TESTIMONIO

En ocasión de Tokio 2020, en 2021

La pandemia que ha trastocado la vida de todo en el único planeta habitable del Universo (que se sepa hasta ahora) también ha hecho estragos en el entorno deportivo mundial: los Juegos Olímpicos programados para la capital nipona el pasado año fue una de sus víctimas mas notables.

Como escribí en su momento en PASIÓN DESDE LAS GRADAS, de mi libro Relatos del más acá (Editorial Pablo, 2004) he sido amigo de los deportes desde mi infancia de pelotero y luego como jugador de baloncesto, disciplina en la que llegué a ser miembro de la preselección juvenil nacional cuando una lesión frustró  mi sueño. Mas tarde, el trabajo como periodista me posibilitó y obligó a asistir a competencias a las que me hubiera gustado concurrir desde el terreno.

Así fue que disfruté certámenes de diversos niveles, incluidos los más cimeros. Momentos centrales de estas vivencias en Cuba, los Centroamericanos y Panamericanos, en los años 80 y 90, loa cuales me contaron entre las filas de reporteros cooptados. Fuera de mi país estuvieron un Campeonato Mundial de Natación, Polo Acuático y Nado Sincronizado (que recordé mucho en estos días ante el fallecimiento de Guillermo Martínez, comisionado nacional en aquellos años), un torneo internacional de boxeo (Stuttgart-84), loS Centroamericanos de Veracruz-2014  y las Olimpiadas de Barcelona ‘92.

En una primera etapa de mi vida profesional había desestimado la tentadora oferta de ser exclusivamente periodista deportivo porque, según supuse, convertir la afición en obligación le quitaría rango a su disfrute, aunque por aquellas fechas solo practicaba el más intelectual de todos: el ajedrez (con 19 años, había trabajado como guía de delegaciones en las Olimpiadas de La Habana ’66).

Las primeras tareas al frente de una oficina –Bulgaria, 1974– me hicieron comprender que a un corresponsal nada le puede ser ajeno, y que en el deporte, como en la cultura y otros campos del quehacer humano, hay terreno más que propicio para materiales periodísticos de gran interés.

Comencé a aprender entonces, además, que placer y profesión, lejos de ser excluyentes, son una combinación indispensable para una realización plena como individuo y profesional.

De mi única asistencia a Juegos Olímpicos rescato algunas notas en saludo a muy cercana cita japonesa, en la que Cuba estará representada por una pequeña pero muy digna delegación, aspirando a quedar entre los 20 primeros, aunque no se ha hablado públicamente de cómo se realiza su cobertura por mis compatriotas. La experiencia en ellas reflejadas pudiera serles útil a los que concurran a Tokio 2020 (en 2021)

Reportes e impresiones

A aquella fiesta del músculo, la agilidad, la destreza y otras características físicas sobresalientes asistí como un reportero más. Dejé la dirección del colectivo a quien lo hacía en la lejana Central, de quien yo era jefe, y me sumé a la euforia de escribir, todo el tiempo, sobre deportes y países asignados. Por supuesto que no me ceñí a lo indicado. Una muestra de ello fue «El modelo olímpico», una crónica muy especial, aún vigente cuando usted la lea:

“Será el que salta y se golpea los nudillos con el aro o la chica que cae extenuada tras kilómetros de marcha forzada, pero voluntaria.

“Estará en el que ríe por el oro o llora por dentro al sentir la vergüenza de representar algo ajeno a su historia.

“Tendrá en la memoria intentos y fracasos anteriores, y la angustia de la incertidumbre ante el resultado presente, o recordará la euforia del último triunfo y tendrá la confianza que da una larga preparación.

“Pensará en la familia, el hogar y la patria, o calculará fama, beneficios y perspectivas si conquista la victoria.

“Sonreirá complacido por su éxito o se ufanará de él; asumirá el revés con dignidad  o denostará de la suerte, de los árbitros o hasta de una mala digestión para justificarlo.

“Bailará en las noches de Villa Olímpica sin medir energías, o las conservará, parapetado tras un libro, en espera de la hora de competir y liberarlas.

“Será de esa mayoría que en grupos anima a sus compañeros, produce chistes y lanza o recibe piropos, o de los menos que se asilan en la meditación y desean pasar inadvertidos hasta que enfrentan su destino deportivo.

“Medirá mas de dos metros o no alcanzará la ropa de la taquilla sin ayuda de una banqueta; será esbelta para la gimnasia o un fornido del levantamiento de pesas; soñará aún con las maravillas de la adolescencia o meditará con la sensatez que dan los años.

