La celebración de aquel momento de júbilo en que, hace sesenta años, Cuba se declaró legítimamente Territorio Libre de Analfabetismo, y el ya inminente aniversario 63 del triunfo que lo hizo posible, propician pensar sobre la magnitud en que realizaciones y esperanzas se conjugan en una revolución verdadera. Son hechos que pueden parecer sueños, incluso a sus protagonistas.
La Campaña habría sido impensable fuera de una época en que para la inmensa mayoría del pueblo empezaron a darse juntas la conciencia de una transformación real de la nación y las aspiraciones asociadas a un proceso de cambios que no se limitó a poner fin a los asesinatos y torturas con que un régimen dictatorial al servicio de las clases dominantes vernáculas, y del amo extranjero, ensangrentaba y enlutaba al pueblo.
Incontables personas que habían sufrido la angustia del desahucio posible o realizado por no poder pagar el alquiler, tuvieron lugar seguro para vivir. Campesinos que habían sido esclavizados pasaron a ser dueños de tierra. La atención de la salud, que antes era una pesadilla, se tornó un derecho natural y gratuito. La ignorancia que sumía todavía más a los pobres en la explotación, empezó a revertirse indeteniblemente en condiciones de igualdad para todos. Y lo apuntado no agota el alcance de la realidad.
La lucha contra la miseria de los campos, donde los hacendados lograban elevadas ganancias con la indigencia de los trabajadores, fue otro de los frentes en que se cumplía el programa del Moncada. Ya conocieron jóvenes y adolescentes que partieron a lugares intrincados del país —la Sierra Maestra y otros— como alfabetizadores. Lo que en no pocos casos habrían tenido por vida modesta y hasta pobre en sus hogares urbanos, sería riqueza holgada en comparación con las condiciones de la población rural que los alojó en sus chozas para que cumplieran su magisterio.
No sería solo cuestión de sensibilidad de un poeta exuberante como José Lezama Lima la intuición de que en Cuba se abría una era de posibilidades infinitas. La población en general —descontando a quienes preferirían ser cegados por sus intereses egoístas— adquirió conciencia de una realidad que podía parecer caída del cielo.
No hacía falta más para que la Revolución hallara en la inmensa mayoría del pueblo el apoyo que tuvo como obra de los humildes, con los humildes y para los humildes. Tampoco planeaba excluir de esa dignidad a quienes venían de la opulencia y estuvieran dispuestos a hacer suya una convicción que en aquellos años encarnó un programa de vida y deslindes: “Traicionar al pobre es traicionar a Cristo”.
La naturaleza genuina de la obra devino realidad cotidiana para la población. Nada parecía asombroso: era natural. Se tenía el derecho a disfrutar los beneficios de la obra revolucionaria. Pero también se percató de esa realidad la potencia imperialista incapaz de aceptar que un pequeño país al que siempre había ambicionado someter —lo consiguió de 1898 a 1958— se sacudiera las cadenas y echara a andar por los caminos de la independencia, la soberanía y la dignidad nacional.
De ahí el bloqueo decretado para privar “a Fidel Castro” —léase: a la Revolución encabezada por él— del apoyo popular que lo mantendría al mando de la nave. Ese criminal bloqueo, ilegal e inmoral desde todo punto de vista, y que dura ya casi tantos años como los que la Revolución lleva en marcha, no ha menguado. Se ha recrudecido en medio de una pandemia letal en que los gobernantes de la gran potencia han visto un aliado en sus planes de estrangular a Cuba.
En esas seis décadas han nacido varias generaciones de cubanos y cubanas para quienes —reto que el país debe encarar con tenacidad e inteligencia— el bloqueo puede haber pasado a ser en alguna medida un elemento más del contexto, como la atmósfera, no la fuente mayor de males que es para Cuba. Dígase claramente: la principal causa de sus penurias y de las dificultades que se han atravesado en el camino contra la realización de las posibilidades infinitas abiertas por la Revolución.
Ellas hicieron del país lo que ha constituido su mayor poderío de grandeza moral y justiciera: una anomalía sistémica en medio de un mundo dominado por el capitalismo. A esa dominación se opusieron la URSS y un campo socialista vinculado con ella. Pero ese bloque, cuyo desarrollo tanto pudo haber seguido aportando al mundo, fue también agredido desde el exterior, y minado desde dentro, hasta el punto de venirse abajo, o, al decir de Fidel Castro, desmerengarse.
En tal contexto sigue Cuba su marcha, honra la canción pluriautoral que no pierde valor porque haya quien deserte de ella: “Puede que algún machete/ se enrede en la maleza,/ puede que algunas noches/ las estrellas no quieran salir,/ puede que con los brazos/ haya que abrir la selva,/ pero a pesar de los pesares, como sea:/ ¡Cuba va! ¡Cuba va!”
Un elemento hermoso le complica la tarea por cumplir, y a la vez le nutre la energía para hacerlo: las grandes expectativas que creó y siguen siendo responsabilidad suya, a la que no podría renunciar sino traicionándose. Y está bien que cargue con ese “fardo”, por pesado que sea, porque es digno, y una revolución verdadera es una fábrica de expectativas y esperanzas, o no es.
La cuestión estriba en hallar el camino, los métodos y el acierto para ser leal a esa misión, y cumplirla o, cuando menos, hacerlo todo bien, de manera que si algo no puede lograr no engrose el arsenal de “argumentos” que puedan seguir urdiéndose en su contra. Las expectativas que la honran son usadas por los imperialistas y sus secuaces para atacarla: por eso intentan que no pueda cumplirlas.
En la encrucijada, acaso el mayor deber de la Revolución sea impedir que se consume un grave peligro: que la destrucción que el imperialismo ha querido ocasionarle se produzca desde dentro, por errores y descarríos internos, como pasó en otros proyectos políticos. Lo advirtió el líder —no solo histórico, sino vivo y actuante— que continúa siendo Fidel Castro. Otros reclamos suyos adquieren cada vez más vigencia, como el que demanda que seamos capaces de hacer en el trabajo, como seres humanos libres, lo que antes de 1959 estuvimos obligados a hacer como esclavos.
Fiel también a las grandes enseñanzas de la Revolución de Octubre y sus derivaciones, Cuba tiene su octubre propio, aquel de 1868 en que su vanguardia patriótica desató sus guerras por la independencia, indisolublemente unidas a la justicia social contra la esclavitud. Ese fue el camino que la condujo a los actos insurreccionales del 26 de julio de 1953 y al triunfo de enero de 1959, así como a todas las victorias cosechadas luego, como la de Girón y la alcanzada contra el analfabetismo.
El aniversario 60 de aquellas hazañas alimentará los ímpetus y las ideas, y la inteligencia, con que debemos defender a la Revolución para que siga siendo no solo fuente de expectativas y sueños, sino de realizaciones. Los obstáculos de toda índole que se ven enfilados contra ese propósito no son pequeños. Tampoco debe serlo, ni lo será, el espíritu revolucionario de la inmensa mayoría del pueblo.