De qué otra causa vendría la prevención, o el escozor, que a todo patriota —que así merezca ser llamado desde los fundadores hasta hoy—provocó siempre la participación de los gobiernos de Estados Unidos en la causa de la independencia de Cuba.
Una de las lecciones más notorias de nuestra historia, y de las más gravosas para olvidarla, es que los problemas de la Revolución, con sus más de 150 años de impulsos, retrocesos y remontadas, deben resolverse dentro de esta, nunca en su contra.
En esta tierra, cuando se abandona el camino de la Revolución, o este se debilita o desvirtúa, se termina, de alguna manera, en los pantanos de la anexión o de la intervención.
Todo lo anterior no es solo una enseñanza para quienes se dejan arrastrar a la contrarrevolución por causas diversas. También lo es para los líderes y hacedores todos de la Revolución: siempre tiene que existir una vía, una salida para la corrección y el mejoramiento a su interior.
A la Revolución no solo la legitiman sus leyes, sus líderes o sus políticas, que pueden llegar a ser más justicieras o erradas —pónganle el masculino—, sino además su capacidad de rectificación.
Se trata también, como le escuché defender hace poco a un ciudadano íntegro sometido a la insensibilidad burocrática, de que nadie se vea compulsado a la contrarrevolución para resolver los problemas de la Revolución.
Seríamos ingenuos si creyéramos que lo que está en juego ahora mismo, mientras nos enfrentamos a una de las más graves operaciones político-comunicacionales contra el país —dirigidas y financiadas por el Gobierno de Estados Unidos— es cualquier tipo de liderazgo prefabricado o pretencioso. La gran disputa estratégica es por la legitimidad de la Revolución y de su sistema político e institucional.
Quienes le hacen la pala interna no son más que fichas al servicio de la jugada que busca ese propósito, y que muy pronto —lo estamos viendo todavía sin el final de la provocación en marcha— serán sustituidas por otras que les parezcan más eficaces para el empeño.
La legitimidad, por supuesto, requiere de consensos, algo que los contrarios a la Revolución buscan quebrantar a toda marcha, sobre todo después del 11 de julio pasado, cuando creyeron ver señales de fracturas en ese valladar portentoso contra el que se estrellaron todos sus actos, desde los más bárbaros hasta los más siniestros, como el de Joe Biden de mantener las más de 240 medidas de la administración Trump, en medio del infortunio de la
COVID-19, pese a las promesas de campaña.
La ruptura de esas promesas, con el pretexto de los sucesos de la mencionada fecha, muestra la bajeza moral de un contendiente que, como denunció el presidente mexicano Manuel López Obrador, utiliza el bloqueo para impedir el bienestar del pueblo de Cuba con el propósito de que este, obligado por la necesidad, tenga que enfrentar a su propio Gobierno.
El cálculo, vil y canallezco, para usar calificativos de Obrador, choca contra una dignidad que el Presidente hermano considera, con toda razón, debiera premiarse internacionalmente.
Es la dignidad que nos da, como pueblo, la salida del «infortunio» de la pandemia, y nos dará la paz del presente y del futuro, y seguramente el bien, tan postergado como merecido.
Aunque las fichas con pretensión de ser reyes sigan apareciendo sobre el tablero, y hasta añoraron algún épico poema, que parece será el del olvido.
(Tomado de Juventud Rebelde)