Miraba, indistintamente, a los marchantes y a mí con el rabillo del ojo, como quien no logra contener las emociones desde que cientos de personas se convocaran en este lugar a defender su suerte, la de su familia pequeña, la mayor y la de su tierra. Hasta que brotó lo que le ardía dentro: «¡Aquí, precisamente, frente al águila destronada!». Su vista iba de la multitud a la columna solitaria desde donde un pueblo en Revolución derribó el símbolo imperial.
Aquella frase, dicha al paso de las conmociones, es una metáfora perfecta no solo de lo ocurrido este sábado en toda Cuba, sino de estas convulsas jornadas, en las que saltamos del shock a la respuesta vibrante, aunque equilibrada.
Aunque no falten quienes no logran verlo, entre tanta cortina de mentiras y manipulación —muy superior a la tan famosa cortina de hierro— detrás de las dramáticas escenas de estos días está el intento de coronar nuevamente sobre esa columna habanera al derribado depredador.
Si los propósitos de la operación político-comunicacional en marcha se cumplieran el primer acto simbólico, no lo dudemos, sería posar nuevamente el águila de donde la espantó la increíble fuerza de un pueblo pequeño y pobre materialmente, que tuvo la osadía y la entereza moral de cambiar su destino.
Lo anterior no es una afirmación sin lógica o fundamento. Basta mirar el desenfreno con que piden una intervención militar grupos en Florida, a los que hasta sus propios amos les bajan los humos.
La ceguera extremista les impide ver que el águila aprendió a camuflar sus ansias bajo el plumaje. La apuesta actual, mientras perciban los sorprendentes signos de entereza del pueblo cubano, no es a la invasión, sino a la implosión social que cree las condiciones para el zarpazo. Por ello pusieron a rodar dineros y a funcionar troles, robots, bots y cuanto se preste para desmoralizar.
Esa es la razón que explica que Joe Biden aparezca sobre las tablas como el cínico mayor de esta historia: mientras llama al Gobierno cubano a escuchar el clamor de su pueblo y hasta finge de buen samaritano, prometiendo enviar vacunas que nadie le pidió —porque realmente no se necesitan. Ignora así el cese del bloqueo criminal que exigen los cubanos y la comunidad internacional.
Un mínimo de «compasión» —ya que dicen tenerla— sería cumplir su promesa electorera de quitar las más de 240 medidas de la administración Trump, que asfixian la economía del país, sobre todo, en medio de la crisis universal de la Covid-19.
Por ello es tan importante la lucidez de las más altas autoridades políticas y gubernamentales cubanas que, contrario a lo que pregonan algunos, reconocen los resortes internos que hicieron funcionar la burda campaña político-comunicacional contra el país. Pesan, junto a las duras carencias materiales, los fuertes apagones y las tensiones acrecentadas con la Covid-19, las deformaciones del modelo socialista cuya concreción demora, pese a estar planteada y diseñada.
Así lo reconoció nuevamente en su intervención de este sábado ante miles de habaneros el Primer Secretario del Partido Miguel Díaz-Canel Bermúdez. El Presidente de la República admitió que la denuncia de la arremetida imperial, mercenaria y plattista no ignora la necesaria autocrítica, la rectificación pendiente, la revisión profunda de nuestros métodos y estilos de trabajo que chocan con la voluntad de servicio al pueblo; la burocracia, las trabas y la insensibilidad de algunos.
Desde mucho antes del 6to. Congreso partidista —donde se profundizó en las imperfecciones de nuestro socialismo— alertábamos lo peligroso de dibujar ciertos espacios de nuestra existencia como una réplica de El Dorado.
Lo más triste es que ese reino ancla muchas veces entre insaciables turbulencias, silenciadas sobre informes de indiferencia o riesgosas simulaciones, que pueden estallarnos en situaciones tan tristes como las que hoy enfrentamos.
En Cuba no han faltado quienes pretenden travestirse de burro a león, como narra cierta fábula de Esopo. El engaño tiene patas cortas y los rebuznos de la realidad, como ocurre ahora, arrancan la máscara.
