I. Comienza la batalla
Doce lustros han pasado y aún se recogen los resultados de aquella epopeya cultural llamada simplemente “La Campaña” para los más de sus 100 mil jóvenes movilizados.
Abril, de hace 60 años, nos encontró a los Jóvenes Rebeldes de mi escuela haciendo guardias nocturnas porque se sentía que estaba al llegar una agresión y nos movilizamos para resguardar nuestros centros, nuestra Revolución. Terminaba temprano el curso escolar, ajustándose a la convocatoria de ir a alfabetizar, y de las noches de vigilia los varones pasamos al Campamento Granma, en Varadero, -las niñas fueron a Kawama- donde conoceríamos el uso de la Cartilla y el Manual, nos adiestraríamos en el encendido del farol chino y comenzaríamos a percatarnos de lo qué nos enfrentaríamos después, en mi caso, las montañas de El Escambray.
Acababa de lograrse la victoria sobre la agresión mercenaria, orquestada por Estados Unidos, y la avanzada de los Conrado Benítez, la Brigada Piloto, había vencido una prueba de fuego real en Playa Girón. Lejos de desánimo por el peligro, el episodio nos ratificó la voluntad de servir.
Con el orgullo de pertenecer a ese conglomerado en formación fui de los que aquel 5 de mayo pasamos de las aulas al esfuerzo por la educación masiva de nuestro pueblo, con mucho mas entusiasmo y fervor revolucionario que conciencia en la trascendencia del hecho.
Enfrentábamos un desafío inédito “de creación, de educación y de paz”, como lo calificara Fidel en su discurso a las madres de las jóvenes campesinas que se encontraban estudiando en La Habana, aquel 14 de mayo de ese año. Cuánta razón tendría el Comandante en Jefe cuando ese mismo día, pero más temprano, nos decía en Varadero: “van a aprender mucho más de lo que van a enseñar”.
En la virtual despedida hacia nuestra inédita misión, Fidel nos dijo aquel Día de las Madres en el anfiteatro de Varadero que, a diferencia de los milicianos que derrotaron la invasión en menos de 72 horas, formábamos parte de otro ejército que “tiene que librar una batalla mas larga… y más difícil”. Combatir el analfabetismo, aseguraba, “requiere mas constancias y esfuerzo” y advertía que “una batalla como ésta… no se ha librado nunca en ninguna parte del mundo”.
El orgullo por ser parte de aquel proceso alfabetizador, que recién comenzaba a generalizarse, se reforzaba con la valoración de que “pocas veces la juventud de ningún pueblo ha puesto en su juventud la confianza y esperanza que nuestro pueblo ha puesto en la suya”. Fidel nos aseguraba –y una vez más tendría razón- que los campesinos nos enseñarían, porque la gran mayoría éramos citadinos, lo que ellos “aprendieron en la vida dura que han llevado hasta hoy”.
Muchos años después, en mi libro Episodios para el relevo (Editorial Pueblo y Educación), le daba la razón cuando escribí: “Por cada letra enseñada, cada diptongo o conjugación, en los meses que nos esperaban hubo siempre mas de un aprendizaje, a veces doloroso, pero siempre gratificante, que nos convertía en revolucionarios más conscientes de lo que hacíamos”.
Las experiencias de los trabajos voluntarios agrícolas semanales sólo habían sido una especie de aperitivo de lo que sería vivir, enseñar y trabajar en los campos. Las anticipaciones del líder de la Revolución hacían palidecer lo conocido por su auditorio. Más tarde, le recordaríamos en los amaneceres fríos y oscuros de las lomas, en mi caso inicialmente en las márgenes de Río Negro, que más tarde daría paso al Lago Hanabanilla. Cuando me “tiraba” de la hamaca con más autodisciplina que deseo y me empinaba el jarro de aluminio con café claro para calentar las tripas, repicaba en mis oídos su orientación: “los que estén en las montanas, cuando llegue la hora de la cosecha, ayuden a los campesinos a recoger café… (ya que) sobre todo tienen que enseñar… con su ejemplo… tienen que sudar la camisa … y ayudarles”.
