménico será ocupado por la tradición patriótica y humanista de cada nación, al igual que la ética y aspiraciones de las grandes religiones universales.
Frente a esta tarea se levantan, ciertamente, formidables obstáculos. Se puede enumerar algunos de ellos, tal vez los más evidentes:
1-Es una lucha de ideas, precisamente en el terreno donde más fuerte es el poder hegemónico, sobre todo el norteamericano: el dominio del capital simbólico. Recordemos la advertencia de Herbert Schiller (1976: 106-107): Los modelos culturales, una vez establecidos, son interminablemente persistentes.
2-Se trata de un empeño que, en las condiciones modernas, resulta inseparable del empleo de las tecnologías de la información y la comunicación, las cuales, si bien abren hoy espacios democráticos y oportunidades sin precedentes, están sometidas en última instancia al capital monopólico global.
3-El entorno de esta lucha, matizado por conflictos políticos, violencia, ingobernabilidad, deterioro social, crisis energética, agotamiento de recursos naturales básicos y destrucción de la biosfera, nutre con irrefutables argumentos a los abanderados del cambio, pero también desata en el poder global tendencias fascistas extremas orientadas hacia el empleo preferente de la fuerza militar y la propaganda del terror.
4-Como ya advirtieron Chomsky y Herman (1990: 21), resulta mucho más difícil combatir a un sistema propagandístico cuando éste formalmente no actúa en un marco totalitario, sino que se presenta en nombre de la libertad individual y el placer, es decir, cuando los medios de comunicación son privados y no existe censura formal (…) cuando tales medios compiten activamente, atacan y exponen con cierta periodicidad los errores del gobierno y de las corporaciones.
Nuestras culturas latinoamericanas, rezagadas en cuanto a desarrollo tecnológico y productivo, y a determinadas ramas de la ciencia, poseen sin embargo una profunda tradición humanista y tienen, además, el enorme potencial de su esencial unidad. Ellas pueden ser una fuerza extraordinaria en la remodelación del mundo del futuro. Nosotros tenemos ideas y valores que han sido sepultados por la cultura anglosajona dominante, pero persisten como brasas bajo las cenizas frías, en espera de su hora.
Un punto clave está en no hacer tabla rasa con el pasado, sino, por el contrario, restablecer el centro de nuestra tradición cultural y ética, afirmar todas las conquistas valiosas de la civilización occidental, a fin de resideñar sobre esa base un nuevo orden mundial, el cual se podría expresar con las palabras de Juan Pablo II: “Globalicemos la solidaridad”.
Intentemos, para finalizar, una recapitulación sumaria de diez ideas fundamentales:
1-Una auténtica y universal comunicación intercultural, que preserve todo lo valioso de la diversidad cultural del mundo, y la sintetice en lo global, no es viable bajo el actual orden mundial.
2-La comunicación intercultural, sin embargo, no es una meta: es una construcción cultural, y por ella se debe luchar cada día, en todo espacio y por todas las vías, sin esperar condiciones favorables, como parte de la lucha por la trasformación del mundo.
3-La dimensión esencial de la comunicación intercultural es ética: se trata de un problema fundamental de solidaridad, igualdad y justicia entre los seres humanos, y no puede ser reducida a un tema de tecnologías y medios.
4-La comunicación intercultural es condición de desarrollo para todos los pueblos del mundo, ricos y pobres, industrializados y subdesarrollados, en tanto significa disponer de la herencia y la obra común de la humanidad.
5-La lógica de la tecnología que sustenta los procesos de la globalización económica y cultural puede y debe ser empleada por los pueblos, en sentido inverso, como oportunidades para ampliar la democratización de la comunicación.
6-Lo global y lo local no son dos perspectivas excluyentes. Sólo un sistema irracional y antihumano puede enfrentarlas. Cada comunidad cultural se fortalece en el reconocimiento, el intercambio y la integración con las demás culturas.
7-La emancipación de las relaciones culturales de su actual signo hegemónico es inseparable de la lucha por la transformación de las relaciones económicas, políticas, sociales y ecológicas del sistema vigente. Se puede y debe utilizarlas para “construir poder desde abajo”, pero sigue siendo indispensable, en determinado momento del proceso, “ejercer el poder, desde el poder mismo, para cambiar a fondo las realidades”.
8-Instrumento y soporte teórico en la construcción de la comunicación intercultural debe ser un nuevo pensamiento ecuménico, que recupere el centro filosófico y humanista de nuestra cultura.
9-Los pueblos de América Latina, con su cultura variada, única y rica, pueden hacer un aporte decisivo a la regeneración de los flujos comunicativos hoy dominantes, cargados de mercantilismo e inhumanidad.
10-Hombres y mujeres críticos, sujetos de su propia emancipación, participantes activos del diálogo cultural, estarán en el centro de una construcción intercultural que tendrá como valor supremo la solidaridad universal. (Imagen de portada: nobbot.com)
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