En sus “Glosas al pensamiento de José Martí”, de 1926, en las que tanto vio y adelantó para la recta y profunda interpretación de José Martí, Julio Antonio Mella declaró que ante él sentía “la misma emoción, el mismo temor, que se siente ante las cosas sobrenaturales”. Con respecto a su ideario social y político afirmó que era necesario “desentrañar el misterio del programa ultrademocrático del Partido Revolucionario [Cubano], el milagro —así parece hoy— de la cooperación estrecha entre el elemento proletario de los talleres de la Florida y la burguesía nacional; la razón de la existencia de anarquistas y socialistas en las filas” de esa organización patriótica.
No intenta este artículo sumarse a los esclarecimientos ni delirios cosechados sobre el tema desde aquel texto de Mella para acá, sino recordar cómo impresionó Martí a un joven corajudo, materialista, marxista y combativo. Ante esa impresión no debe asombrar que décadas más tarde un poeta exuberante y católico, afincado también en los caminos de la patria, asociara a Martí con lo sobrenatural y lo llamara “misterio que nos acompaña”. Es una frase, feliz sin duda —cuya fuente el articulista lamenta que la prisa no le permita buscar—, y que se reitera, a veces como olvidando lo escrito por Mella.
Lo citado remite a indicios del magnetismo que Martí ejerció sobre quienes lo conocieron en vida, y seguiría ejerciendo —como en Mella y en Lezama— sobre quienes se enteraban, o se enteran, de la grandeza de su obra, de su vida: todo con el signo de la altura de su pensamiento, con un sobrecogedor despliegue de sabiduría y universalidad que hoy continúa asombrando —mejor: iluminando—, y arraigado en la ética, en la coherencia con que él unió palabra y actos. Añádase, sin agotar el tema, la excelencia artística que brilla entre los pilares que perpetúan su legado.
Pero, por mucho que fundadamente su obra enamore y encante, por más que en ese camino se disfrute el hechizo que irradia, lo que más necesitamos de él depende de nosotros: de que seamos capaces de tenerlo como realidad que nos acompañe y nos guíe. Tal brújula concierne a la condición humana, no pensada en abstracto, sino en correspondencia con el modo natural como en él fructificaron las virtudes.
Todo se dio en su vida al servicio de la práctica redentora: “El deber debe cumplirse sencilla y naturalmente”, empezó diciendo en su medular Lectura del 24 de enero de 1880 en el Steck Hall neoyorquino, y “Ahora hay que dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio”, ratificó como norma de vida en la carta del 25 de marzo de 1895 a Federico Henríquez y Carvajal, en camino hacia la guerra. Así nos convoca, se planta ante nosotros, lo que sigue siendo nuestra mayor deuda con él.
Al rayar 1959 triunfó la Revolución que en sus hechos fundacionales de 1953 —año precisamente del centenario del héroe, que los inspiró— por boca de su líder, Fidel Castro, lo proclamó su autor intelectual. Y, más que con palabras, esta etapa en la vida de la patria le rinde un homenaje práctico de primer orden.
En el proceso histórico nacional vino a realizar ideales que habían quedado sin consumarse debido a la intervención con que, en 1898, los Estados Unidos truncaron el proyecto emancipador de 1895, la guerra que desde los preparativos su organizador solía llamar revolución, lo que no es dato menor. La injerencia imperialista frustró la gran aspiración que Martí sintetizó en su cuaderno de apuntes identificado con el número 18: “Y Cuba debe ser libre—de España y de los Estados Unidos”.
La rabiosa y creciente hostilidad del imperio tras el triunfo revolucionario con que Cuba inauguró 1959, ha sido la respuesta al logro de la independencia finalmente alcanzada por este país. Semejante hostilidad busca revertir la transformación política y social que, alumbrada por Martí, echaba y ha de seguir echando su suerte con los pobres no solo de Cuba, sino de la tierra, como escribió el autor de Versos sencillos.
Esa transformación es tributo mayor al Maestro, y le da fuerza a la voluntad necesaria para completarla: para que sea cada vez más cierta y segura lo que él concibió como una república moral, garantía de que la ley primera de la nación fuese “el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”, del ser humano. La sañosa campaña de calumnias enemigas pretende negar ese logro de Cuba, y desconocer el modo como institucionalmente su gobierno ha creado las bases para afianzarlo.
Pero la satisfacción ante el gran logro no debe movernos a desconocer, ni a subvalorar, el hecho de que el funcionamiento de nuestra sociedad acusa insuficiencias que contravienen tanto esa voluntad gubernamental como, por consiguiente, las aspiraciones de Martí relativas a la civilidad y los resortes éticos que deben regir la República para que se acerque a la altura de la que él soñó. No bastan la estructura sistémica con que el afán socialista procure asegurar la justicia y la equidad, ni los grandes esfuerzos e inversiones en favor de la educación y la cultura. No bastan, en fin, ni buenas intenciones ni hechos incompletos.