Sus consejos, con la vista puesta en las transformaciones socio-culturales que nacerían de aquel empeño masivo, y su confianza en las nuevas generaciones, fueron elementos decisivos para que de aquel anfiteatro del balneario más famoso de Cuba saliera una ola entusiasta de brigadistas. Con la llovizna confundiéndose con las lágrimas maternas de despedida –porque muchas de nuestras madres pasaban el día allí con nosotros- regresamos a los lugares donde nos albergábamos. Al día siguiente, luego del “de pie” habitual a las 6 de la mañana, limpiamos el apartamento que nos acogía, recibimos uniforme y mochila y en la tarde salimos –en nuestro caso- hacia Santa Clara, la siguiente etapa de la aventura.
Nos sumábamos al torrente que seguiría creciendo más allá de los Conrado Benítez –que incluyó en fase posterior a trabajadores de una denominada Brigada Patria o Muerte- convencidos de que nuestro empeño tenía una única alternativa: la victoria.
Primeros tiempos
Muchas singularidades podrían hablarse de esa gran aventura educativa, dependiendo de las experiencias dispares. Yo traté de recoger la mía apoyándome en el único diario que he hecho en mi vida, una recomendación que nos dieron desde un inicio y la que el profesor Deulofeu –aun hoy le recuerdo- insistió porque permitiría a cada uno reconstruir un pasaje crucial de nuestras vidas. A mi me sirvió como virtual guión del ya mencionado libro testimonial, una especie de esqueleto al que le añadí músculos, sangre y piel y del cual ahora extraigo un segmento para rememorar aquellos primeros tiempos, ahora que cumplen 55 años.
Algo común para la abrumadora mayoría de mis compañeros –qué decir de las muchachitas- fue que por primera vez estábamos libres de la tutela familiar; empezábamos a hacer sin necesidad de mantener informados a los padres pero también sin la posibilidad de consultarles. Comenzábamos a madurar sin darnos cuenta.
Cada cual seguro tuvo un estreno diferente. En mi caso lo constituyó la iniciativa que asumí junto a otros tres amigos con los que compartía habitación de estrenar las pulcras hamacas de lona en la arboleda que rodeaba el lugar donde esperábamos la ubicación final en las montañas.
Queríamos empezar a adaptarnos a nuestra inminente vida campesina pero no contábamos con el torrencial aguacero que, pasada la medianoche, hizo parecer papel de periódico el nylon con que nos cubríamos y que nos caló de forma tal que, ya acatarrados e insomnes, decidimos suspender nuestro adiestramiento. De aquellos días fueron también el primer cigarrillo, conocer lo que entonces eran poblados como Cumanayagua y enfrentar el subir y bajar lomas, las ampollas en los pies por las botas nuevas, la poca o ninguna comida y, de vez en cuando, disparos que resonaban en la noche, porque aquella era una zona en la que habían “bandas de alzados”… Pero eso merita otro relato…
II. Enfrentando otros retos
*A enseñar, trabajar en el campo, coexistir con familias ajenas, adaptarse a condiciones rústicas y dejar a un lado hábitos de niños criados en hogares estables en la ciudad se le añadió, en muchos casos, los peligros de una época y lugares muy complejos*
Fue el 12 de junio de 1961 cuando nos llegó la primera alerta a los que alfabetizábamos en la zona de Río Negro Calabaza –y en otros puntos de El Escambray: “No deben alejarse mucho de las casas donde alfabetizan. Nunca lo hagan solos” fue la lacónica advertencia del profesor Luciano Rodríguez, jefe de la brigada del Instituto Edison, quien nos visitaba por primera vez desde que nos asentáramos en aquel lomerío.
La noche anterior la había pasado en casa de un campesino cuyo nombre comenzaba a ser leyenda en la lucha contra bandidos, Puro Villalobos. Allí escuché historias narradas por sus hijos de tropelías e incluso asesinatos que cometían elementos enemigos de la Revolución. Algunos de ellos habían sido capataces de los terratenientes refugiados en Miami luego de 1959 y pretendían su retorno para seguir explotando a los miserables guajiros de la zona. Pero no pensé que algo de eso tenía que ver con nosotros.
