No pocos textos periodísticos reflejan el afán por lograr una cualidad que, más que buscarse, se tiene o no se tiene: la de ser “personal”. Para ello son importantes la creatividad, el oficio y las técnicas; pero, de no actuar “como si no existieran”, pueden resultar astucias chillonas contrarias a la naturalidad y la esencia de lo escrito.
Ocurre —es un caso— cuando se llega a la afectación con el propósito de literaturizar el periodismo, olvidando que los lindes entre él y la literatura pueden difuminarse, aunque tampoco se deban ignorar. No se trata de establecer parcelas estancas ni de soslayar el valor de la voluntad creativa, no solo de estilo, que, bien gobernada, puede propiciar frutos valiosos. Son deseables las conquistas de un bien entendido periodismo con sesgo literario, del que ha tenido Cuba, entre otros ejemplos, uno cimero y perdurable.
El sabio dominicano Pedro Henríquez Ureña lo afirmó en Las corrientes literarias en la América hispánica (1971): José Martí “hizo suyo un estilo enteramente nuevo en el idioma” y su obra fue, en lo fundamental, una “forma de periodismo literario desconocida antes de 1870”, un “periodismo elevado a un nivel artístico como jamás se ha visto en español, ni probablemente en ningún otro idioma”.
Imitar a Martí puede tener efectos patéticos, pero aprender de él, como de otros maestros, será enriquecedor. Su altura no se basó en escribir textos “bonitos”, calificativo que, aunque señale algo destacable, no parece casar bien con lo grandioso. Su uso para apuntar a la belleza está emparentado con lo pequeño: con lo bonico o buenito, y otras son las dimensiones de lo grandioso, que no se regala.
El juicio que ahora se verá podría sugerir algún desconocimiento de algunas zonas de la obra martiana, especialmente la poesía: de hecho, sus monumentales Versos libres se publicaron varios años después de su muerte, y de emitirse el juicio de referencia. Que lo expresara nadie menos que Rubén Darío habla de su significación: “¡Si yo pudiera poner en verso las grandezas luminosas de José Martí!”
El orfebre de Azul… habría disfrutado conseguir en su poesía lo que su Maestro, como él lo llamó, alcanzaba en lo que, a falta de un término más preciso, seguiremos llamando prosa, como si este vocablo —aplicado por antonomasia a lo que no está escrito en verso, y del cual viene el calificativo prosaico— representara la antítesis de la poesía. Todo en Martí, incluido su quehacer periodístico, cifra dominante en su producción escrita, tiene el signo de la poesía, no de “lo poético” melifluo. Su norma, cumplida, se halla en Versos libres: “Contra el verso retórico y ornado/ El verso natural”.
Puede compartirse o no abrazarse lo expresado por una gran estudiosa de Martí. El articulista no la nombra, porque ella se lo dijo de viva voz y no parece haberlo plasmado en un texto citable con fundamento. Pero su afirmación sustenta una verdad de fondo: revolucionario como escritor y como combatiente, Martí era más orgánicamente artista que el también extraordinario autor que lo admiró y a quien él llamó Hijo.
Lo principal para estos apuntes radica en que Darío pudo sentirse sacudido en especial por el Martí que también en el periodismo ratificó su inmensa sabiduría literaria, artística, por la que su poder informativo se dio y vive parejo con la capacidad de permanencia con que sus textos en general siguen y seguirán siendo disfrutables. Tal es el sello de lo clásico, basado asimismo, si de alguien como Martí se trata, en los cimientos de una sólida ética, cuya ausencia es la causa mayor de que haya quienes se hundan en lo abominable, aunque tengan dotes para escribir.
De la ligazón de sus virtudes le vino al periodismo de Martí su trascendencia no solo en pensamiento, sino también en el triunfo estético, que no depende de la acumulación de metáforas y palabras más o menos “literarias”. Vicente Huidobro, relevante poeta, escribió con respecto a lo que él estimaba “El entierro de la poesía”: la actitud y el tipo de expresión —“Palabras estelares y cerezas de adioses vagabundos”— que pueden hacer de un poeta un “Manicura de la lengua”.
