COLUMNISTAS

Machete y pensamiento en Máximo Gómez

El autor de estas líneas vivió hoy, y lo agradece, el honor de estar entre los escritores, artistas, intelectuales a quienes las Fuerzas Armadas Revolucionarias otorgaron, de manos de su ministro, general de cuerpo de ejército Álvaro López Miera —y uniendo esta vez a los condecorados de 2020 y 2021, debido a la pandemia— la distinción con que ese organismo reconoce el aporte de trabajadores e instituciones del área cultural a la patria: la réplica del machete del general dominicano-cubano Máximo Gómez, todo un maestro en la formación del Ejército Libertador de Cuba, señaladamente en el uso, como arma de combate, de ese instrumento de labor campesina.

El autor con su condiscípula universitaria Lourdes De Los Santos, cineasta.
El autor con el poeta Alex Pausides y el pintor Kamyl Bullaudy, coterráneo suyo.

Pero de Gómez se debe alabar no solo su genio militar, su valentía y su honradez a toda prueba, sino también sus dotes de escritor y, sobre todo, el alcance de su pensamiento social, que manifestó en su conducta, en sus ideas y, de modo especial, en cómo —junto a su compañera cubana, Bernarda Toro Pelegrín, Manana— mantuvo su hogar y educó a sus hijos, a su familia, legado que sigue siendo un ejemplo.

Esa cualidad del viejo guerrero la enalteció José Martí en la semblanza que le dedicó en Patria, a partir centralmente de uno de sus encuentros con el fogueado guerrero en los preparativos de la guerra para la liberación de Cuba.
Ese es el texto que se reproduce a continuación, tomado del tomo 4 (pp. 445-451) de las Obras completas de Martí publicadas en La Habana entre 1963 y 1966, y con reproducciones posteriores.
La Habana, 24 de junio de 2021
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José Martí
El GENERAL GÓMEZ
A caballo por el camino, con el maizal a un lado y las cañas a otro, apeándose en un recodo para componer con sus manos la cerca, entrándose por un casucho a dar de su pobreza a un infeliz, montando de un salto, arrancando veloz, como quien lleva clavado al alma un par de espuelas, como quien no ve en el mundo vacío más que el combate y la redención, como quien no le conoce a la vida pasajera gusto mayor que el de echar los hombres del envilecimiento a la dignidad, va por la tierra de Santo Domingo, del lado de Montecristi, un jinete pensativo, caído en su bruto como en su silla natural, obedientes los músculos bajo la ropa holgada, el pañuelo al cuello, de corbata campesina, y de sombra del rostro trigueño el fieltro veterano. A la puerta de su casa, que por más limpieza doméstica está donde ya toca al monte la ciudad, salen a recibirlo, a tomarle la carga del arzón, a abrazársele enamorados al estribo, a empinarle la última niña hasta el bigote blanco, los hijos que le nacieron cuando peleaba por hacer a un pueblo libre: la mujer que se los dio, y los crio al paso de los combates en la cuna de sus brazos, lo aguarda un poco atrás, en un silencio que es delicia, y bañado el rostro de aquella hermosura que da a las almas la grandeza verdadera: la hija en quien su patria centellea, reclinada en el hombro de la madre lo mira como a novio: ese es Máximo Gómez.

Palma en el sitio de la fortaleza habanera de La Cabaña en que suele entregarse la condecoración.
La réplica del machete entregada al autor, precedida por un dibujo de Sergio (“Retrato del abuelo”) en una esquina donde está cerca de otras imágenes, como la de la legendaria heroína gallega María de las Batallas.