Aquella velada “por la libre” formaba parte de las caminatas que dábamos un pequeño grupo de alfabetizadores a lugares distantes, como Cimarrones, la Cueva de la Vieja –en la loma llamada La Colicambiá-, Jibacoa e incluso al lugar donde se represaba el Hanabanilla. Para nosotros los relatos de los esforzados milicianos, con metralleta y FAL en mano y collares de semillas de Santa Juana al cuello, eran cosa del pasado reciente, porque la Limpia del Escambray de bandas alzadas ya había concluido.
Por lo dicho en aquella tarde, a un mes de estar en esa zona, supimos que el enfrentamiento no era sólo político e ideológico y que había un reverdecer de la violencia armada.
Los siguientes meses, hasta la precipitada salida de donde festejaba la derrota de la ignorancia, fueron de constantes episodios vinculados con esa latente amenaza, aún más grave en la medida que nos internábamos en el macizo. No fue hasta pasados varios años que conocí que tanto el dueño de la casa donde paraba como otros dos hermanos, vecinos suyos, eran colaboradores de los “alzados”. Uno de ellos, “buena gente” con los “maestros” y que nos mataba el hambre en una tiendecita que mantenía en aquel lomerío, con un arrea de mulos acarreaba armas para ellos, ocultas entre racimos de plátanos.
Y hacia aquella más intrincada zona me trasladaron al dar por terminada mi labor en la primera casa. En julio me vi subiendo la Loma de la Legua hacia Las Cien Rosas, Charco Azul Arriba, al frente de un grupo de brigadistas Patria o Muerte –obreros movilizados para alfabetizar- que sin suerte habían reclamado armas para ir a parajes en los que por la noche muchos campesinos se transformaban en colaboradores de los alzados.
Recuerdo el caso de un maestro como yo que había sido ubicado en casa de uno de los jefes de banda de la zona, al que le decían El Congo Pacheco. Tenía indicaciones –cumplidas al pie de la letra- que, oyera lo que oyera por la noche, no debía de salir de su hamaca. Así cumplió su misión. Su valentía era digna de medalla.
La lógica de que armados nos convertíamos en un objetivo del enemigo, que buscaría arrebatarnos lo que lleváramos, máxime porque vivíamos aislados uno de los otros, fue un argumento sólido, al menos para mi y mis compañeros de brigada, los que sólo portábamos machete y cuchillo, utensilios comunes a todos.
En septiembre se incrementaron los síntomas de alarma ante el recrudecimiento de las acciones de las bandas. En la medida que se avanzaba en la alfabetización y contribuíamos a consolidar el proceso revolucionario, mas aumentaba la acción vandálica. El intercambio de disparos en la lejanía comenzó a ser más frecuente y cercano. Los rumores de atentados y los episodios de asesinatos se combinaban con el desplazamiento creciente de milicianos. Al dueño de la casa en la que vivía, luego de unos días de libertad, lo volvieron a meter preso por su contubernio con los alzados.
La falta de conciencia total del peligro y la impaciencia juvenil –recordar que sólo tenía 14 años- nos hacían estar constantemente en los caminos, hacia la Tienda del Pueblo, rumbo a la escuela del batey, en reuniones nocturnas para ayudar a crear la Asociación de Jóvenes Rebeldes, los CDR y la FMC, o en simples partidas de dominó en casas a veces no tan cercanas. Los juegos de pelota dominicales en el Nacimiento, las festivas veladas típicas de la región o la simple pesca de biajaibas en solitarios arroyos forman parte de mis recuerdos de la época.
Pero trabajar en lo que mis padres me animaban, “el adoctrinamiento de los confundidos”, transformando mentalidades recelosas e incorporando sobre todo a los jóvenes al camino revolucionario fueron conformando un caldo de cultivo ponzoñoso en los renovados alzados contra los brigadistas. No nos perdonaban y por eso pagó con su vida Manuel Ascunce.
Se acerca el peligro
En septiembre le escribía a mis padres que “habían 85 milicianos en cada campamento”. No les dije que los bazucazos se unieron al concierto de guerra nocturna que en mas de una noche me despertaba con cierta preocupación, aunque no fueran cercanos.