Contra eso lanzó Huidobro en su emblemático Altazor una reiteración filosa: “Poesía aún y poesía poesía/ Poética poesía poesía / Poesía poética de poético poeta/ Poesía/ Demasiada poesía”. Si tales excesos debilitan incluso el poema, ¿qué no le harán a lo periodístico? El cuidado necesario triunfa en la contención de crónicas como las de Alejo Carpentier, no precisamente porque el gran novelista viera el periodismo —en el que halló nada menos que una maravillosa escuela de vida— como algo menor, sino por conciencia del primordial valor informativo de ese quehacer.
Otro ejemplo relevante: si las crónicas de Gabriel García Márquez tienen en el sesgo literario uno de sus pilares, se debe a la natural coherencia con que en la obra periodística del autor de Cien años de soledad fluyen recursos estructurados en la médula de su manera de ver, interpretar y trasmitir la realidad.
Ya con ello se dice que el periodismo no está condenado a privarse de la eficacia narrativa y la belleza de la poesía. De ellas, que los ejemplos citados supieron usar como los maestros que fueron, no puede ni tiene por qué privarse ni siquiera el habla cotidiana. Pero cada texto tiene su función, y el valor de esos recursos estará en la eficacia que le aporten, no en colgar de él como adornos al punto de convertir en estornudo infecto lo que debería ser respiración sana, y sanadora.
Lo que para Martí significaron recursos como los tropológicos y la intertextualidad se aprecia en su ensayo “Nuestra América”, una de las mayores joyas de su brega periodística. Con esos recursos plasmó bellamente en pocas cuartillas un torrente de ideas y saberes que en lenguaje científico habría requerido la extensión de un tratado. Y eso tampoco autoriza a ignorar la calidad científica de los desentrañamientos hechos por Martí, que no pocas veces parece directa o indirectamente soslayada desde la preferencia por farragosos retintines positivistas de dudosa cientificidad.
Otro de los excesos presentes en el afán de literaturizar el periodismo remite a una confusión de base: suponer que el carácter personal de una crónica o de otros géneros afines se garantiza abusando de la primera persona gramatical en singular. Frente a eso, también aporta luz la obra de Martí.
En su poesía —notablemente, pero no solo, en Versos sencillos— dio voz a un sujeto lírico encauzado en un yo de intenso sentido colectivista, y aliento popular incluso, que ha dado lugar a frases citadas al modo de risueños refranes anónimos, como “y pasó el tiempo, y pasó…” o “yo tengo más en mi casa”, y a estrofas asumidas de modo natural como coplas en La guantanamera, canción de raíz folclórica.
En su periodismo, sin embargo, también personalísimo, optaba por disolver su voz, y convertir en sujeto de los textos a las publicaciones para las cuales los escribía: “Se ve ahora de cerca lo que La Nación ha visto, desde hace años”, “el hombre de La Edad de Oro”. Es un procedimiento que alcanzó su máxima expresión en el periódico Patria, creado por él para una función colectiva, por lo que no se acreditaba como director ni firmaba sus textos, reconocibles todos gracias a su inconfundible personalidad, presente en ellos —en fondo y en estilo—, como en todo cuanto escribía.
Habrá quienes, llamados a informar sobre medidas sanitarias en medio de una pandemia, apuntalen su discurso diciendo cosas del tipo de “Aquí me parece que debo decirles lo que mi abuelo y yo estuvimos comentando”, aunque la referencia no venga al caso para el contexto ni le interese a nadie más. Y también habrá quienes, con edad más bien corta, procuren llamar la atención sobre un hecho, y declaren: “Cuando yo creía haberlo visto todo…”, lo cual tendría sentido si se hablara desde una larga experiencia o una reconocida autoridad para tratar el tema.
Hay ejemplos de mal hacer que podrían hallarse en un manual básico de periodismo. Uno, el de quien narre su visita a una zona marina y se embriague diciendo lo que experimentó ante el paisaje y sus olores, cuando lo apetecible sería que la descripción del sitio despertara esas sensaciones al leer el texto. Otro, el de quien, para rendir tributo a un gran escritor, cite el título de uno de sus libros y declare: “¡Ese es el que a mí me habría gustado escribir!”, frase que quizás “suene bonito”, pero carece de fundamento dicha por alguien sin el aval necesario para que sus gustos le interesen al público.