“Son hijos de las urbes y las praderas, de las calles, los mares, el desierto y la montaña. La piel como el arco iris de la humanidad, y los ojos de las diversas formas y colores que la evolución conformó.

“En la disparidad de caracteres, fisonomías, propósitos sociales, singularidades étnicas y doctrinarias, ambiciones y aspiraciones individuales, con la polaridad de los sexos y la multiplicidad de orígenes, se encuentra el imperfecto modelo olímpico de hoy”.

Lo visible y lo real

Las condiciones que garantizaron los anfitriones para el desarrollo de los XXV Juegos  no se vieron empañadas. Quejarse hubiera resultado cosa de ingratos; pero más allá de lo evidente cabía preguntarse si la Ciudad Condal en tiempos normales era como se veía entonces, con avenidas y calles tranquilas, aunque atestadas de público; chicas y chicos sonrosados y sonrientes que a toda hora saludaban con un amable «hola».

Para muchos moradores aquello era una especie de espejismo olímpico, pasajero como los propios juegos. En las estaciones del metro, a diferencia de sus similares en Madrid, París o Londres, no había pedigüeños ni artistas ambulantes. En los parques ni un solo ebrio trasnochado disfrutaba en el banco de sus sueños.

Solo en la lejana boca de la estación Clot, donde cada mañana algunos periodistas abordábamos el tren de la línea uno, había un hombre de mediana edad, que de rodillas y sin decir una palabra, solicitaba la dádiva del transeúnte con el sombrero en el piso.

Algo parecido vimos en solo una y fugaz ocasión a la salida de la Plaza de España, donde comenzaba el principal grupo de instalaciones de los juegos. Era una anciana, vestida de negro, quizás una gitana por los rasgos, que a la media hora ya no estaba por todo aquello.

El dispositivo policial parecía ser efectivo no solo en garantizar el orden, sino también en maquillar el entorno. Por algo los inmigrantes tercermundistas temían pisar  la calle debido a las «identificaciones permanentes, cuando no detenciones y expulsión», como señalaba el diario El País.

El despliegue de los uniformados «actúa como elemento disuasor» entre esa comunidad marginada, cuya competencia diaria era por encontrar trabajo. Para ellos, Barcelona por aquellos días era una ciudad prohibida.

Fe y deportes

Mientras unos daban gracias a Jehová por las medallas alcanzadas, otros las trataban de alcanzar para el islam, y un tercero advertía que «el límite físico del atleta está en Dios».

Un reportaje del diario La Vanguardia reflejó a través de entrevistas con los responsables religiosos del centro Abraham, instalado en la villa olímpica, la relación entre fe y deporte desde la perspectiva de sus distintas doctrinas.

El coordinador católico, Salvador Pie, dijo en una homilía que el atleta «busca sus límites humanos en el horizonte de la sobrenaturalidad, allí donde el hombre más se asemeja a Dios».

En una misa ofrecida en varios idiomas, para ser comprensible desde mexicanos a kenianos asistentes, Pie dijo que «lo importante no es ganar o perder medallas, sino que la vida tenga sentido».

Quien dirigía las oraciones en la sinagoga, Michel Jalfon, señaló que en el centro interreligioso los judíos habían convivido con los musulmanes sin problema alguno, aunque eludió pronunciamientos políticos.

Mientras, el imán Abdullah Ibn Al Jabbaz (Nicolás Roser, profesor universitario en Málaga), afirmó que la práctica deportiva es consustancial al islam, y recordó la exigencia del profeta de enseñar a los hijos a nadar, montar a caballo y lanzar jabalinas.

En una jutba o sermón musulmán, el imán exhortó a los deportistas con su fe a «ganar para cumplir el mandato del profeta de sacar rendimiento a vuestras posibilidades físicas».

El pastor protestante Josep Cabedo, junto con pedir ayuda a Dios, dio recomendaciones prácticas para la concentración, lo que no necesitaban los estadounidenses porque traían un consejero espiritual en cada equipo.

El único con vestimenta no occidental, el budista Thubten Wangchen, afirmó que «si solo tenemos poder mental no ganamos, pero si solo tenemos músculos nuestra vida carece de sentido».

Subrayó que la positiva experiencia de coexistir cinco religiones aquí muestra que solo la gente ignorante, y por ello manipulable, ha podido hacer la guerra en nombre de Dios.

Todo bajo control, sin eufemismos

Saberse controlado y no incomodarse parece ser una insólita virtud que supieron extraer los organizadores de los juegos de la XXV Olimpiada, de los involucrados en esas complejas jornadas.