Los responsables nos apuraban para terminar la Campaña en noviembre, prohibieron salir solos y nunca de noche. La primera impresión directa de lo que pasaba me llegó una mañana de domingo, camino a un juego de pelota, cuando en un recodo del sendero, frente a un humilde bohío, vi a un hombre colgado de un frondoso árbol. El alambre de púas lacerándole el cuello fue y es una imagen imborrable del horror que intentaban imponer la “contra” en aquellos parajes.
A finales de noviembre otro episodio de este tipo me impactó profundamente: unos amigos de la casa en la que vivía, padre e hijo, ambos arrieros, luego de terminar una de las frecuentes partidas de dominó nocturnas que disputaban con nosotros, fueron asaltados y asesinados a pocos kilómetros, camino a la suya.
Fuga del infierno
El viernes primero de diciembre de 1961 fue, quizás, el mas largo de mi vida. Pasó mucho tiempo hasta que pude ordenar acontecimientos e ideas, despejando lo que pasó y lo que me figuré que sucedió. El orden cronológico lo debe encabezar el entusiasmo con el que amanecí porque iba a disfrutar de un banquete-despedida en casa cercana, donde había terminado la víspera con la firma de la carta que le dirigiera el ¿décimo? y último de mis alumnos al Comandante en Jefe, agradeciendo la posibilidad de haber aprendido a leer y escribir.
Iba a ser complacido en todos mis gustos gastronómicos, desde cerdo asado recién sacrificado a viandas variadas –todas fritas en la grasa del chancho- (no tenía idea que existiera la palabra colesterol). Sentados a la mesa, sobre la una de la tarde… comenzó la odisea…
Mi amigo y brigadista José Manuel me llevó un mensaje urgente de la distante jefatura ordenando mi evacuación INMEDIATA, sin recoger pertenencias. Por su rostro, percibí que no era una broma para frustrarme la “comelata”. Salimos, no sin antes echar parte del festín en un cartucho, pasamos por la casa donde enseñaba Ricardo, por la que yo vivía para decirles hasta pronto y subimos a la cima de la loma en cuya ladera estábamos.
Desde allí percibimos como un grupo de individuos llegaba a la que fue mi vivienda por cinco meses y, sin detenernos a pensar si eran o no milicianos, nos lanzamos a marchas forzadas en busca de la Tienda del Pueblo. Escribí que “cualquiera que nos hubiera visto, pensaría que éramos los nuevos dueños de las Botas de las Siete Leguas”. Por las zancadas parecíamos especialistas del triple salto.
A vertiginoso ritmo llegamos a la tienda, ya desierta de brigadistas y transporte, y seguimos loma abajo, en busca de Cimarrones, que tenía un pequeño muelle en lo que ya se vislumbraba como Lago Hanabanilla, de donde saldría un lanchón con nosotros. Sin percatarnos de arroyuelos, pendientes ni piedras, bajamos en tiempo récord la Loma de la Legua, pasamos por la casa de Puro Villalobos y saltamos dentro del desvencijado lanchón que nos esperaba con nuestros compañeros.
Las risas, sin chiste alguno que las provocara, retumbaron por la Zoila, Vista Hermosa, Naranjito y otras zonas que nos bordeaban y dejábamos detrás. Aún no nos dábamos cuenta de lo que podía haber pasado, pero todos sentíamos la alegría de estar vivos y cumplidores.
Retorno arriesgado
La sobresaltada estampida terminó a las 4 de la madrugada en las respectivas casas, con relatos que desvelaron a los familiares, quienes vivían ignorantes de la situación que se desarrollaba en nuestro entorno. A la semana volvimos a las lomas porque –nos dijeron- la situación estaba controlada.
El 9 de diciembre, en Cumanayagua, nos aseguraron que tendríamos respaldo miliciano para recoger nuestras cosas y regresar de inmediato. Los cuatro mas alejados del grupo éramos El Guajiro Planas, Ricardo, Zenande y yo. Al llegar a la muy mencionada Tienda del Pueblo, nadie nos esperaba, lo que no nos sorprendió, e iniciamos la subida hasta nuestras respectivas moradas por nuestra cuenta.
