Doce disparos recibió el presidente de Haití, Jovenal Moïse, mientras dormía en su residencia particular en Puerto Príncipe, en la madrugada del miércoles 7 de julio pasado.
El crimen ha reflotado el mercenarismo y su papel en las empresas militares privadas a nivel global, de cuya actividad por el mundo poco se sabe, aun cuando poseen estatus legal para ejercer las operaciones.
Este sui generis soldado es catalogado como aquella persona reclutada para participar en acciones casi siempre violentas en busca de alcanzar provecho personal. Sin embargo, se tiende a evitar con bastante frecuencia en las definiciones institucionales la posibilidad de ser contratados para cometer cualquier tipo de crimen, tal como se puso en evidencia en el magnicidio del mandatario haitiano.
Esas corporaciones mueven un monto monetario calculado conservadoramente del orden de los 100 000 millones de dólares anuales. No es casualidad que de dichas entidades se sirvan gobiernos, trasnacionales, organizaciones no gubernamentales, organismos internacionales, entre muchas otras instituciones por todo el orbe, como también lo hace el crimen organizado.
La historia de tales consorcios no es tan cercana en el tiempo como parece. A saber, los antecedentes parecen venir de los antiguos imperios egipcio, griego y romano. Hasta la Suiza medieval brindaba prestaciones de ese tipo más allá de los Alpes, acuñándose la expresión en el ámbito bélico de la época de que “sin plata, no hay suizos”.
Los corsarios devinieron mercenarios del mar. Lo costoso de disponer de una gran Armada, hizo que algunas Coronas europeas pusieran los ojos en ellos para mantener en jaque, principalmente, las flotas cargadas de riquezas por donde transitaba el comercio de sus enemigos.
El posterior advenimiento de los estados nacionales y la necesidad de disponer de una fuerza militar institucional para la defensa de los territorios se impuso. Ello, en cierta medida, hizo bajar la demanda del singular tipo de combatiente, consideran estudiosos del tema.
Las dos guerras mundiales llevaron a la disminución de la actividad de marras, pero con la Guerra Fría el mercenarismo mostró nuevamente sus colmillos para combatir a los movimientos de liberación nacional tercermundistas. La participación fue contratada por algunas de las ex metrópolis europeas que no querían en sus antiguas colonias gobiernos de corte popular antimperialista y contaron con la complicidad “contante y sonante” de las transnacionales por razones bien conocidas.
A partir de la década de los noventa del siglo pasado, el negocio de referencia se disparó hasta las nubes. La caída del Muro de Berlín trajo consigo una reducción de los efectivos en los institutos armados. Se calcula que más de siete millones de uniformados quedaron fuera de los cuarteles principalmente de Estados Unidos, Rusia y Sudáfrica, entre otros ejércitos. Así se abrió un formidable mercado de trabajo para el mercenarismo y empresas conexas, afirman analistas.
La ola privatizadora del neoliberalismo sacó a flote la oportunidad de convertir la guerra en un delicioso banquete. De esa manera se vendió el nicho de mercado destinados a brindar servicios de seguridad para bancos, centros comerciales, empresas, embajadas, urbanizaciones de clase media alta, mansiones de millonarios, prisiones, puestos de control, puertos, aeropuertos y hasta centrales nucleares; también guardaespaldas, traslado de valores, eventos de todo tipo, como sucedió con la Olimpiada de Londres 2012.
La cara no amable del negocio, pero la más generosa monetariamente, se centró en una variada oferta vinculada a los conflictos bélicos, incluyendo participación directa en acciones combativas, planificación estratégica, actividad de inteligencia, logística, entrenamiento de tropas, entre otras prestaciones. Es aquí donde se conforman y convergen las fuerzas mercenarias y el sicariato como forma de mercantilizar la muerte.
Sentido común y calculadora en mano, los cerebros de los hacedores de fortunas corroboraron también que los financiamientos para diligenciar las fuerzas armadas podrían ser muchos más bajos si partes de sus funciones y encomiendas estuvieran en manos de empresas militares privadas. A ello se añadiría un valor agregado sumamente interesante: si se presentase una contingencia “desagradable”, poder actuar fuera del ojo y la voz “imprudentes” de la opinión pública. De igual forma, al usar soldados rentados, las bajas en las tropas profesionales tienden a disminuir, pues el muerto, como se dice, lo pone otro que no es precisamente de la casa.