Todos allí estábamos con la intimidad computarizada. Por grandes y negras letras mayúsculas (solo una E para los reporteros) sobre fondo amarillo se sabía a qué actividad se dedica el portador de una credencial casi del tamaño de un babero de bebé.

La garantía de que el portador es quien debe, la daba una fotografía tomada en el mismo momento de hacer la identificación olímpica, la cual mediante la magia de la computación se confeccionaba en un minuto, plastificación incluida para evitar adulteraciones.

No obstante las precauciones, el acceso a todas las instalaciones se realizaba pasando por técnica de avanzada y no solo por el registro manual ni los arcos detectores de metales, habilitados como si de un aeropuerto se tratara.

Para ingresar incluso al centro principal de prensa no bastaba con parecernos al de la foto que llevamos sobre el pecho: una especie de pistola de láser, con pantalla de cristal líquido, era la encargada de leer el código de barras de la identificación, como productos de nuevo tipo que pasan por una caja contadora.

Si todo coincidía y era como debía ser, podíamos acceder a los lugares que nos correspondían, aunque a veces de cualquier lugar saliera un uniformado para pedir que arregláramos la curiosa pechera porque la cadena de la que colgaba se había torcido y nuestra imagen nos miraba el estómago.

Si estas eran las medidas visibles para los controlados participantes de esos juegos, había otras muchas que se sabían o suponían para el resto. Por eso Barcelona era también llamada la capital de los sensores.

Desde cuatro minisubmarinos buscabombas y redes que cerraban el acceso al puerto, hasta vallas, muros y personas dotadas de sensores y helicópteros con células y cámaras de televisión, la red de seguridad desplegada en torno a esa cita era también de categoría olímpica.

El gran espía, como le llamara un diario al sistema que cuenta con 1 500 planes operativos, mostró su efectividad, sin aparatosos despliegues ni hostilidad evidente, aunque pudiera haber resultado algo incómodo escribir con un señor a la distancia, que pasea y observa a todos con cara de aburrimiento como el que tenía muchas veces frente a mí.

Elitismo y olimpismo: ¿conceptos compatibles?

En los XXV Juegos algunos parecían pensar que si olimpiada deriva del concepto griego Olimpo, lugar inaccesible a los mortales donde moraban los dioses, ellos deben tener lugar aparte entre los que disputaban lauros.

El exponente más criticado en ese sentido fue el equipo de baloncesto masculino de Estados Unidos, los profesionales de la NBA –siglas en inglés de la liga para la que trabajan–, quienes se alojaron en un lujoso hotel de 900 dólares la noche.

El propio jefe de la misión norteamericana, Leroy Walker, los criticó, al igual que a adinerados deportistas de campo y pista y de tenis, por hacer tienda aparte y no compartir con el resto de la familia olímpica.

Walker, que entonces era el posible próximo presidente del Comité Olímpico Estadounidense, se opuso: «No me interesa quién tú eres. Si quieres vivir esta experiencia (la de una olimpiada) debes participar de ella y no ponerte por encima».

Esa es la impresión que dio, desde mucho antes de llegar a Barcelona, el afamado conjunto de la bandera multiestrellada. Las majaderías de algunos, desprecio de otros por sus rivales y una alta dosis de autosuficiencia en todo tipo de juicios, le fue restando esplendor a su aureola deportiva.

El International Herald Tribune indicó sobre la compleja situación que se presentaría con ese equipo en ocasión de la premiación olímpica, ya que algunos querían lucir en esa ocasión prendas de las firmas con las que tienen contratos y no la que patrocina su conjunto.

Uno de los más ensalzados deportistas de todos los tiempos, Michael Jordan, había amenazado con no subir al podio si «no le permiten hacerlo con ropa de la marca a la que le une un suculento contrato publicitario», indicó Diario 16.

Esas conductas de los nuevos dioses del Olimpo competitivo los distanciaban más del resto que sus propias habilidades y calidad deportivas.

 Dinero, dinero, más dinero

A ese poderoso atleta sin patria dediqué más de una nota. Para este libro hice una selección que ilustra también el presente y alerta sobre el futuro:

Como resultado deportivo sobresaliente, se escuchaba hablar en Barcelona de un componente cada vez más decisivo y discriminador en el mundo contemporáneo: el dinero.

Costos, inversiones, derechos y beneficios estaban en la jerga deportiva casi tanto como los términos marcas, victorias, reveses y competencia, aunque este último es común a ambas vertientes.

Al hablar de los «juegos superlativos», la revista Barcelona Olímpica comenzaba su descripción de la fiesta cimera número 25 con cuánto y dónde se gastó para hacerla posible (unos ocho mil millones de dólares).