No se soslaye el abuso de nosotros, que se ha vinculado con el lenguaje editorial, también posiblemente engañoso por el afán de mostrar el pensamiento de un directivo, o dueño, como de toda una publicación. Por los extremos del uso de nosotros se ha dicho que, más que plural de modestia, como a veces se pretende, lo es de soberbia, o de ignorancia. Y el colectivismo burocrático puede llevar a desatinos como “Nosotros conocimos a nuestra esposa en una reunión del grupo” o, dicho por alguien que no es fruto de un parto múltiple y solamente habla de sí, “Nosotros nacimos de buena madre”.
Retomando la dignidad del periodismo, una de las garantías de su buen ejercicio, y del respeto que merece, es encararlo con responsabilidad y sin complejos de culpa. Si alguien tildara de menor al texto periodístico, podría no hacérsele mayor caso. En cuestión de clasificaciones vale volver a Pedro Henríquez Ureña, maestro ya citado —ahora de memoria—, que habló de “los clasificadores, esa manía”.
Para situar el asunto en los terrenos más específicos de la poesía, vale apuntar que no porque no rebase las ocho sílabas debe un verso de arte menor avergonzarse ante uno de arte mayor, como el alejandrino, que casi lo duplica en extensión: de todas las medidas hay buenos y malos versos, y versículos “inmedibles”.
Que Darío no conociera los Versos libres martianos no bastaba para que no viera las grandezas que también caracterizan a los sencillos. Pero, en descargo del nicaragüense —cuya obra es otro de los tesoros de nuestra América—, piénsese, porque es verdad, que hasta por su volumen el periodismo martiano podía brindarle un terreno particular para la búsqueda y el disfrute de modelos.
No solo en contenido, sino también en seguridad formal para alcanzar la eficacia comunicativa deseable, puede el afán de mejoramiento beneficiar al periodismo cubano. En él piensa centralmente quien escribe estos apuntes, pero el reclamo vale para un mundo donde las redes sociales unen fecundidad y desatinos. Entre estos, el afán de reducirlo todo a picotillos textuales acaso más afines a salpicaduras positivistas que a un pensamiento rico y coherente.
Los males abonados por las ganancias tecnológicas —como la irresponsabilidad— no son frutos fatales suyos. Los agravan la ausencia de ética, y despropósitos como suponer que todo el mundo es periodista. Para evadir lidias preceptivistas estériles, recuérdese un útil programa televisual, Todo el mundo canta, que a nadie parece habérsele ocurrido titular Todo el mundo es cantante, falacia casi del tamaño del mundo. No es cuestión de avales académicos: ni Martí, ni Carpentier, ni García Márquez hicieron eso que se llama “estudiar periodismo”; pero, volviendo al canto, no todo el mundo es Benny Moré.
El autor no intenta ni podría oponerse a que cada quien escriba como pueda hacerlo, o del modo que —según algunos eruditos, como leyó no recuerda si en Feijoo o en Zumbado— Aristóteles definió en un pasaje perdido de su Poética: según le dé su reverecundísima gana. Pero, sea cual sea su calidad, a un texto lo esperan distintos modos de reacción, como la indiferencia o el interés y, para bien o para mal, la repercusión, y el derecho de quien lee a ejercer la crítica, aunque no sea especialista.
Tampoco se ha pretendido esbozar aquí amago alguno de lección, derecho reservado a quienes gocen de autoridad para ello: en especial, si de Cuba se trata, su reconocido profesorado de periodismo y, más concretamente, del idioma, que debe ser cuidado por todo el que imparta docencia, en cualquier esfera. Pero, aunque el respeto exija pensar que los malos frutos no se deben al profesorado, sino a que no se le presta la debida atención, ¿puede alguien sentir seguro su prestigio si se explayan los errores? Claro que, en quienes los cometen, más que de inseguridad se trata de quebranto culposo.
Predicar con el ejemplo; es lo que hace el maestro Toledo en este texto. Aborda un tema como quien toma el periódico que está ahí junto a la taza de café. Empieza a leer un artículo de …; cierra el diario y con elegancia natural nos dice sus consideraciones sobre periodismo, literatura, grandes escritores. Todo ello en un lenguaje tan fluido que ni las palabras, vamos ni la puntuación, ni el tono, podrían ser otros. Inimitable. Lo releo, no sólo para aprender, sino, además, por el gusto de saborear lo bien escrito.