Esta Carabina aspira a ser un pequeño homenaje a la memoria de Roberto Fernández Retamar en ocasión del Día de la Cultura Cubana –una cultura que él tan brillantemente representa– y a la vez un pretexto para celebrar el 50 aniversario de la aparición de Caliban en la revista Casa. El texto del cincuentenario –que sirvió de prólogo a la antología Acerca de Roberto Fernández Retamar (2001)– se reproduce aquí con leves cambios.[1]
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La tarea asumida por Retamar como difusor de un ideario descolonizado se insertaba en una tradición cultural que remontándose a Bello –a Simón Rodríguez, a Bolívar, a Lastarria, a Bilbao…– llegaba hasta Hostos y Martí; pero en ningún caso el hecho de saberse parte de “un pequeño género humano” conducía a una negación de los valores culturales de origen europeo, especialmente los propios de la Ilustración. Una investigadora contemporánea ha podido hablar de “euroamericanismo” a propósito de la influencia de Humboldt en Bello y otros intelectuales hispanoamericanos de la época. Se trataba, simplemente, de un ejercicio de autenticidad: puesto que siempre habíamos sido el Otro del discurso de la dominación colonial, había que reivindicar nuestra Otredad a un nivel más alto para no tener que seguir viéndonos de espaldas en el espejo de la Historia, como le ocurría con su propio espejo al personaje de Magritte.
Los problemas inherentes a las relaciones entre el intelectual y el poder revolucionario se insinuaban como otras tantas preguntas, que Retamar habría de plantearse con todo rigor: “¿Es posible ser un intelectual fuera de la Revolución?”, o más exactamente, “¿es posible pretender establecer normas al trabajo intelectual revolucionario fuera de la revolución?” Entre nosotros, el triunfo de las fuerzas revolucionarias había permitido articular en un gran proyecto colectivo las energías intelectuales hasta entonces dispersas, pero al mismo tiempo ponía en crisis los valores tradicionales; en efecto, el tránsito de lo individual a lo colectivo, de la contemplación a la acción, al producir el “alumbramiento de nuevas categorías”, mostraba la caducidad de las ideas provenientes del ámbito ideológico y político burgués. Sin renunciar a lo más significativo de la herencia cultural europea, [Retamar] ha sabido desarrollar en su obra ensayística —con admirable rigor intelectual y literario—, un pensamiento descolonizador y nuevos modos de entender y afirmar ciertos rasgos que hoy reconocemos como propios de la identidad cultural de Hispanoamérica.
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Entre los reconocimientos internacionales que en su momento recibió Retamar están el Premio de la Latinidad (2007), la condición de Miembro de Honor de la Sociedad de Escritores de Chile (1972), el Premio Latinoamericano de Poesía Rubén Darío (1980), de Nicaragua, el Premio Alba de las Letras (2009), de Venezuela, el grado de Oficial de la Orden de las Artes y las Letras (1994), de Francia, la condición de Puterbaugh Fellow (2002), de la Universidad de Norman (Oklahoma), el simposio de homenaje organizado por la Universidad de Sassari (Italia) y el volumen, compilado por Elzbieta Sklowdoska y Ben A. Heller: Roberto Fernández Retamar y los estudios latinoamericanos (2003), del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, con sede en la Universidad de Pittsburgh. El historiador inglés Gerald Martin considera a Retamar el precursor de los llamados Estudios Culturales en América Latina y “un puente intelectual indispensable entre el siglo diecinueve americano y el siglo veintiuno”
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Si la poesía conversacional desafía nuestra visión de lo poético es porque intenta atrapar el mundo con las manos desnudas, es decir, con un lenguaje ajustado a la estricta realidad de las cosas, lo cotidiano, la emoción primigenia. Aludiendo a la poesía de Retamar, a principios de los años sesenta, Carpentier observaba cómo en ella el Acontecimiento, en sí mismo una imagen, lograba expresarse prescindiendo de imágenes, lo que equivale a decir que aquí el arte del poeta consistía en ocultar el artificio. Uno no puede menos que pensar en la paradoja de Valéry cuando insinuaba que la claridad presupone un misterio. En efecto, basta leer los grandes poemas de Retamar para percatarnos de que en ellos lo metafórico radica en el acto mismo de la escritura, en esa toma de posesión de la realidad –y del misterio de su transparencia– realizada en nombre de todos, con la autoridad que le otorga el dominio entrañable del lenguaje y su propia aptitud para narrar lo íntimo como si se tratara de una experiencia colectiva –o viceversa. Si la poesía no tuviera una función social que cumplir –si fuera apenas un lujo necesario y no una pieza clave en el ecosistema de la cultura– bastaría ese modo de guardar las palabras de la tribu para justificarla ante el mundo.
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Un importante factor de continuidad y coherencia –vigente en la dinámica interna de la revista Casa— lo constituye el hecho de contar con el mismo director desde hace más de treinta años. (…) Retamar comenzó a dirigir la publicación con amplias credenciales de revistero y un sólido prestigio como poeta y ensayista, que se consolidaría con la aparición de Poesía reunida (1966) y con los trabajos de teoría y crítica incluidos en Ensayo de otro mundo (1967), Para una teoría de la literatura hispanoamericana y otras aproximaciones (1975) y Caliban y otros ensayos (1970). Al recibir la noticia de su nombramiento, Ángel Rama opinó que, para la Casa, era “una adquisición de primera magnitud”. “Nadie mejor en Cuba para dirigir la revista de la Casa, nadie mejor informado de la literatura americana, nadie con mejor equilibrio entre lo artístico y lo político.”[2] Desde su bien ganada posición de patriarca de los revisteros cubanos, José Lezama Lima dio fe de aquella genealogía editorial: “Roberto Fernández Retamar, que ahora dirige la revista Casa de las Américas, desde muchacho estuvo en la revista Orígenes y, desde luego, vio de cerca lo que es un taller renacentista, creando en una gran casa, animado por músicos, dibujantes, poetas, tocadores de órgano”…
Volvamos al archivo, que es como decir, a lo nuestro. “La atmósfera de este fin de siglo (…) –contaminada de escepticismo, mercadofilia y tecnolatría– nos deparaba una última paradoja. En medio de una crisis que la obligó, primero, a reducir el volumen de su tirada, y después, a dilatar su periodicidad, la revista Casa, como la propia institución que le da nombre, ha vuelto a ser, o más bien, sigue siendo, una caja de resonancia fiel al espíritu del intelectual que la conduce. En otras palabras, sigue siendo un amplio lugar de reflexión donde confluyen los rasgos distintivos de la clásica Utopía latinoamericana: en lo político, el sueño bolivariano de unidad continental, y en lo cultural, la búsqueda siempre renovada de nuestra identidad. ¿Cómo podrían renunciar a ellos quienes aspiran a inscribir, en la castigada geografía de nuestra América, las señas de una sociedad más libre y más justa?”. (Publicado en el Centro Pablo de la Torriente Brau. Imagen destacada: Dary Steyners).
Notas:
[1] Véase la versión de Luisa Campuzano publicada por el Centro Juan Marinello (La revista Casa de las Américas: un proyecto continental La Habana, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 2001).
[2] Véase carta a Marcia Leiseca, Secretaria de la Institución (27 III 1965). g