Se oyen quejas sobre el mercado minorista cubano en moneda libremente convertible (MLC), no en efectivo, sino en tarjetas magnéticas. Vale suponer, y señales lo confirman, que las quejas van desde el ser humano común que se ve privado de adquirir productos de primera necesidad porque carece de tal recurso bancario —que ni siempre ni necesariamente depende de sus esfuerzos, de su trabajo honrado—, hasta quienes agitan el tema para deslegitimar cuanto haga Cuba por su supervivencia, que se diría milagrosa frente a tantos y tan poderosos obstáculos.
Entre ellos destaca, largamente, la rabiosa hostilidad de un imperio que ve frustrados sus planes para aplastar al pequeño país y reimponerle la dominación de la que este se libró en 1959, lo que no pocos creerían imposible. La mayor potencia imperialista ha empleado contra Cuba todo tipo de recursos carentes de ética y legalidad, como el poder imperial: agresiones armadas, actos terroristas, conspiraciones, intentos de magnicidio y una campaña mediática feroz.
Pero el obstáculo más malvado, inmoral y genocida impuesto por el gobierno de los Estados Unidos a Cuba es el bloqueo. Va rebasando ya las seis décadas y se estableció con el propósito confeso de que el pueblo de este país sufriera privaciones, hambre incluida, que lo llevaran a negarle a la Revolución Cubana —a Fidel Castro, personalizaban los promotores del criminal engendro— el apoyo mayoritario que le daba, y sigue dándole, a un proyecto de justicia social.
Cuando el astuto Barack Obama anunció —sin ir mucho más lejos— que el bloqueo no había logrado sus propósitos, sus palabras debían entenderse como que no había podido aplastar a la Revolución. El guerrerista Premio Nobel de la Paz no podía ignorar los grandes daños causados al pueblo cubano por mecanismos que le han impedido comerciar con un mínimo de soltura, hasta adquirir medicamentos para curar y salvar enfermos, en edades pediátricas incluso.
Los efectos del bloqueo operan no solo en las insuficiencias provocadas en el funcionamiento productivo y general del país que lo sufre. Atañen también a rasgos de una mentalidad en que se ha visto, más de una vez, que el mecanismo imperial ha servido de justificación, hasta bien intencionada —no descartemos posibles aprovechamientos oportunistas—, de errores y déficits internos. En ellos también han intervenido fallas como planificación deficiente, malos hábitos de trabajo y desatención de exigencias básicas de la economía, a la que —reto nada menudo— tampoco puede Cuba someterse a espaldas de la justicia social.
La prolongación del bloqueo ha hecho que varias generaciones cubanas hayan nacido después de impuesto el crimen, y quién sabe en cuántas de las personas que las integran ha calado la idea de que es un hecho natural y nada tiene que ver con los graves problemas de la nación. Para colmo, a veces hasta se le rinde culto al bloqueo: o porque se le atribuye el origen de todos los males de la nación, o porque se da por sentado que mientras él exista estamos condenados a no desarrollarnos, a no avanzar. Que dicho culto sea involuntario no lo hace menos dañino.
Felizmente se ve crecer la convicción de que ni el bloqueo merece que se le rinda tal culto, ni Cuba debe permitirse practicarlo. A declaraciones de dirigentes y profesionales en distintas esferas, y a eso que podemos llamar voces del sabio pueblo, se suman ejemplos como el de la industria biotecnológica del país, que, apoyada en un sistema de salud cuyas virtudes urge mantener y a veces salvar, ha hecho posible una ejemplar respuesta a la covid-19.
El ensañamiento del bloqueo en medio de esa pandemia, en la que el gobierno de los Estados Unidos —“republicanos” y “demócratas”— ha buscado un cómplice eficiente para asfixiar a Cuba, confirma no solo la conocida criminalidad imperialista. Ratifica asimismo las potencialidades del país para hacerle frente, y no solo resistir, sino progresar, desarrollarse.