El fenómeno incubó de tal manera en espacios importantes del país que terminó por permear el modelo de periodismo cubano del siglo XX. Las compuertas para desembocar en este la abrían la sicología colectiva de plaza sitiada —bajo la premisa de no darles armas al enemigo—, así como el alto grado de verticalización, dependencia institucional y falta de autorregulación responsable de los medios, como lo definió el doctor en Ciencias de la Comunicación Julio García Luis.
El fenómeno, que en política se denomina «triunfalismo», y se alimenta de la superficialidad en la labor profesional, es denunciado desde el 6to. Congreso del Partido Comunista y la Conferencia Nacional de esa instancia por el General de Ejército Raúl Castro Ruz. Por su corrosividad en otras experiencias socialistas no puede perderse de vista.
En no pocos casos este tipo de versiones de la realidad termina por formar una delicada geografía de la doble moral, abre brechas por donde se escurre la comprensión de no pocos fenómenos, o termina en una escabrosa región social y espiritual donde se esfuman la transparencia, la limpieza, la ética. El triunfalismo no es solo una deformación del periodismo, sino de nuestro socialismo, lo que lo convierte en una propensión más preocupante.
El Premio Nacional de Periodismo Luis Sexto señalaba hace numerosos años, en su columna en Juventud Rebelde, que el triunfalismo produce un efecto de embriaguez, de ver y juzgar las cosas como desde una nebulosa de optimismo, lo cual equivale —contrario a lo que manifiesta y exige Raúl—, a no tener los pies en el suelo.
Sexto argumentaba que algunos asumen la política como una retórica o ritual, con lo cual le inquieta más lo que alguien dice que lo que hace. Mientras el optimismo —afirma—, observa, valora, confía y actúa realistamente, el triunfalismo vive entre espejos, dando por cierto y bueno lo que es solo nube y fanfarria.
No imaginemos tampoco que enfrentar el triunfalismo es solo una apuesta de los revolucionarios cubanos. El Papa Francisco, líder del catolicismo mundial, se empeña también, como otros en el planeta, en una lucha parecida. Durante una homilía de Domingo de Ramos en 2019, en la Plaza San Pedro, el Pontífice advirtió del peligro del «triunfalismo», que intenta alcanzar la meta a través de falsos compromisos. Entonces recordó que el cristiano debe mantenerse siempre humilde y alejarse de esa tentación: ¡que el señor nos salve de las fantasías del triunfalismo!, clamó.
Para luchadores de izquierda en el mundo el triunfalismo es una enfermedad burguesa que paraliza la conciencia. Lo califican, incluso, como una patología política que puede infectar todo suceso. Un triunfalista, describen, opera bacteriológicamente y aborda cuanta oportunidad aparece para deformar todo con sus espejismos. Conforma corrientes de pensamiento y acción muy tóxicas, de las que muchos se contentan, porque da la impresión de obra acabada, falacia recurrente contra todo principio general de creación y propagación de producciones nuevas.
Por supuesto, el triunfalismo no puede desconectarse, especialmente en el socialismo —por su vocación liberadora y humanista—, del papel de la crítica, la organización y funcionamiento de la democracia. No fue casual el nexo que estableció Raúl en la Conferencia Nacional del Partido, entre crítica, democracia socialista y ejercicio periodístico. El triunfalismo termina por parecerse al derrotismo, aunque parezcan opuestos. Paraliza e incapacita por exceso de vanagloria.
Vale repetir que los ideales que no se cuestionan enmohecen, se encartonan y perecen. De ahí la trascendencia de continuar favoreciendo una gestión comunicacional gubernamental e institucional transparente, bajo creciente escrutinio y control popular, de la que tiene que formar parte la prensa. Esa visión de Gobierno abierto, de cercanía humana y sensibilidad social, típica del diseño fundacional revolucionario, es un magnífico remedio frente a la satanización y las intrigas externas e internas y los «borricos» que quieren camuflarse de leones.
Y lo que es más significativo: le quitaría los zancos sobre los que acaban de montarse quienes anhelan ver posada nuevamente el águila sobre La Habana.