José Aurelio Paz se nos ha escondido en algún rincón ventajoso del Más Allá, desde donde nos observa picarescamente. Se nos ha ido uno de los grandes periodistas cubanos en largo tiempo. Cronista impar de lo excelso y lo mundano. Onírico, sarcástico y refractor de la luminiscencia nacional. Un arcángel que se debatía entre Dios y las diabluras de vivir cubanamente, entre la exquisitez y la sabrosura.
Corajudo para enjuiciar con belleza y altura y despotricar de lo basto y lo feo, de lo insulso y acomodaticio. Ningún género periodístico se resistió a su abordaje original y radiante, excepto la información, y me imagino que nunca haya redactado un editorial, tan grave. No era su timbre de voz, una voz tan personal y pintoresca, y una mirada iridiscente de la realidad. La crónica fue su parnaso y su atalaya.
Desde una provincia, sin necesidad de exilios habaneros ni frecuentar los grandes salones protocolares, se había erigido en lo más alto del periodismo cubano hacía rato, cuando recibiera el Premio Nacional José Martí por la obra de la vida.
Su periodismo frutal y sustancioso tiene acordes de Vivaldi y de Ñico Saquito, villancicos religiosos y tambores batá; pinceladas de Lam y los grafitis en los muros; versos de Eliseo Diego y la promiscuidad de las colas bajo el sol. Tiene sonido de arpas y boleros tropelosos de bares y cantinas. Él fue un estilo, un tipo de periodismo que escasea bastante, Su musa inspiradora no cabía en las agendas públicas y administrativas, en las reuniones y los chequeos. No tenía orden del día.
Toda su excelencia profesional estaba contenida en su maltrecha estatura de inmenso ser humano, buen socio y amigo.
Hace casi tres años reunió una selección de crónicas suyas publicadas en Invasor y Juventud Rebelde, para la Editora Pablo de la UPEC. Tituló su proyecto; “Cadáver público”, porque siempre se burló de la muerte. Y me solicitó que las leyera para hacerle el prólogo. Y para estar en sus aguas, he aquí lo que escribí. Ojalá que algún día pueda hacerse “público” este “cadáver” inmortal, vivito y coleando en lo mejor del periodismo cubano:
Informe del forense
Luego de examinado este “cadáver público”, certifico que el insólito personaje, tras desnudarse continuadamente ante sus lectores en la prensa durante años, no sucumbió a la tisis del aburrimiento encartonado ni a la metástasis de la chatura.
La dentadura filosa y sana del occiso, con la cual ha mordido a esos ávidos de lindezas e ingenio en las páginas de Invasor, Juventud Rebelde y otras publicaciones, no muestra una sola “muela” cariada de consignismo ni adocenadas rutinas. Y sus pupilas, dilatadas constantemente a punto de reventar en arcoíris, no delatan la miopía de la chatura que enceguece a tantos.
A quienes lo creyeron muerto, y a los burócratas que intentaron silenciar su aura creativa tempranamente, lamento decirles que el supuesto finado está vivito y coleando de emociones sublimes y gozaderas criollas, desde el sístole y el diástole de un corazón a prueba de todo: lo bello, lo feo y hasta lo rancio.
Claro que estoy hablando de un libro que va a iluminar el alma buena de cualquier lector, hasta del más frío. Pero, de paso, también llego con mi escalpelo a las vísceras sentimentales y la médula creadora del autor de tan deslumbrantes crónicas, hasta calificarlas como síntomas de una patología incurable: la fina artesanía del explorador de emociones.
No temo a ser absoluto: José Aurelio Paz es uno de los grandes periodistas cubanos de estos años de Revolución. Versátil en cualquier género, pero su joya está en el periodismo de autor: el ejercicio gozoso de la opinión, y sobre todo, la delicia libérrima de la crónica: esa huella coronaria que identifica a los detectores de lo hermoso e insólito en el fragor rutinario de la vida.
Si me preguntaran cuál es la clave del autor, para haber trascendido los portales de Ciego de Ávila y ser un referente en el país, diría que, además de su exquisita sensibilidad y el roble de su cultura, su estilo “joseaureliano”, en el que conviven una rica prosa de vigorosos quilates expresivos – con una metafórica sorprendente-, y el jugoso lenguaje popular, pleno de sugerencias y sabidurías. Algo así como una conexión orgánica entre la poética filosofía de la vida, y el verso sudoroso de los viandantes: la excelsitud de los ángeles con el chuchuchú de la cola del pan.
Mordaz y socarrón, pero siempre deslumbrado por la virtud y la belleza de cuanto personaje raro se encuentre, José Aurelio ha desalambrado las cercas de la censura y la autocensura, en historias casi de lo real maravilloso, entresacadas del duro fárrago cotidiano, con su pincel de cronista mayor.
Cubano de pura cepa, que le corre por las venas la gracia y también el patriotismo, José Aurelio Paz ha rescatado del olvido, junto a Manuel González Bello, Ciro Bianchi y otros escasos elegidos, la crónica costumbrista, la campechana épica callejera. No cree en almidonamientos ni en tiesuras. En sus páginas, ora chispeantes, ora melancólicas, se reconoce el talante tragicómico y el impredecible histrionismo de nuestra gente.
Ya a estas alturas, José Aurelio anda explorando el terreno movedizo que interconecta el periodismo y la literatura. Y por eso lamento que hayan desaparecido del periódico Invasor, en el silencio más mortecino, esas bravatas suyas de belleza, gracia y elegancia que por años invadieron el corazón y el juicio de los lectores
No tengo la menor duda de que muchas de las crónicas de este místico jodedor cubano le van a trascender, cuando él no sea más que polvo y un recuerdo. Habrá siempre lectores que lloren y rían con esas historias que parecen susurradas en el lapso misterioso entre la vigilia y el sueño.
Finalmente, declaro: El cadáver público está condenado a vivir. El “muerto” se fue de rumba; y la gritería atrás, nos va a acompañar siempre como un canto a la vida.