Oprimen el pecho, como decimos el común de los cubanos para referirnos a hechos muy dolorosos, muchas de las imágenes y videos captados durante las manifestaciones ocurridas en diversos puntos del país en las últimas jornadas.
Como martianos radicales que —como tanto advertía el luchador de la Generación del Centenario Armando Hart Dávalos no es ir a los extremos, sino a la raíz—, pende sobre todos los habitantes de este archipiélago, sus instituciones y sus líderes, encontrar profunda respuesta a las causas que provocaron que un segmento —aunque minoritario—, de quienes salieron a la calles se dejaran arrastrar a la brutalidad, el desenfreno, la violencia o el vandalismo.
Resulta difícil de explicar y explicarse que en un país con tanta obra amorosa prodigada, hacia dentro y hacia el exterior de sus fronteras, calaran en magnitudes semejantes las continuas y mezquinas campañas comunicacionales de incitación al odio que tienen como sustento y principal incitador a los gobiernos de Estados Unidos, los grupos extremistas apátridas radicados en ese país y sus cómplices o mercenarios internos, tal como ocurrió con la grotesca operación político-comunicacional que terminó en los sucesos que nos estremecen por estos días.
No olvidemos que si bien esta última, descomunal y mentirosa campaña tuvo sus comienzos el pasado 5 de julio, los antecedentes de la obsesión enfermiza por quebrar la dignidad, el pacto unitario y social forjado por la Revolución Cubana antecede por mucho a esa fecha. Incluso, anteceden al triunfo revolucionario de 1959.
Tiene mucha razón la colega Arleen Rodríguez Derivet al afirmar que para encarar honrosamente tanta maldad y mezquindad retuiteada, robotizada y trolizada se requiere saber llevar con hidalguía sobre los hombros de cada cubano todo el peso de nuestra historia. Sobre todo, en un mundo donde los avances tecnológicos asociados a la informática y la comunicación se desperdician, no pocas veces, enredando la existencia humana, en vez de alentando las redes humanistas.
Los categóricos análisis sobre los detonantes externos de los acontecimientos de estos días, expuestos no solo por las más altas autoridades nacionales, sino hasta por analistas internacionales, revelan los contornos siniestros de eso que desde hace bastante tiempo se identifica en este archipiélago como una verdadera maquinaria de odio, que encontró pasto fresco donde cebarse en las monopólicas redes sociales, donde imperan, como atestiguamos ahora mismo, las mismas reglas de chantaje y doble rasero del mundo físico.
A los actuales vociferantes del odio y la maldad contra Cuba desde Miami y otros confines del globo les sirve muy bien la definición que sobre ellos hiciera hace muy poco el intelectual Abel Prieto Jiménez. Se trata de los «voluntarios cubanos del siglo XXI»; émulos de aquellos que, sedientos de sangre y traicionando el sueño libertario de su patria, provocaron al crimen horrendo del 27 de noviembre de 1871 contra los ocho estudiantes de Medicina, algo que no podemos rememorar como un simple rito conmemorativo de todos los años.
En esta hora, es bueno repetirlo, no podemos olvidar a lo que ha conducido el rastro del odio en la historia cubana. Los motivos que compulsaron aquel crimen y otros muy punzantes, como el de Barbados, el bandidismo en el Escambray, o los de la dictadura de Fulgencio Batista, tienen mucho que decirnos ahora mismo, cuando junto a restarle sufrimientos y muertes al país, sometido a la gravísima tragedia de la COVID-19, nos acechan otros demonios económicos, políticos y sociales.
Todos esos factores, calcula con cinismo el Gobierno de Biden, combinados con el mantenimiento de las más de 240 medidas de cerco de Trump, podrían funcionar como el TNT perfecto para la implosión política que nunca lograron en el país. Bien estudiado, el odio político visceral en nuestra tierra, y sus consecuencias, siempre tuvo cuño extranjero, o la bajeza moral y poca disposición al sacrificio de los que pusieron siempre la suerte cubana en manos foráneas. Esos son los que claman hoy frenéticos, como los voluntarios españoles del siglo XIX, por una intervención militar en su Patria.
Cualquier somera incursión en redes serviría para percatarse, desde hace bastante tiempo, de la creciente obsesión porque los cubanos nos lancemos en manifestaciones a la calle, rompiendo con los mecanismos de discusión y contrapeso existentes —nunca perfectos o inmaculados—, pero que hasta hoy permitieron corregir los desajustes dentro del proyecto de la Revolución, sin tener que acudir a grandes fracturas o sacudidas sociales.
Dejarnos arrastrar a estas últimas, en las condiciones de cerco político y económico y sometidos a todo tipo de traspié para hacer sucumbir el modelo social escogido por mayoritario consenso, servirían más a los viejos y sucios planes de sometimiento a poderes extranjeros que a alcanzar nuestros propósitos, por más sanos y justicieros que estos sean.
Las incitaciones a levantarse en las calles contra la discriminación racial, la violencia contra la mujer, por una ley de protección animal, por los derechos de los homosexuales, o los de otras minorías, entre diversos anhelos menos visibles, anteriores al oportunista SOS Cuba de la operación político-mediática en marcha, silencian o ignoran el reconocimiento explícito que las autoridades del país hacen de todas esas reivindicaciones, incluyendo las que alentaron las manifestaciones actuales. Precisamente por ellas se hizo la Revolución.
«Triste patria sería la que tuviese el odio por sostén», nos dejó dicho el siempre amoroso, hasta para convocar a los cubanos a la batalla por la libertad, Apóstol de Cuba. Ese es el sentimiento que, pasada la conmoción y hasta la confusión inicial de los sucesos recientes, invade a la mayoría noble, generosa y digna de este pueblo, que como gritaba en redes la periodista Rosa María Fernández, aspira a un país de amantes, no de «odiantes».