Aunque no caractericen a la totalidad de la ciudadanía, y pudieran considerarse o ser minoritarios, los déficits conductuales y de civilidad en la dinámica social afectan a la nación en su conjunto. Suscitan —y, si no fuera así, urgiría que la suscitaran— justa preocupación en el pueblo, además de haber merecido la alerta dada por incontables voces, incluyendo algunas representativas de la más alta dirección del país.
La civilidad, el orden, la disciplina, la decencia, el civismo, la solidaridad, no son lujos ni antiguallas: son requerimientos básicos para una nación que ha escogido hacer suyo, y defenderlo, un proyecto justiciero que no es mera teoría. Constituye una obra justiciera que —proclamada socialista en 1961 frente a las agresiones de la potencia estadounidense— movilizó a las fuerzas populares que muy poco después aplastaron, con las armas, a la invasión mercenaria que intentó crear una cabeza de playa que sirviera de base para las operaciones imperialistas contra el país.
Pero cabezas de playa pueden no ser materiales y afincarse no solo en territorios físicos, sino en zonas del comportamiento y, en general, de la cultura, que no se reduce a letras y artes. La mengua de las virtudes mencionadas al inicio del párrafo anterior pueden abrir puertas a fuerzas enemigas menos visibles tal vez, pero no menos poderosas ni menos dañinas que las que intentaron tomar parte del suelo cubano en la zona de Girón.
A pesar de la generosidad y el empeño con que el país busca asegurar la supervivencia material del pueblo y su dignidad, y conquistas como las concentradas en la educación y en la salud —basta ver el desempeño logrado frente a la pandemia en curso—, prosperan actos de egoísmo como, entre otros, el abuso de mercaderes vernáculos contra sus compatriotas, y complicidad con las prácticas mercantilistas. Son hechos inseparables de la corrupción, que es grave aunque pudiera parecer menuda, y aun serlo.
Se trata de males que deben constituir, cuando menos, una señal para la alarma, para no dormir tranquilos mientras no seamos capaces de erradicarlos. Y mientras no los erradiquemos estaremos incumpliendo la deuda que tenemos con el legado —sacrificio incluido— de José Martí. Más que citarlo, lo que está bien, nos corresponde llegar al fondo de su mensaje y tratar de hacerlo plena realidad. El crimen de dejar de citarlo sería preferible al de renunciar a esa realización.
Tal vez estemos de veras convencidos de su grandeza, aunque hay motivos para sospechar que a menudo está por encima del modo y los grados como somos capaces de intuirla. Puede ser incluso que hasta exageremos el papel del adolescente en la realización de un periódico como La Patria Libre, cuya factura, a diferencia de El Diablo Cojuelo, sugiere la presencia de manos adultas.
Pero esa exageración no sería lo peor, y ni exageración sería si el juicio se basara en un hecho fundamental: el muchacho que estaba por cumplir dieciséis años dotó a esa publicación del texto que le daría la perpetuidad que tiene, el poema dramático “Abdala”. Un texto en que la decisión patriótica se conjuga con un precoz simbolismo internacionalista, marcado por la solidez ética que caracterizó la vida del autor hasta su caída en combate.
Podríamos creer que hemos cumplido plenamente con él en cuanto al rumbo político de la nación y su soberanía, y a una voluntad justiciera contra la que se interponen obstáculos que pueden ser tremendos y debemos enfrentar con eficacia: entre ellos el hecho de que, al asumir la inviabilidad del igualitarismo, perdamos la brújula de la justicia social y la equidad y surjan rasgos de señorío contrarios al proyecto defendido.
Pero no tenemos el mismo derecho a suponer que ya hemos cumplido al máximo con el rango al que nos llama la estatura moral de la vigencia de Martí, altura que está en la base del modo como lo valoró Fidel Castro en “Unas palabras a modo de introducción” escritas como prólogo a la edición crítica de sus Obras completas: “Martí es y será guía eterno de nuestro pueblo”. Y no es eterno lo que se agota, sino lo que sigue vivo y generando vida. Si para algo debemos aprovechar “el misterio” de Martí, es como estímulo para lograr, con nuestros actos y nuestro pensamiento, que su legado sea una realidad cardinal y siga acompañándonos.
Esa es la deuda permanente que tenemos con él, de quien vale decir lo que en 1975, en el homenaje al pionero partido comunista constituido en Cuba cincuenta años atrás, el Comandante en Jefe, Fidel Castro, citó de uno de sus principales fundadores, precisamente el autor de las reveladoras “Glosas al pensamiento de José Martí”: “Julio Antonio Mella, un día dijiste que aun después de muertos somos útiles, porque servimos de bandera”. Sabemos que, aunque no fuera su propósito, son palabras que también definen al propio líder de la Revolución.