Si te dicen “ingrésate”, en medio del pico pandémico de COVID-19 en Ciego de Ávila, tú te ingresas
Bueno, la consecutividad de este diario se la tragó la COVID-19, pero cualquier relato cronológico que se respete lleva sus interrupciones, porque en la vida muy real uno no vive para escribir paso a paso lo que le sucede, sino al contrario. Se vive y luego se cuenta lo que uno recuerda y cómo lo recuerda.
Antes del ingreso, le había ofrecido:
• Diario del miedo: Día 1
• Diario del miedo: Medicinas
• Diario del miedo: Síntomas
• Diario del miedo: Alejandro, mi médico
Por eso, querido diario (viste, regresé más cariñosa, una aprende a calibrar lo bueno de la vida), perdonarás que haya estado 15 días sin dedicarte una letra, ya entenderás por qué. A ver, ¿dónde nos quedamos?
Ya. El domingo 15 de agosto Eric y yo nos hicimos una radiografía de tórax. Sí, eso mismo, una placa. No esperes que te confiese cómo llegamos a ese punto. Solo diré que hay un mecanismo muy efectivo cuando conoces a alguien que conoce a alguien que conoce al imagenólogo. Eso que dicen de que lo importante no es tanto saber, como tener el teléfono del que sabe, es un axioma con muchas papeletas para convertirse en verdad.
A lo que íbamos. Nos hicimos la placa y se la mandamos por WhatsApp a la doctora Bertica que, por la reacción inmediata e intensa que tuvo, debió ver allí, a contraluz y ampliando la imagen con los dedos, la reafirmación de todos los miedos escritos y por escribir. Su diagnóstico fue tajante: “tienen que ingresarse”.
Los dos teníamos lesiones inflamatorias, sobre todo en el pulmón derecho. Eric tenía hasta un poco de derrame pleural y la doctora no creía posible que con esos signos no estuviéramos con falta de aire o fiebre. Pero estábamos bien. De todas formas, si te dicen “ingrésate”, en medio del pico pandémico en Ciego de Ávila, tú te ingresas.
A las 11:00 de la noche del domingo entramos en la Escuela Provincial del Partido, un centro asistencial considerado extensión del Hospital Provincial Dr. Antonio Luaces Iraola. Nos hicieron el ingreso y, a seguidas, tomaron la muestra para el PCR. Como era mi primera vez con ese medio de diagnóstico, sentí el aplicador hurgando en mi cerebro y la enfermera me dijo “abre los ojos”. No me pregunten por qué, pero así fue.
De ahí derecho al cubículo. Con nosotros dos se completaron las seis capacidades, aunque uno de los pacientes tenía acompañante. En total éramos siete personas en una habitación que, en tiempos normales (¿cuándo volverán?), es un aula. Las camas estaban dispuestas de tres en tres, unas frente a otras, y además había cuatro mesas escolares que servían de aparador, escaparate y mesa de noche, todo a la vez. A Eric le tocó una esquina y a mí la otra.
Las camas eran bajitas y de madera de pino verde. La urgencia y la solidaridad de varios talleres de carpintería hicieron posible que, en esta provincia, en menos de 15 días, se creciera en 500 capacidades. No estaban incómodas, pero tampoco eran la gloria. Algunas ya acusaban los efectos de la premura y alguna tabla verdosa amenazaba con torcerse. Entenderás este aparte con las camas porque, para un paciente hospitalizado, el mundo se reduce a cuatro patas y un colchón de espuma.
Que la Escuela del Partido se considere una extensión del Hospital Provincial, después de una semana allí, me pareció un eufemismo. Te explico. No hay equipos de radiología ni de ventilación mecánica, no hay sistema de oxígeno más que unos pocos balones y manómetros, y no hay equipos de resucitación. Entonces, las personas que ingresan, en teoría, no pueden estar demasiado enfermas. Pero con la COVID-19 hoy estás en riesgo moderado y mañana necesitas ser acoplado a un ventilador pulmonar. También te puedes morir, como le pasó a un señor de 72 años, con un tromboembolismo pulmonar, al que no fue posible socorrer. Las noticias allí dentro se dan solas.
Entonces, ni hospitalizada los miedos se quitan. Los médicos pasaban una vez al día y nos examinaban, unos mejor que otros. Eran tres equipos de galenos y enfermeros, todos de otras provincias, del contingente que llegó de Venezuela, con un régimen de 24 horas de trabajo por 48 de descanso. Y aunque todos tenían muy buen trato, unos hacían el examen completo (toma de temperatura, medición de la Tensión Arterial y del oxígeno en sangre) y otros solo auscultaban y preguntaban cómo nos sentíamos. Los enfermeros cumplían los horarios de los medicamentos en la medida en que canalizaban venas y cambiaban bránulas a casi 80 pacientes.
No me estoy quejando, o sí. Cuando una está enferma de un padecimiento respiratorio, o del que sea, desarrolla la necesidad de que la evalúen, que le digan que la tos irá cediendo, que el valor mínimo permisible de la saturación de oxígeno es 92, y otra pila de cosas que te curen la mente, primero, para que ella haga su parte curando al cuerpo. ¿Tuvimos esa necesidad cubierta?, medianamente, no te puedo engañar.
Eric llegó el domingo saturando a 84 y lo conectaron a un concentrador de oxígeno que hacía un ruidito al que, al final, uno se puede acostumbrar. Al día siguiente alguien más lo necesitaba más y esa fue toda la asistencia con oxígeno que tuvo en una semana de ingreso, incluso saturando en los mismos valores. El oxímetro de pulso fue otra batalla, porque al arribo la respuesta fue que no tenían pilas y hubo que pedir prestado uno a un paciente. Ese problema se resolvió luego, por suerte.
Comprenderás que la parte más difícil de estar en un hospital, extensión hospitalaria o centro médico, es que te digan que no hay suficiente oxígeno para todos, o que el antibiótico endovenoso no durará para el tratamiento mínimo de cinco días. Allí nuestros vecinos de cubículo habían empezado con Rocefín, continuaron con Trifamox, un día con Cefazolina y terminaron con Ampicillín en tabletas. Como te digo, hay que ser resilientes en grado sumo y darles la vuelta a las adversidades. No queda de otra.
(Tomado de Invasor)