Había transcurrido algo más del primer tercio del siglo XIX cuando Ramón de Palma escribió, en 1838, El cólera en La Habana. Por aquel entonces, la narrativa cubana daba sus primeros pasos. Era la expresión concreta de la voluntad manifiesta en un grupo de criollos de configurar el perfil identitario de la Isla mediante el registro de costumbres y acontecimientos relevantes.
El relato de Palma comienza en noche de carnaval. La alta sociedad habanera despliega su elegancia en baile de máscaras, ocasión propicia para engarzar alianzas matrimoniales, garantía del acrecentamiento de las fortunas acumuladas, inconscientes muchos todavía del peligro que los amenaza.
En las barriadas empobrecidas ha surgido el cólera. Incontenible, la peste habrá de invadirlo todo. La ciudad se hunde en el silencio y la muerte. Por sus calles solo transitan los carros fúnebres, cargados de cuerpos inertes. La imagen de su conductor rezuma odio en sus gestos y palabras. Es la encarnación tangible del mal, confrontación implícita con el bien que asoma en la conducta solidaria de unos pocos vencedores del miedo. La noveleta concluye con las señales de un tímido renacer de la vida. Su autor ingresa así en la larga tradición literaria que, desde distintas perspectivas, abordó el tema de las epidemias que asolaron periódicamente regiones del planeta.
Confiados en el progreso científico, creíamos que el peligro de enfermedades letales arrasadoras a escala universal había quedado sepultado para siempre en el pasado. Una violenta sacudida nos ha despertado de ese sueño ilusorio. Con rostro desconocido, el mal latente seguía estando ahí. Al cabo de meses de constante batallar, una luz ilumina desde lo más profundo del túnel. Subsisten aún muchos misterios por desentrañar, pero las vacunas ofrecen un paliativo y renace con fuerza el deseo de regresar a una normalidad reclamada por los seres humanos, gregarios por necesidad y naturaleza.
El momento convoca al análisis y la reflexión. Ante un agresor invisible, mutante y omnipresente, todos somos vulnerables. La pandemia ha producido un alto costo en los planos de la economía y la sociedad. También en el impalpable territorio de la subjetividad humana, agudizado en un país como el nuestro, sometido a un bloqueo que, en estas circunstancias, ha apretado las clavijas. Sus efectos paralizantes han afectado el desarrollo del sector productivo, la circulación mercantil de bienes y servicios y el ingreso en divisas, sobre todo por el congelamiento de su fuente fundamental de origen turístico.
Los daños sicológicos y sociales no son mensurables en cifras. «El dolor no se comparte, se multiplica», dijo Fidel en ocasión memorable. Tras las estadísticas de enfermos y fallecidos subyace una extensa red de familiares, amigos, colegas, compañeros de trabajo y de combate en un proceso de construcción social colectiva. Todos hemos sentido en algún grado el zarpazo desgarrador de la pérdida y la angustia por la evolución del paciente en las jornadas de hospitalización. Permanecen, además, las interrogantes acerca de las posibles secuelas del mal. Queda en nuestra memoria la imagen de un rostro concreto, la resonancia de una voz que no volveremos a escuchar, el calor de una mano tendida en un momento difícil. A todo ello se añade la repercusión emocional del aislamiento exigido para evitar la diseminación de los contagios, junto a la ruptura de hábitos adquiridos de intercambio presencial en los centros de trabajo, la escuela, los espacios públicos, la recreación y las numerosas variantes de vida cultural participativa.
La pandemia ha desnudado las múltiples dimensiones de nuestra vulnerabilidad. Ha mostrado también, en lo material y en lo espiritual, la fuerza cohesionadora de la solidaridad y la fuente de altruismo subsistente en quienes, poniendo en riesgo su bienestar, han acudido en ayuda de los necesitados, desconocidos ayer y quizás olvidadizos mañana.
Al reanudar la marcha, el paulatino reinicio de las clases constituye garantía de continuidad y porvenir. Se ha desarrollado un enorme esfuerzo por proseguir el trabajo con los educandos a través de distintos medios. Pero nada sustituye el intercambio vivo entre el maestro y un grupo de estudiantes. El aula es un ámbito esencialmente dialógico. El maestro experimentado adquiere una particular sensibilidad para medir temperatura ambiente, los altibajos en el interés sostenido por sus discípulos. Las preguntas de los más inquietos sacuden las modorras rutinarias e invitan a desbordar los límites, algo estrechos, de los programas establecidos; favorecen el ejercicio activo del pensar.
El enfrentamiento a la pandemia en condiciones tan adversas ha demostrado la sabiduría inherente a la formulación de políticas que articulan las inversiones a corto y largo plazos. La inmediatez tiene reclamos ineludibles. Pero el auspicio a la educación y a la investigación científica, convertido en prioritario desde el triunfo de la Revolución, nos ha permitido afrontar los desafíos actuales, colocarnos en la vanguardia en el exigente campo de la biotecnología y disponer de nuestras propias vacunas, así como de producciones de alto valor agregado.
Abocados a un indispensable cambio de mentalidad, a la descentralización de las decisiones y al impulso de nuevas formas de gestión económica, el papel de la educación requiere especial atención en todos los ámbitos de la sociedad. Implica capacitar, adquirir nuevos conocimientos y sustentar sobre esos pilares la permanente renovación de un pensamiento creativo.
(Tomado de JR)