Descansó en el triste febrero la guerra de Cuba, y no fue para mal, porque en la tregua se ha sabido cómo vino a menos la pujanza de los padres, cómo atolondró al espantado señorío la revolución franca e impetuosa, cómo con el reposo forzado y los cariños se enclavó el peleador en su comarca y aborrecía la pelea lejos de ella, cómo se fueron criando en el largo abandono las cabezas tozudas de localidad, y sus celos y sus pretensiones, cómo vició la campaña desde su comienzo, y dio la gente ofendida al enemigo, aquella arrogante e inevitable alma de amo, por su mismo sacrificio más exaltada y satisfecha, con que salieron los criollos del barracón a la libertad. Las emigraciones se habían de purgar del carácter apoyadizo y medroso, que guio flojamente, y con miras al tutor extranjero, el entusiasmo crédulo y desordenado. La pelea de cuartón por donde la guerra se fue desmigajando, y comenzó a morir, había de desaparecer, en el sepulcro de unos y el arrepentimiento de otros, hasta que, en una nueva jornada, todos los caballos arremetiesen a la par. La política de libro, y de dril blanco, había de entender que no son de orden real los pueblos nacientes, sino de carne y hueso, y que no hay salud ni belleza mayores, como un niño al sol, que las de una república que vive de su agua y de su maíz, y asegura en formas moldeadas sobre su cuerpo, y nuevas y peculiares como él, los derechos que perecen, o estallan en sangre venidera, si se los merma con reparos injustos y meticulosos, o se le pone un calzado que no le viene al pie. Los hombres naturales que le salieron a la guerra, y en su valor tenían su ley, habían de ver por sí, en su caída y en la espera larga, que un pueblo de estos tiempos, puesto a la boca del mundo refino y menesteroso, no es ya, ni para la pelea ni para la república, como aquellos países de mesnaderos que en el albor torpe del siglo, y con la fuerza confusa del continente desatado, pudo a puro pecho sacar un héroe de la crianza sumisa a los tropiezos y novelería del gobierno remendón y postizo. Los amos y los esclavos que no fundieron en la hermandad de la guerra sus almas iguales, habrían entrado en la república con menos justicia y paz que las que quedan después de haber ensayado en la colonia los acomodos que, en el súbito alumbramiento social, hubiesen perturbado acaso el gobierno libre. Y mientras se purgaba la guerra en el descanso forzoso y conveniente, mientras se esclarecían sus yerros primerizos y se buscaba la forma viable al sentimiento renovado de la independencia, mientras se componía la guerra necesaria en acuerdo con la cultura vigilante y el derecho levantisco del país, Gómez, indómito tras una prueba inútil, engañaba el desasosegado corazón midiendo los campos, cerrándolos con la cerca cruzada de Alemania, empujándolos inquieto al cultivo, como si tuviese delante a un ejército calmudo, puliendo la finca recién nacida, semilleros y secadores, batey y portón, vegas y viviendas, como si les viniera a pasar revista el enemigo curioso. Quien ha servido a la libertad, del mismo crimen se salvaría por el santo recuerdo; de increíble degradación se levantaría, como aturdido de un golpe de locura, a servirla otra vez; ni en la riqueza ni en el amor ni en el respeto ni en la fama halla descanso, mientras anden por el suelo los ojos donde chispeó antes la suprema luz. ¡Y de día y de noche se oye a la puerta relinchar el caballo, de día y de noche, hasta que, de una cerrada de muslos, se salta sobre la mar, y orea otra vez la frente, en servicio del hombre, el aire más leve y puro que haya jamás el pecho respirado!
Iba la noche cayendo del cielo argentino, de aquel cielo de Santo Domingo que parece más alto que otro alguno, acaso porque los hombres han cumplido tres veces bajo él su juramento de ser gusanos o libres, cuando un cubano caminante, sin más compañía que su corazón y el mozo que le contaba amores y guerras, descalzaba el portillo del cercado de trenza de una finca hermosa, y en el caballo del cabestro, como quien no tiene derecho a andar montado en tierra mayor, se entró lentamente, con nueva dignidad en el épico gozo, por la vereda que seguía hasta la vivienda oscura: da el misterio del campo y de la noche toda su luz y fuerza natural a las grandezas que achica o desluce, en el dentelleo de la vida populosa, la complicidad o tentación del hombre. Se abrieron a la vez la puerta y los brazos del viejo general: en el alma sentía sus ojos, escudriñadores y tiernos, el recién llegado; y el viejo volvió a abrazar en largo silencio al caminante, que iba a verlo de muy lejos, y a decirle la demanda y cariño de su pueblo infeliz, y a mostrar a la gente canija cómo era imposible que hubiese fatal pelea entre el heroísmo y la libertad. Los bohíos se encendieron: entró a la casa la carga ligera: pronto cubrió la mesa el plátano y el lomo, y un café de hospedaje, y un fondo de ron bueno de Beltrán: dos niñas, que vinieron a la luz, llevaban y traían: fue un grato reposo de almas la conversación primera, con esa rara claridad que al hombre pone el gusto de obrar bien, y