Es así como los contratistas privados se llevaron el gato al agua en la mal llamada guerra global contra el terrorismo, azuzada desde la Casa Blanca por George W. Bush, tras los atentados a las Torres Gemelas, en Nueva York, el 11 de septiembre de 2001.
El ejemplo más elocuente lo encontramos en las guerras de Irak (2003-2011) y Afganistán (2001-2021) consideradas como los dos grandes motores del crecimiento del mercenarismo en la etapa. Medios de comunicación han dado cuenta que el gobierno estadounidense contrató a verdaderos ejércitos privados a lo largo de estos veinte años de guerra.
Sin embargo, ya los mercenarios habían sido empleados con eficacia en conflictos de baja intensidad como el llevado a cabo por Estados Unidos contra la Revolución Sandinista, por ejemplo. También tuvieron presencia en Los Balcanes, en la ejecución de golpes de estado y en “operaciones humanitarias”, como ha sucedido reiteradamente en África.
Los salarios a devengar por personal puede estar entre los 10 000 y 15 000 dólares al mes; no obstante, otros pueden echarse al bolsillo 2 000 mil dólares al día en correspondencia con la peligrosidad de la tarea y de la experticia en la especialidad, como puede ser es el caso de un interrogador-torturador, señalan quienes llevan a punta de lápiz el rastro de estas agrupaciones.
Una nota interesante: la óptica racista se mueve detrás del pago de los salarios. Procedencia geográfica, color de la piel y origen de clase del contratado cuentan. Uno de los que participó en el magnicidio de Moïse dijo la esposa que recibiría tres mil dólares al mes por la supuesta empresa de seguridad que lo había reclutado.
La prensa ha divulgado que en Irak entidades militares privadas colocaron 130 000 efectivos, de ellos entre 20 000 y 50 000 estuvieron involucrados directamente en la guerra en distintos momentos de la conflagración, convirtiéndose en la segunda fuerza militar intervencionista en ese país tras las fuerzas de EE.UU.
Por ejemplo, Blackwater (rebautizada con el apelativo de Academi, luego de las denuncias por asesinatos de la población civil en Irak), buque insignia de los consorcios militares privados de EE.UU., logró en la nación del Oriente Próximo, en 2003, un acuerdo con el Pentágono del orden de los 28 millones de dólares y al año siguiente el monto ascendió 320 millones. Cálculos indican que unos 30 000 empleados de la multinacional prestaron servicios en ese país a lo largo de la guerra.
Aegis Defense Services, inscrita en el Reino Unido, es otra de las divas de las corporaciones militares privadas. A ella la acredita su presencia en misiones militares en 40 países, contratada por 20 gobiernos, incluso por la ONU. Para “trabajar” en Irak, Washington cerró con la compañía un contrato del orden de los 300 millones de dólares.
Triple Canopy, creada en 2003 por un grupo de veteranos de las fuerzas especiales de EE.UU., tuvo contratados en Irak 1 800 efectivos bajo un monto ascendente a los 1 500 millones de dólares. Además, tiene varios miles de sus asalariados alrededor del mundo, protegiendo incluso algunas instalaciones nucleares.
Sobre los tres consorcios puestos de ejemplo pesan acusaciones por crimines de guerras cuyos escándalos se han apagado con chorros de dinero, extorsiones y amenazas; asimismo, las denuncias ante tribunales ciertamente poco han prosperado pese a las evidencias presentadas en las investigaciones.
Visto el panorama, una pregunta flota en el aire: ¿llegará la mano de las justicia a los principales y verdaderos culpables del magnicidio del Presidente de Haití o recaerá exclusivamente sobre los sicarios?
Ojalá no quede para la historia como apenas un triste y grave episodio revelador de la peligrosidad de estas todopoderosas fuerzas del mal. La industria del mercenarismo en nuestros días es una muestra fehaciente de hasta donde ha llegado la degradación moral, ética, cívica de un sistema político y de su imperio dirigente.