Pero la realidad no cambia de la noche a la mañana, ni por la voluntad de nadie en particular. Cuando Cuba decidió finalmente poner en marcha lo que se ha denominado reordenamiento económico, el bloqueo contribuyó a frenar su eficacia. Para empezar, propició que la añorada unificación monetaria tuviera una dolorosa reversión, necesaria —se ha entendido— para recaudar divisas que por otros medios le resultan inaccesibles al país, el mercado en MLC.
Lo recaudado, además, sería básico para adquirir productos que a veces a duras penas siguen llegando a la canasta familiar básica. Y, por muy magra que esta sea, resulta vital para la gran mayoría del pueblo, que la adquiere en pesos, en el maltrecho CUP, cuya dignidad urge garantizar, aunque no fuera más —ni menos— que por su identificación con la efigie de José Martí en su unidad básica, y de otros grandes héroes de la patria en las demás denominaciones.
Todo eso es cierto, pero no basta darlo por sabido, y ya. Ni siquiera es suficiente que se diga en discursos de alta jerarquía y como verdad incuestionable. La persuasión, que no es mera materia de autoridad, debe ser el fundamento del trabajo político cotidiano, y no a base de consignas, sino con argumentos y datos que la construyan a niveles de ciencia y de ética.
Suponer que el mercado en MLC llegó para quedarse, como si fuera un nasobuco, no que durará lo que sea estrictamente necesario que dure, y sin insistir en las debidas explicaciones, encierra dos grandes peligros: uno, que la medida sea manipulada por la contrarrevolución; otro, que es el mayor y el que más debe importarnos, que las confusiones se afiancen —abonadas por las penurias que se viven— en el seno del pueblo, ese que recibe un salario en una moneda que no le sirve para adquirir productos de primera necesidad, los comercializados en MLC. Un salario, además, cuyo aumento resulta neutralizado por una inflación que campea a la vista de todos.
Que las desigualdades puedan ser inevitables, no las hace queribles, ni mucho menos las convierte en argumento para dormir tranquilos, cuando hay motivos para insomnio, vigilia y pesadillas. Por lo menos, seamos capaces de demostrar, a base de datos objetivos y reales, en qué grado los ingresos que se adquieren por la vía de las desigualdades sirven para calzar la mayor equidad posible a nuestro alcance. Si el barraje de calumnias contra Cuba no cesa ni descansa, no cese ni descanse nuestro honrado esclarecimiento de la verdad.
Al hablar de datos objetivos puede también pensarse en estadísticas, sin olvidar la anécdota que este articulista le oyó a un profesional amigo, quien a su vez la atribuyó a un colega suyo: “Una estadística bien torturada responde lo que se le pida”. Un viejo ejemplo sirve para recordar que la afirmación de que en un país determinado se consume un kilogramo de carne per cápita en la quincena, no significa que cada persona consuma tal cantidad de carne en ese lapso. Habrá quien se zampe tres kilogramos, y quienes no puedan saborear ni un pedazo de carne en el año, y no precisamente porque sea vegano, sino porque no tiene con qué comprarla.
Sí, el mercado cubano en MLC —entendida como moneda libremente convertible, y no como el otro día le oyó el autor del artículo a una persona desconocida: moneda libre cubana— puede ser necesario, pero duele, y el pueblo merece todas las explicaciones, con la reiteración que venga al caso. De eso saben los sacerdotes —pensemos en los buenos— que no vacilan en repetir y repetir lo que entienden que es la verdad. Pero mientras el sacerdote puede acudir a Dios, a nosotros nos toca acudir al ser humano, tratar de convencerlo con razones, para lo cual los primeros convencidos debemos ser nosotros mismos.
El pueblo merece tener la esperanza de que ese mercado no vino para eternizarse con un mecanismo más severo acaso que el existente cuando circulaban dos monedas nacionales: la oficialmente llamada nacional, y el peso convertible, tan nacional como el otro, pero más solvente. Un mecanismo más severo no solo en términos prácticos, sino más preocupante a nivel cultural y simbólico: se expresa no en cualquier moneda, sino en el dólar estadounidense, la moneda con que sigue coyundeando al mundo la misma potencia que intenta asfixiarnos.
Lo que duele, duele, aunque sea necesario.