unos cuantos contornos en el aire, de patria y libertad, que en el caserón de puntal alto, a la sombra de la pálida vela, parecían como tajos de luz. No en la cama de repuesto, sino en la misma del General había de dormir el caminante: en la cama del General, que tiene colgada a la cabecera la lámina de la tumba de sus dos hijos. Y en tres días que duró aquella conversación, sobre los tanteos del pasado y la certidumbre de lo porvenir, sobre las causas perecederas de la derrota y la composición mejor y elementos actuales del triunfo, sobre el torrente y unidad que ha de tener la guerra que ya revive de sus yerros, sobre el sincero amor del hombre que ha de mover a toda revolución que triunfe, porque fuera crimen sacarlo a la muerte sino para su rescate y beneficio; en aquella conversación por las muchas leguas del camino, ganándoles a las jornadas las horas de luna, salvando a galope los claros de sol, parándose con tristeza ante el ceibo gigante, graneado de balas fratricidas, abominando las causas remediables, de castas y de comarcas, porque está aún sin su pleno poder aquella naturaleza tan hermosa, no hubo palabra alguna por la que un hijo tuviera que avergonzarse de su padre, ni frase hueca ni mirada de soslayo, ni rasgo que desluciese, con la odiosa ambición, el amor hondo, y como sangre de las venas y médula de los huesos, con que el General Gómez se ha jurado a Cuba. Se afirma de pronto en los estribos, como quien va a mandar la marcha. Se echa de un salto de la hamaca enojosa, como si tuviera delante a un pícaro. O mira largamente, con profunda tristeza.
Su casa es lo que hay que ver, cuando él no está, y baja a la puerta, cansado del viaje, el mensajero que va tal vez a hablar del modo de dejar pronto sin su sostén a la mujer y sin padre a los hijos. El júbilo ilumina todos aquellos rostros. Cada cual quiere servir primero, y servir más. “Manana” generosa, la compañera de la guerra, saluda, como a un hermano, al desconocido. Un fuego como de amor, como de la patria cautiva y rebelde, brilla en los ojos pudorosos de la hija Clemencia. Se aprietan al visitante los tres hijos mayores: uno le sirve de guía, otro de báculo, el otro se le cose a la mano libre. Cuanto hay en la casa se le ha de dar al que llega “¡Ay, Cuba del alma!” “¿Y será verdad esta vez?: ¡porque en esta casa no vivimos hasta que no sea verdad!” “Y yo que me tendré que quedar haciendo las veces de mi padre!” dice con la mirada húmeda Francisco, el mayor. Máximo, pálido, escucha en silencio: él se ha leído toda la vida de Bolívar, todos los volúmenes de su padre; él, de catorce años, prefiere a todas las lecturas el Quijote, porque le parece que “es el libro donde se han defendido mejor los derechos del hombre pobre”. Urbano, leal, anhela órdenes. Aquella misma tarde han recibido todos cartas del padre amante. “Él anduvo treinta y seis leguas para traer a Clemencia de Santiago, y salió ayer para La Reforma, que está a veinte; pero nos dijo que le pusiéramos un propio, que él vendría enseguida”. Allí mismo, como para un amigo de toda la vida, se prepara el viaje del mensajero testarudo, que quiere ir a saludar junto a su arado al viejo augusto que cría a su casa en la pasión de un pueblo infeliz. Manana le da de beber, y le echa luz el rostro de piedad, bajo la corona de sus canas juveniles… ¡Santa casa de abnegación, a donde no llega ninguna de las envidias y cobardías que perturban el mundo!
Y la casa tiene un desván que mira al mar, donde, una vez al menos, no se ha hecho nada indigno de él. Por la escalera de la alcoba, alta y oscura como una capilla, se sube al rincón de escribir del General, con las alas del techo sobre la cabeza, la cama de campaña al pie del escritorio, y el postigón por donde entra, henchido de sal pura, el viento arremolinado. Allí, esquivándose a los halagos fraternales de los montecristeños, dio el General cita, con su pañuelo al cuello y una mirada que se ve en hombre pocas veces, a un cubano que por primera vez sintió entonces orgullo, para ver el mejor modo de servir a Cuba oprimida, sin intrusión ni ceguera ni soberbia. Un pueblo entero pasó por aquel desván desmantelado; y sus derechos, para no hollar ninguno, y sus equivocaciones, para no recaer en ellas, y sus recursos, para emplearlos con seguridad, y sus servidores, para abrazarse a todos, y los infieles mismos, para no conocerles más que la grandeza pasada y la posibilidad de arrepentirse. Con palabras sencillas, en voz baja, andando leguas en una pregunta, mirándose como si se quisieran cambiar el corazón, y no sin cierta sagrada tristeza, aquellos dos hombres, depositarios de la fe de sus compatriotas, acababan de abrir el camino de la libertad de un pueblo: y se le ponían de abono. Le caían años sobre el rostro al viejo General: hablaba como después de muerto, como dice él que quiere hablar: tenía las piernas apretadas en cruz, y el cuerpo encogido, como quien se repliega antes de acometer: las manos, las tuvo quietas: una llama, clara e intensa, le brillaba en los ojos: y el aire de la mar jugaba con su pañuelo blanco.