Llegar sin compañía sobresaltó a la familia. Hubo rápida recogida de pertenencias, abrazos y besos fugaces –nunca he sido amigo de las despedidas- y hasta la compañía de Pablo, el mayor de los hermanos solteros, quien me ayudó con los bultos en su caballo. Todo finalizó antes de que cayera la tarde que, nuevamente caminando-corriendo hasta la Tienda, los cuatro reunidos seguimos hasta el distante embarcadero.
El extraño silencio del monte en esta nueva bajada y la casi ausencia de campesinos visibles fue roto de improviso a sólo tres kilómetros del punto de embarque hacia El Salto. Una feroz balacera retumbó en la cañada por donde marchábamos, al parecer nacida en una zona llamada Mata de Café. Esa fue una virtual despedida de lo que ya era un infierno.
Asustados pero indemnes iniciamos el retorno definitivo. Los peligros quedaban atrás. Terminaba la aventura con el deber cumplido y una experiencia invaluable de la vida a la que siempre le deberemos.
III. Una forja para siempre
Fidel nos advirtió, casi al inicio de aquella mítica Campaña, que no sólo ayudaríamos a enseñar a leer y escribir a más de un millón de cubanos sino que el empeño haría “más revolucionarios y mejores ciudadanos a cien mil jóvenes de las ciudades”.
El romanticismo de acometer una misión inédita correspondía a los momentos en que la rebelión triunfante pasaba a ser Revolución. Era la gran posibilidad de que los bisoños aprendices asumiéramos compromisos mayores, que viéramos la vida con la crudeza de los campos, sus trabajos, penurias e ignorancia y la falta de esperanzas en que vivió una gran mayoría de cubanos, los pobres y analfabetos, hasta el aún cercano 1959.
Las movilizaciones estudiantiles -agrícolas, políticas y militares- sólo eran una especie de preparación física e ideológica de aquella gran masa que nos sumamos a esa aventura mayor, fuera de nuestros hogares por un prolongado período. La Asociación de Jóvenes Rebeldes, a la que pertenecíamos muchos en mi escuela, fue la convocadora pero el empeño estaba organizado centralmente por una Comisión Nacional integrada por adultos, sobre todo profesores.
En aquellos momentos comencé a percibir la decantación que producían los nuevos tiempos porque, con mucho esfuerzo, mis padres habían sufragado mi educación en una escuela privada, en la que primaban “hijos e hijas de papá” y por lo tanto afectados por las decisiones de beneficio popular que les eran ajenas. Formé parte, entonces, de una minoría en mi entorno inmediato que nos convertíamos en arrolladora mayo-ría en la calle.
Entre ellos, no obstante, hubo quienes se sumaron, incluso desafiando lazos y entornos íntimos, y así permanecieron (y permanecen) junto a los principales protagonistas de esta y otras gestas patrióticas: el pueblo. Aunque la misión era dura, 20 de los 57 brigadistas que salimos juntos regresamos sonrientes a La Habana a finales de aquel diciembre.
Lo singular, en el caso nuestro, muchachos y muchachas del Instituto Edison, de La Víbora, es que fuimos liderados por un subdirector y co-dueño del centro, Luciano Rodríguez, quien vivió la experiencia de sumarse a lo que socialmente nacía, junto con algunos de sus hermanos, mientras otros se marchaban, al ser nacionalizada la enseñanza, y fundaban una escuela con ese nombre en Miami. En su ejemplo –llegó a ser Director de un Politécnico en Centro Habana- se refleja el altruismo, la sensibilidad humana y el repudio a las desigualdades que hicieron, a otros como él, desprenderse de lazos de clase y abrazar la causa revolucionaria. Sirvan estas líneas como homenaje pendiente a los excelentes maestros, médicos y otros profesionales que ayudaron a parir lo nuevo y no siguieron al dinero.
Piso de tierra y techo de yaguas
Sería exagerado afirmar que esa era la imagen absoluta de los campos a los que llegamos los alfabetizadores en aquel 1961. Pero abundaban más de lo que querían mostrar las postales costumbristas. La revista BOHEMIA de por entonces reflejaba esa realidad.
Me ayuda a documentar esa visión un par de planillas-encuestas que conservo del Ministerio de Salud Pública, Dirección de Docencia y Divulgación “Carlos J.Finlay”, en las que reflejé las condiciones en las dos casas en las que viví en mi estancia en El Escambray. Se notarán diferencias entre ambas, pero la primera fue la que, por tres meses, acogió mi novata ansiedad por un entorno bien diferente al habitual.