Carné de Prensa

Los ingresos que recibieron los organizadores por concepto de derechos de radio y televisión (unos setecientos millones en total) reflejaban la tendencia de estas citas. Solo la NBC estadounidense desembolsó más de cuatrocientos millones cuando en Seúl fueron trescientos, Los Ángeles doscientos veinticinco, Moscú ochenta y siete y Montreal veinticinco.  Más que en ningún momento, el imperio del dinero se dejaba sentir en una actividad que nació con otros objetivos. Al menos así se interpretó el mensaje del barón de Coubertain durante la mayor parte del siglo XX.

Más alto, más rápido y más fuerte eran ya las pugnas, a veces no tan soterradas, por ser «promotores olímpicos», una categoría que combina economía y deporte y que parecía proclamar que, en nuestra época, sin el primero no hay posibilidad para el segundo.

El llamado equipo sueño del baloncesto de Estados Unidos era la cúspide de untémpano constante y sonante que cada vez afloraba más en el mundo deportivo. Cuarenta millones de dólares ganaban en una temporada sus profesionales, sin contar con otras colosales sumas por concepto de publicidad.

De ella vivía Carl Lewis como nuevo Dimas, que en vez de manos utiliza los pies para convertir en oro todo lo que pisa. Sus fotos en colores, incluso en las paradas de ómnibus, lo mismo anunciaban zapatillas (usa unas desechables de 200 dólares) que equipos de video.

La fuerza del oro convertido en papel hizo que la propia revista catalana dedicada a la olimpiada destinara el reverso de su portada a un anuncio que nada tiene que ver con España, de la firma que hacía los uniformes de los baloncestistas norteños. Desde ese punto de vista, la XXV Olimpiada parecía más estadounidense que española.

A la propaganda tradicional se sumaron inéditas ideas como la de una tela de seis pisos con Michael Jordan, que sorprendía en la Gran Vía barcelonesa.

En otra vertiente del problema –la profesionalización de los deportistas–, también el equipo de los jugadores-negociantes de la NBA era solo un punto de máxima referencia y no el único.

Atletismo, baloncesto, voleibol y tenis de campo contaban con ricos exponentes (el calificativo no es figurado, sino monetario); pero en otros se reflejaba elitismo solo al alcance de los adinerados como el yatismo o el hipismo.

Se anunció que los profesionales del ciclismo estarían presentes en los juegos, y que también en próximas citas se contaría con rentados del balompié, con la única condición de tener menos de veintitrés años.

Por ese camino se vaticinaba lo que se hizo realidad antes de concluir el siglo: la inclusión de peloteros profesionales en el recién estrenado entonces béisbol olímpico.

De continuar prevaleciendo la mentalidad de «quien tiene puede», con énfasis en las arcas y no en las virtudes físicas, no es disparatado pensar en una futura decisión olímpica, acorde con la brecha económica creciente, que llevaría a que los países compitieran en grupos debido a su solvencia financiera.

Negocios e ideales

Más se hablaba en Barcelona ‘92 de recuperar inversiones y elevar ganancias que de mejorar sistemas de entrenamiento, modernizar conceptos de juego y lograr que las olimpiadas sirvan también para alcanzar récords del orbe.

Se sabía mucho más del dinero empleado para organizar estas competencias que de los esfuerzos que muchos tuvieron que hacer para concurrir a ellas.

Por todos lados se veían anuncios de los nuevos socios colaboradores y 27 patrocinadores oficiales de esos XXV Juegos, a los que se sumaban 25 proveedores y 41 empresas que suministraban material deportivo.

Tarjeta de metro

Los gastos de los organizadores estaban más que compensados por los ingresos por derechos de radio y televisión. Las sumas rebasaban los 1 500 millones de dólares. La inflación y la superconcentración, ocho años después, en Sydney 2000, fijaron esa cifra casi solamente para los derechos televisivos.

Los de Barcelona fueron llamados Los Juegos del Dinero. ¿Cómo podrían llamarse  los de la localidad australiana y los venideros, a partir de la tendencia admitida casi como un fatalismo de la época?

En aquella ocasión se calculó por primera vez el precio de una medalla de oro, a partir de su contenido de 13,5 gramos del preciado metal.

Ya entonces se hablaba de ideas en el Comité Olímpico Internacional de eliminar deportes de su programa incapaces de generar audiencias rentables a los intereses de la televisión.

La pirámide empresarial que sostenía a ese tipo de olimpismo radicaba en la ciudad suiza de Lucerna, la International Sport Leisure, creada por el fundador de Adidas y asociada con Dentsu, la mayor firma publicitaria japonesa y del mundo de entonces, que manejaban un programa llamado TOP.

