Este abigarrado conjunto de notas iba a quedarse sin publicar porque a una de ellas le faltaba el nexo de los libros. Y en eso supe que un amigo querido, el narrador colombiano Roberto Burgos Cantor —ya difunto— acababa de publicar la novela El médico del emperador. Ahí lo tenía, el nexo que faltaba. Dedico este comentario a su memoria.
I
Lo que antes de mediados de siglo se veía como un simple cambio de gustos, debido a la llegada de un nuevo público, muy pronto pasó a verse como un cambio de condiciones de mercado. Nuevo público, nuevos precios, nuevos canales de distribución… Eso no quiere decir que las viejas fórmulas no siguieran imponiéndose en el campo de la crítica. El novelista Manuel Marsal, por ejemplo, no se ocultaba para pregonar a los cuatro vientos que la necesidad de fantasear tomaba ahora otros rumbos: los Reyes Magos estaban dando paso a Edgar Rice Burrough y su Tarzán, “comenzaba la afición a los libros de viajes, el interés por las aventuras, los libros de Kipling y Stevenson, Verne, Zane Gray y Salgari”. Como puede verse, la impronta de los nuevos medios ya era parte inseparable de la visión global.
II
Estoy hablando de los años cuarenta, los tiempos de la Feria del Libro inaugurada en el Parque Central de La Habana (1942), en que respetables intelectuales extranjeros como Gustavo Pittaluga podían afirmar —durante el ciclo de charlas que la acompañó— que la máxima expresión de los procedimientos utilizados en la tecnología moderna se encontraban “en el Cinematógrafo y en la Radio”. No hay que culparlo por eso. ¿A quién se le podía ocurrir entonces que pisándole los talones estaban la Televisión y lo que hoy llamamos “las redes”? ¿Y que no lejos de allí, junto a la colina universitaria, el acaudalado político ítalo-cubano Orestes Ferrara haría construir su residencia, donde finalmente se instalaría el Museo Napoleónico? Esta pregunta viene a cuento porque gracias a un comentario del periódico La Discusión, de 1913, hemos sabido que los dueños de la mascarilla mortuoria de Napoleón la habían puesto en venta. Dice así la nota de La Discusión:
La Cámara [de Representantes] presentó un proyecto solicitando $10,000 para comprarle la mascarilla de Napoleón a la familia del general José Lacret Morlot, que posee los documentos acreditativos. Esta mascarilla la trajo a Cuba el médico del emperador, doctor Francisco Antomarchi (sic., Antommarchi) junto con otros objetos personales que pasaron a pertenecer, a la muerte de éste, a los Lacret.
Si hemos de seguirles la pista a las huellas de Napoleón por los caminos de Cuba, no sería mala idea empezar por ahí, por el General Lacret, que estando recién graduado dirigió el Cuerpo de Sanitarios que acompañó a Máximo Gómez en las inmediaciones de la Trocha durante la campaña de la Invasión. Era hombre de confianza y formaba parte de las tropas mambisas comandadas por Mario García Menocal, quien llegaría a ser presidente de la república. Y en una de esas vueltas que da la vida, Lacret, por sus vínculos familiares, pasó a ser parte de esta historia. Pero, en fin, parece más lógico situar el centro de la misma en el Museo. Sus fondos provienen sobre todo de la colección del multimillonario azucarero cubano Julio Lobo Olavarría, a la que se añaden obras donadas, compradas por la institución y recuperadas por el Estado. Sus galerías ocupan las cuatro plantas del edificio.
Tal como lo había hecho con El médico del emperador —cuya acción transcurre entre dos espacios insulares, Santa Elena y Cuba— Burgos Cantor dejó en Orillas, su colección de cuentos, otro vínculo que merece citarse.[i] Estuvo en Ghana, las costas del Atlántico desde donde viajaban los galeones a los puertos de Brasil, La Habana y Cartagena de Indias, los centros latinoamericanos que sostenían con más intensidad el llamado tráfico negrero. Más tarde visitó la biblioteca colonial de Cape Coast Castle, “una de las factorías donde el poderío inglés arrumaba[ii] a los esclavos negros.” Sus dramáticos apuntes nos permiten asomarnos desde otra perspectiva a la tragedia de la esclavitud y al crimen impune de la visión eurocéntrica en que se sostenía ideológicamente.
III
Y aquí comienza otra historia pero que en el fondo es parte de la misma. Ahora no se trataba sólo de revisar libreros ni de observar vitrinas.
A principios de la década del sesenta —al fundarse la Imprenta Nacional y luego el Instituto del Libro—, toda la literatura universal, desde Homero hasta Kafka y, como parte de ella, toda la literatura hispanoamericana, desde Bernal Díaz del Castillo hasta Rulfo y García Márquez —y toda la literatura cubana, incluyendo la que rescataba a sus héroes innombrables, desde el Rancheador de Morillas hasta el Cimarrón de Barnet— se ofrecieron al público a precios irrisorios, lo que se hizo más notable aún, al final de la década, con la aparición de la Colección Huracán, cuyas tiradas, realmente masivas —30, 40, 50 mil ejemplares— llegaban a lomos de mulos hasta los más remotos caseríos de las zonas rurales. Ya el porcentaje de analfabetos era mínimo y los libros estaban ahí, al alcance de todos los bolsillos. Había habido una Revolución. (Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau. Imagen destacada: Dary Steyners).
Notas:
[i] Ubicada en el Atlántico, “a más de l,800 kilómetros de distancia de Angola, Santa Elena se convierte en el lugar de exilio forzado de Napoleón, “a no se sabe cuántas leguas de su gloria”. Murió en 1821.
[ii] “Arrumar”: División que se hace en la bodega de un buque para colocar la carga.