Estaba ubicada en Río Negro, barrio Guaniquical, Municipio de Trinidad, en un rellano de una elevación desde la que se dominaba el valle. Entonces resumí que en un bohío de tres piezas, vivían más de 10 personas, con sólo una cama –el resto dormía en hamacas. Once de sus habitantes pernoctaban en un “dormitorio” (sala y cocina-comedor, completaban el espacio) con piso de tierra, paredes de tabla y techo de guano, sin pozo de agua ni menos acueducto. Había que buscar el preciado líquido en un arroyito al fondo de una empinada cañada. Se cocinaba con leña (lo que ahumaba la magra dieta de boniato y arroz). El acápite Eliminación de Heces Fecales, con la inexistencia de nada de lo que se preguntaba, daba por resultado que las condiciones higiénico-sanitarias fueran pésimas.
En la otra, en la finca Las Vegas, Barrio Aguacate, del propio Trinidad, la casa principal contaba con una casita-dormitorio-almacén donde colgábamos las hamacas todas las noches tres jóvenes solteros de la familia y yo. Allí permanecí desde julio a diciembre. El resto de la vivienda, con5 ambientes, cobijaba también a numerosas personas. El piso de tierra y paredes de tabla era coronado con un techo de tejas, lo que reflejaba una mejor situación económica. También lo era el contar con letrina –aunque sólo la utilizaban las mujeres y no siempre- y que el dueño contara con un jeep, aunque le había sido decomisado antes de mi arribo por su colaboración con los alzados de la región.
Este panorama ayuda a comprender –no sólo en las agrestes condiciones de aquellas lomas- los desa- fíos a los que enfrentaba el proceso revolucionario para adecentar las condiciones existenciales en semejantes parajes. Las encuestas permitían una mejor evaluación para el desarrollo de un trabajo comunitario ya de por si complejo por la negativa atmósfera política prevaleciente.
Recuerdos y compromiso
Las condiciones someramente descritas no me marcaron negativamente, tanto como quizás pueda parecer al narrarlas. Sí se mantuvieron (y mantienen) en la memoria como realidad –ni exagerada ni edulcorada- que apreciamos los alfabetizadores. Parecidas o peores que ellas, en otras geografías, explican y justifican la necesidad de transformaciones sociales radicales como las emprendidas entonces en Cuba.
En aquel intenso año en el que comenzamos a madurar como hombres y mujeres de la Revolución, aunque aún fuéramos adolescentes y algunos casi niños, hay vivencias que aún perduran, sin que tengan trascendencias formativas esenciales. Pero siempre nuestras posaderas recordarán el dolor de montar por primera vez un caballo, yegua o mulo (este último fue mi caso), o en las manos se sentirán las ampollas de chapear y labrar campos –si inclinados como el de Las Vegas, peor. Fue el tiempo del primer cigarrillo (de papel de arroz, “rompe pecho”, como se le conocía); de extrañar a las muchachitas alfabetizadoras en la lejana Taguasco; de saborear la raspa de harina con azúcar prieta, los grandes plátanos “cuyás” y la carne de jutía cazada en el monte con ayuda de mi escopeta de “pellets” y los perros, todo ello en la segunda casa.
De mayor trascendencia, lo que me impulsa a escribir en su 55 aniversario, es lo que significó La Campaña para mi generación, más allá del valor de enseñar a los que no sabían leer y escribir. Fue la fragua primaria, esencial para muchos, que nos colocó de forma más consciente y definitiva en el camino de aspirar siempre a ser útiles a los demás, esencia del socialismo por el que no dejarán de luchar todos los que hoy se emocionen al llamarse BRIGADISTAS.
IV y final: Honor de ser alfabetizador. 60 Años después
Mientras escribo, siento en mis huesos y mi memoria el traqueteo del tren cañero que me llevaba de regreso a mi capitalina casa, luego de vencer la última encomienda que me dieron como brigadista Conrado Benítez. Ya han pasado casi 60 años de aquella escena.
“…cumpliendo con la Patria donde se me necesite” le había escrito a mis padres el día 12, al reportarle que estaba en Venegas …”en donde el diablo dio los tres gritos”.
