Una cosa es la persona, otra el personalismo; una el individuo, otra el individualismo; una el yo, otra el yoísmo. Y aunque se ha extendido la idea de que el ego encarna el desbordamiento de la soberbia y el amor propio, ego viene del latín y significa yo, por lo que en sicología se emplea para dar nombre al yo consciente. Lo repudiable sería, en todo caso, actitudes como la egolatría y el egoísmo. El justo rechazo al economicismo no autoriza a echar por la borda la economía, y ni la biología ni la sociología son responsables de los excesos biologicistas y sociologistas perpetrados en su nombre.
Que lo dicho sean verdades de Perogrullo, dictados del que se supone sentido común, no implica que se trate de algo bien conocido y asumido. Los desenfoques pueden tener consecuencias variopintas, hasta graves. El socialismo —otro -ismo que habla de tendencia a partir de un concepto que puede ser tan “neutro” o factográfico como social, del mismo modo que comunismo tiene su base en común— ha cargado con la acusación, no siempre sana, ni siempre infundada tal vez, de que intenta ignorar al individuo en beneficio de la colectividad.
En sí mismo, el colectivismo es una orientación básica de la mayor importancia, y sus déficits o carencias están entre las mayores causas de las tragedias sufridas por la humanidad. Antes de que precauciones historicistas —el historicismo es una tendencia, no siempre seguramente acertada, de asumir lo histórico— tilden de idealismo lo afirmado, dígase que se trata de realidades afincadas en las honduras del modo de producción y de propiedad dominantes, y en otras “minucias” por el estilo.
Pero en ningún entorno sería sensato menospreciar el papel que las actitudes y el pensamiento colectivistas podrían cumplir, o cumplen, para estimular un funcionamiento sano de la sociedad y la búsqueda de la correspondiente justicia. Ahora bien, aunque ningún yo vive enteramente —aunque lo deseara— desconectado de los otros, unidad no significa unanimidad, ni un colectivo es la suma de individuos indiferenciados, faltos de lo que hace o debe hacer de cada uno de ellos lo que es o merecería ser. Cada quien actúa desde sus características y con sus virtudes o mataduras individuales, y no escasearán ejemplos con que ilustrar esa verdad.
Sin salir de la historia de Cuba, puede pensarse en un héroe extraordinario como Antonio Maceo. Ante inmoderaciones —asociadas quizás a virtudes quién sabe cuántas veces o por qué caminos— con que otros estropeaban la disciplina y la unidad en las filas independentistas, Maceo encarnó la firme verticalidad capaz de salvar la unidad y la disciplina. Pero es difícil imaginar al protagonista mayor de la Protesta de Baraguá como un modosito militante de una organización política de base. Un militante de tal característica no encabezaría una acción como esa —a lo sumo la secundaría, resueltamente incluso—, ni desataría otras como las que dieron inicio a la etapa que condujo a la victoria revolucionaria en Cuba en 1959.
Entre las muchas luces que debemos a los antiguos se halla el saber que defectos y virtudes son o pueden ser las dos caras de una misma moneda, por lo que resulta arduo, si no inviable, el afán por diferenciar radicalmente voluntad y voluntarismo. Tal vez una persona tacaña sea capaz de administrar bien recursos que se le confíen, y la generosa termine siendo manirrota. Quizás sirva para todo el mundo una pregunta que valdría hacerse especialmente en Cuba y otros pueblos de relativa juventud: ¿Cómo encontrar el punto exacto en que el embullo y la inconstancia se separan?
El coraje y el tesón con que Maceo encabezó la histórica Protesta, emblema de la voluntad de lucha de la patria, se manifestarían también en hechos como los de La Mejorana el 5 de mayo de 1895. En ellos —y con la experiencia de una vida consagrada a la patria, por lo que sufrió no solo heridas de balas, sino otras tal vez más dolorosas— tuvo reacciones que el equilibrado Manuel Isidro Méndez calificó de intemperancias.
Cada quien va por el mundo con su persona, su individualidad, su yo, su ego —que podrá tratar de controlar, pero de los que no podrá prescindir—, y con su historia y sus aspiraciones, que pueden ser las más sanas, sin dejar de ser eso: aspiraciones. Los resultados de sus actos serán tanto mejores, y más dignos de admiración, y de tomarse como ejemplares, cuanto más capaz sea de actuar en función de altos ideales, entre ellos el servicio al bien común. Pero exigirle que prescinda de su persona, de su individualidad, de su yo —literalmente, de su ego—, sería pedirle una especie de suicidio, y que otros intentaran aplastarle esas fuerzas equivaldría a procurar un homicidio sicológico, anímico. De difícil o improbable consumación, sí; pero desearlo sería ya monstruoso.
No es decapitación alguna del yo, reiterado en sus Versos sencillos, lo que da a ese poemario de José Martí el valor colectivista que tiene, como toda su obra, todo su pensamiento, toda su vida. Desde el arranque de “Yo soy un hombre sincero” y la raigalidad personalizada en “De donde crece la palma”, el recuento autobiográfico presente en el libro conduce hasta la decisión final de morir o salvarse junto con su poesía: “Verso, o nos condenan juntos,/ O nos salvamos los dos”.
La plenitud caracteriza el alcance colectivo del programa de combate y sentido de responsabilidad que resumió Fidel Castro, desde su yo de acusado, al sostener frente a quienes lo juzgaban por los hechos revolucionarios del 26 de julio de 1953: “Condenadme, no importa, la historia me absolverá”. Es difícil imaginar una declaración de fe más personal y a la vez más fiel al sentido colectivista de la plasmada por Martí —sobre un nosotros legítimo como suyo, no pose demagógica— en su discurso de febrero de 1892 conocido como “Oración de Tampa y Cayo Hueso”: “la historia no nos ha de declarar culpables”.
Sin llegar a ejemplos epónimos como los que personifican los héroes mencionados, y otros, vale tener en cuenta el valor personal de la pasión con que cada quien defenderá un proyecto colectivo como la Revolución Cubana. En su entorno —y en sí mismo— cada quien habrá vivido la experiencia de poner todo su yo, todo su ego, en la defensa de ese proyecto, acaso incluso sin descartar alguna dosis de yoísmo, de egolatría. Si de motivos de pasión sincera y sin frenos que la menoscaben se trata, recordemos lo de Manuel Navarro Luna en su elogio de la heroica rebeldía de Santiago de Cuba: “¡No os asombréis de nada!”
La abyección con que algunos entregan su persona, su individualidad, su yo, su ego a las peores causas, y se venden a la potencia imperialista empeñada en asfixiar a Cuba, no debe llevarnos a ignorar la importancia de la persona, la individualidad, el yo, el ego, en la lucha contra los gobiernos de esa poderosa nación y sus cipayos. La pasión carente de fibra individual es impensable y, de existir, podría compararse, en todo acaso, con lo que para el disfrute del café significa el descafeinado, aunque se supone que este último puede ser benigno para la salud, y al menos sigue sabiendo a café, mientras la pasión sin fuego personal no pasaría de ser zambumbia.
No hagamos al personalismo, al individualismo, al yoísmo, al egoísmo, el regalo de sustentar formas de pensamiento que no servirían más que para cultivar un gregarismo insulso y sin fuerza. Cada quien con su fuego defienda la justicia, la verdad, la patria, la Revolución. El “Venceremos” que completa el “Patria o Muerte” y es forma cabal de defender la vida, estaría manco, inseguro, inviable, si quienes lo hacen suyo no lo abrazaran con su pasión personal, con todo su yo.
Magnífico, Toledo. Bien dicho, en el equilibrio juto entre lo que es de todos y de uno, y viceversa.