Viajábamos por un mundo sin geografías ni tiempos. La radio todo lo puede, y como así era, nos fuimos de cabeza al siglo quince, a su estertor. A las olas, a Colón, a las carabelas, a lo ignoto…
Vivíamos el justo instante en que Rodrigo de Triana da el grito salvador, desesperado, eufórico. Desde la nao velera, desde el palo de La Pinta, se divisa una ínsula de Las Lucayas, de las Bahamas. Es 12 de octubre de 1492. Han pasado dos meses en el océano, mil agonías.
¿Cómo bordar la atmósfera de aquel momento trascendental de la historia del mundo? ¿Cómo podría desdoblarse la locutora-actriz? ¿Cómo hacerlo creíble?
Yo había marcado la intención en el papel. Una música trascendental ponía el subrayado, mas solo la actriz ante el micrófono podía levar anclas, soltar las velas. Nunca mejor dicho.
La actuación tiene algo demoníaco-místico-mágico, en ese sumergirse, en esa paradoja infinita, en ese ser otro sin dejar de ser uno…
Y allá la vi, a la experimentada Kenia María González, irse al fondo de la cabina, pegarse a la pared, situar las manos al lado de los labios. Tomar aire, suspirar, subir el tono. Dar la voz de salvación, el anuncio del Nuevo Mundo:
¡TIERRRAAA….!
Y de pronto, la imagen radial traza en la mente el drama, el pedazo de tierra proyecta su silueta, los colores del mar se vuelven suaves, los rostros cansados se iluminan.
Todo desde una cabina de radio.
Como afirma el oralista Adolfo Colombres, la palabra escrita llegó mucho después y tuvo que montarse en el carro de la palabra hablada. No hay que olvidar que los signos de puntuación son una convención, una aproximación a la oralidad y nunca ella misma.
¿Cómo marcar la sorpresa, el asombro, la alegría, el mandato, el deseo? ¿Basta un signo de admiración? ¿Acaso unos puntos suspensivos pueden aprehender, la pausa verdadera, la dimensión exacta?
Cada vez que me tocan a la radio, que alguien la ningunea, que suenan la trompeta de su muerte, recuerdo el grito aquel. Aquí podré ponerlo en mayúsculas, alargar unas letras, agregar unos puntos… y aún así no logra dibujarlo.
Son dos mundos.
La voz tiene sus alturas, sus colores, sus fondos. La palabra sucumbe, el signo se doblega. Una voz es inatrapable.