Al cabo de los años corregí esa apreciación al escribir que “realmente no era un lugar tan recóndito a donde fui a parar en las postrimerías de la Campaña, pero tras tantos meses de separación del hogar, la nueva ubicación me resultó tan distante de todo lo deseado reencontrar que mis humos no podía ser otros que el que reflejaba aquella misiva.
Todo había empezado, como muchas cosas en la vida, por casualidad… Desde Cumanayagua, había ido a la granja “Piti Fajardo”, en Trinidad, donde tendría lugar la proclamación del Escambray como Territorio Libre de analfabetismo.
Me quedé sólo con una frazada, un pullover y una toalla y le había dado el resto de mis cosas a mi padre que me había ido a apoyar en la arriesgada retirada que había hecho del macizo montañoso donde los contrarrevolucionarios incrementaban su accionar.
Tenía confianza en que a más tardar al día siguiente estaría en La Habana. No contaba con que el jefe de la campaña en Sancti Spíritus pediría al de mi brigada 15 voluntarios para apoyarla en su municipio. Sólo dos postergamos el inminente regreso. Casi sin darme cuenta, yo era uno de ellos.
En mi libro “Episodios para el relevo” escribí hace algunos lustros -y ahora lo ratifico- “Hoy no hubiera aceptado el reto de entonces porque me hubiera rebelado ante el engaño de pretender iniciar y vencer el aprendizaje elemental para analfabetos en sólo 10 días, con tal de cumplir una meta”.
Me vi camino a Trinidad, como si la Campaña volviera a empezar. Me destinaron a Venegas, con mi entrañable amigo José Manuel Hernández Reina, ya conocido como “Jesucristo” por un episodio vivido en la manigua montañosa de el Escambray. “Casi sin ropa para cambiarme (suerte que estar sin calzoncillos ya no era una novedad para mi) pasé unos días de grandes contrastes. Por un lado dormía en un catre sin colchoneta y por otro almorzaba hasta tres bistés de un golpe; me exasperaba con el alumno asignado en clases nocturnas y, a la vez, me divertía por el día jugando billar en el círculo social”.
Al alumno, de 62 años pero sin retentiva, falto de vista e interés, le enseñé a firmar en tres días. Puso su rúbrica en tres modelos que yo llené con la mano izquierda –la menos experta- y con ello lo di por alfabetizado a la semana. Por suerte aquel fue un mal ejemplo escaso y aislado, que no empaña en lo más mínimo el rotundo triunfo masivo que se tuvo sobre la ignorancia en mi país, hace ahora seis décadas. Pero me quedó como enseñanza primera de lo que posteriormente he denunciado como oportunismo cada vez que constato ese tipo de actuación.
Así lo asenté en la obra que cito: “Los últimos días en el distante poblado espirituano no opacaron en mi el brillo del triunfo verdadero; sólo me advertían sobre los que jugaban con las verdades para acomodarlas a su personal beneficio, lección que aún hoy me mantiene alerta ante las utopías manipuladas”.
El martes 19 de diciembre, a las nueve de la mañana, partimos los brigadistas habaneros de aquella zona hacia la capital, en un tren cañero con improvisado techo de guano, “con la alegría reventándonos los ojos y las gargantas” “Vi desde el llano, rumbo a Santa Clara, la sierra que tanto significaba para nosotros, (la del Escambray) distante en la geografía y a la vez tan cercana en nuestras mentes; aparentemente apacible y sin embargo tan plena de tensiones. “Evaluando ese período decisivo, en el cual la mayoría abandonamos la ingenua adolescencia, se me fueron las casi 52 horas que permanecimos en aquel traqueteante tren, el cual tras roturas, aguaceros, frío y falta de suministros, nos dejó en la noche del 21 de diciembre sobre el asfalto capitalino, con la certeza de que, como Fidel nos confirmaría al día siguiente, teníamos ´una vida fecunda y creadora, una vida extraordinaria por delante´”.
Si hoy, con 60 años más de vida, me volvieran a pedir que subiera a las montañas a enseñar, y tuviera las condiciones físicas de entonces, diría nuevamente PRESENTE.