Y allá en Santo Domingo, donde está Gómez está lo sano del país, y lo que recuerda, y lo que espera. En vano, al venir de su campo, busca él la entrada escondida; porque en el orgullo de sus dos hermanas, que por Cuba padecieron penuria y prisión, y en la viveza, y como mayor estatura, de los hijos, conoce la juventud enamorada que anda cerca el tenaz libertador. A paso vivo no le gana ningún joven, ni a cortés; y en lo sentencioso, se le igualan pocos. Si va por las calles, le dan paso todos: si hay baile en casa del gobernador, los honores son para él, y la silla de la derecha, y el coro ansioso de oírle el cuento breve y pintoresco: y si hay danza de gracia en la reunión, para los personajes de respeto que no trajeron los cedazos apuntados con amigas y novias, para él escoge el dueño la dama de más gala, y él es quien entre todos luce por la cortesía rendida añeja, y por el baile ágil y caballeresco. Palabra vana no hay en lo que él dice, ni esa lengua de miriñaque, toda inflada y de pega, que sale a libra de viento por adarme de armadura, sino un modo de hablar ceñido al caso: como el tahalí al cinto: u otras veces, cuando no es una terneza como de niño, la palabra centellea como el acero arrebatado de un golpe a la vaina. En colores, ama lo azul. De la vida, cree en lo maravilloso. Nada se muere, por lo que “hay que andar derecho en este mundo”. En el trabajo “ha encontrado su único consuelo”. “No subirá nadie: he puesto de guardia a mi hijo”. Y como en la sala de baile, colgado el techo de rosas y la sala henchida de señoriles parejas, se acogiese con su amigo caminante a la ventana a que se apiñaba el gentío descalzo, volvió el General los ojos, a una voz de cariño de su amigo, y dijo, con voz que no olvidarán los pobres de este mundo: “Para estos trabajo yo”.
Sí: para ellos: para los que llevan en su corazón desamparado el agua del desierto y la sal de la vida: para los que le sacan con sus manos a la tierra el sustento del país, y le estancan el paso con su sangre al invasor que se lo viola: para los desvalidos que cargan, en su espalda de americanos, el señorío y pernada de las sociedades europeas: para los creadores fuertes y sencillos que levantarán en el continente nuevo los pueblos de la abundancia común y de la libertad real: para desatar a América, y desuncir el hombre. Para que el pobre, en la plenitud de su derecho, no llame, con el machete enojado, a las puertas de los desdeñosos que se lo nieguen: para que la tierra, renovada desde la raíz, dé al mundo el cuadro de una patria sana, alegre en la equidad verdadera, regida conforme a su naturaleza y composición, y en la justicia y el trabajo fáciles desahogada y dichosa: para llamar a todos los cráneos, y hacer brotar de ellos la corona de luz. Se peca; se confunde; se toma un pueblo desconocido, y de más, por el pueblo de menos hilos que se conoce; se padece, con la autoridad de quien sabe morir, por la inercia y duda de los que pretenden guiar las guerras que no tienen el valor de hacer: corre por las bridas la tentación de saltar, como por sobre la cerca que cierra el camino, sobre la verba y pedantería, o el miedo forense, que disputan el paso a la batalla: a la ley no se le niega el corazón, sino a la forma inoportuna de la ley: se quiere el principio seguro, y la mano libre. Guerra es pujar, sorprender, arremeter, revolver un caballo que no duerme sobre el enemigo en fuga, y echar pie a tierra con la última victoria. Con causa justa, y guerra así, de un salto se va de Lamensura a palacio. Y luego, descansará el sable glorioso junto al libro de la libertad.
Patria, 26 de agosto de 1893
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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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