Ellos explotaron los mecanismos del consumidor, que han tendido a asociar los cinco aros olímpicos con el lema mente sana en cuerpo sano.

Desde la capital catalana se produjo un cambio muy importante, reflejado en el ámbito del lenguaje: se eliminó la palabra amateur o aficionado del vocabulario del olimpismo moderno.

El mercantilismo y el profesionalismo –comercio del talento deportivo– comenzaron más que nunca antes, desde entonces, a marcar pautas que relegaron a un segundo plano las metas y logros atléticos del ser humano.

La comercialización: presencia y porvenir

El interior de las instalaciones de los XXV Juegos mostraba un entorno de sobria combinación de azules olímpicos, un panorama inusual en las competencias deportivas contemporáneas, dominadas por las vallas anunciadoras.

La ausencia de atractivos colores y diseños, de la frase original y el impacto subliminal al consumidor, induciría a pensar que la comercialización del deporte de alto rendimiento había respetado fronteras o ya había alcanzado sus metas en este campo del quehacer humano; sin embargo, la invasión de firmas comerciales no cesaba. Por el contrario, aunque aparentemente inexistente en los escenarios, contribuía a la asociación entre los productos y sus fabricantes, y el desarrollo del deporte.

Así vimos cómo en cada detalle le asaltaba al deportista, al aficionado, a los admirados niños y jóvenes que siguen a sus preferidos, las excelencias de una gaseosa, de una marca de vehículos o de un consorcio de equipos electrónicos que eran patrocinadores oficiales de los juegos.

En Barcelona hubo «un líder mundial en sistemas de comunicaciones», el «caramelo de mejor venta mundial», «el motor del 92» y el que proclamaba que «detrás de un gran acontecimiento, siempre hay un gran banco».

El yogur, un alimenticio chocolate y la fotocopiadora, cadena de tiendas por departamentos, casa editorial, industria de conservas de productos del mar y tarjeta de crédito formaron parte de la red de firmas a las cuales se les debía agradecer que tuviéramos la vigésimo quinta edición de las olimpiadas modernas.

En los mapas que se regalaban o vendían, en las guías que poseían las decenas de miles de visitantes que desbordaban la capital catalana, en los lumínicos, vallas en el metro, secciones en diarios, espacios en la televisión –incluida la interna– y en la propia vestimenta, la comercialización se imponía.

Y aun cuando el símbolo olímpico sobre fondo azul en dos tonos predominara a la vista pública, pudiera no estar lejano el día que, a tono con las tendencias dominantes en el mundo, los cinco aros emblemáticos sean acompañados por una marca de dentífrico o una etiqueta de papel sanitario.

Coda:

Hoy, a pesar de la cuarta-quinta-sexta ola de la covid 19, en Tokio y en el resto del planeta, al agobio y ansiedad que viven mayorías que siguen al deporte como antídoto para la desesperanza, el enclaustramiento o necesidad de sentirse vivos a través de otros (los deportistas), entre muchas razones, hoy, estamos a días de los Olímpicos más debatidos de la historia, con excepción de aquellos cancelados por las Guerras Mundiales.

En la actual contienda virtual mundial, sin bombas ni cañonazos pero con cuatro millones de bajas mortales en poco mas de año y medio, se desarrollarán confrontaciones para lograr éxitos deportivos, colectivos y/o individuales y, también, para beneplácito de los patrocinadores, en especial televisoras, marcas y entidades supranacionales y locales, volverán a representar jugosas ganancias, para las que la pandemia es una nueva oportunidad de seguir haciendo negocios.

¿Exagero? Mi experiencia, en especial la de Barcelona-92, contribuye a sospechar que así será.

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José Dos Santos
José Dos Santos (1947) Periodista cubano. Bachiller en Ciencia. Licenciado en Ciencias Políticas. Comenzó su vida periodística en 1969 en la Agencia Prensa Latina, donde fue desde auxiliar de redacción y Jefe de Servicios Gráficos, corresponsal jefe en la RDA y la RFA y vicepresidente para la Información (1984-1993). Quince años vicepresidente primero de la UPEC (1993-2008) y dos años subdirector de la revista Bohemia (2014-2016). Entre sus condecoraciones cuenta con seis Distinciones, tres Medallas y dos Sellos. Es autor de varios libros testimoniales y sobre el jazz, materia sobre la que es fundador de un sitio web del Ministerio de Cultura y escritor y productor de programa radial La Esquina del Jazz, desde 1993.

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