Me ha costado trabajo, pero hice el duelo. He llegado a comprender que a Moltó no hay que llorarlo. No nos lo perdonaría.
Moltó era un gozón. Un gozon que nos hizo creer, hace 20 años, que Haciendo Radio podía ser nuestra punta de lanza para cambiar el mundo. Un gozon que, a costa de trasladar su alegría al periodismo, nos convenció de que el ejercicio profesional no podía ser, bajo ninguna circunstancia, un martirio, porque el periodismo es un acto de amor, y por eso mismo una felicidad infinita.
Su empatía con los jóvenes se debía, precisamente, a su capacidad de amar. El viejo estaba tan lejos de la burocracia, como lejos de la burocracia está el amor. Nunca administró, ni dosificó, ni convirtió en retórica vacía su confianza en los jóvenes. “Oye chama” ( así empezaban nuestras conversaciones telefónicas)… y sobrevenía entonces un torrente de confesiones y complicidades que no delataré, porque tenían sentido solo si se articulaban como susurro, en modo de conspiración.
Yo podría llenar a Moltó de adjetivos, pero prefiero regalarle la síntesis de Liborio, de los cubanos de a pie, de los que no tienen pelos en la lengua. Que me perdonen la Academia española, mis estudiantes y los amigos de Facebook, pero comprendan que una manera de alejar la tristeza, ahora mismo, es llamar a las cosas por su nombre. Moltó era, sencillamente, un tipo encojonao. Brother querido, descansa en paz.