Ayer estuve hojeando el volumen sobre nuestros grandes periodistas publicado por la Dirección de Cultura en 1948, y encontré un párrafo que me dejó pensando. Es del prologuista, el señor Félix Lizaso, que a propósito de la guerra del 95 desliza, en un tono carente de matices, el siguiente comentario: “Se decía que Gómez y Martí estaban contra la intervención de USA en la guerra, pero una nota publicada en Patria decía: “La fecha del 19 de abril de 1898 [i] no habrá de borrarse jamás del corazón cubano.” Hasta aquí el comentario.
¿De qué estamos hablando? Creo percibir ahí algunas muestras de improvisación o descuido, porque ese tipo de juicios no hace más que dar pie a confusiones. Si partimos de enfoques sociológicos, habría que empezar preguntándose: “Y usted, ¿desde dónde habla? En la pirámide social, ¿qué posición ocupa usted? ¿Está arriba, abajo o en el medio? Y en la pirámide docente, ¿es profesor, estudiante o intermediario? En cualquier caso, el comentario mezcla y confunde nombres, lugares, fechas… –las relaciones entre McKinley, Gómez y la Asamblea del Cerro, la dirección editorial del periódico Patria en etapas diferentes, el 95 con el 98…— y habría que detenerse a valorar o comparar detalles para percatarse de ello.
Nunca hemos sido los mismos. Sirvan de ejemplo el fenómeno de nuestra composición racial, que la trata marcó con rasgos indelebles (de procedencia indígena, africana, asiática…) y el descubrimiento del mestizaje—para citar la experiencia sociocultural más notoria, en particular nuestra africanía y nuestras afinidades caribeñas—, que se remontan a las dos primeras décadas del pasado siglo. Como nos ha recordado recientemente Graziella Pogolotti, en nuestros países la cultura seguía un curioso recorrido triangular. Las viejas redes metropolitanas —empezando por la universidad– conservaban el monopolio de la educación superior y de los escasos proyectos editoriales, de modo que los escritores nacidos en Guadalupe o Martinica, por ejemplo, debían viajar a Francia para terminar su preparación intelectual y encontrar editores. Se explica así que en los años de entreguerras, con la llegada de las vanguardias artísticas, Europa se convirtiera en lugar de encuentro para los artistas latinoamericanos y caribeños. Carpentier y Guillén se cruzaron allí con Jacques Roumain y Aimé Cesaire…, lo que contribuyó seguramente a enriquecer el intercambio de opiniones, el “análisis de la naturaleza profunda de nuestras realidades y de los rasgos identitarios compartidos, a pesar de nuestras diferencias de lenguas y origen.”
Hoy estamos familiarizados con enfoques semejantes gracias a ese ensayo precursor que es “Nuestra América”, a la obra de Fernando Ortiz y, en nuestros días, a la de estudiosos como Roberto Fernández Retamar, pero ellos son en realidad los adelantados, y en cualquier caso, no hay que olvidar que las categorías que manejan son construcciones, ideas que surgen, como los mitos, para explicar la dinámica de realidades concretas [ii]. Es decir, que responden a un plan, a un proyecto. En la etapa de auge del movimiento de reivindicación africanista en los Estados Unidos, el ensayista puertorriqueño Efraín Barradas lo hizo notar con un chiste. La madre, afroamericana, ha llevado su hija a una función teatral. Al salir del teatro, la niña le pregunta si Shakespeare era negro, y la madre, después de vacilar un instante, responde: “No. Todavía no.”
Entre nosotros, hoy ya no se habla de estudios postcoloniales o subalternos, pero, por su permanente vigencia, no deja de abordarse el tema de la emigración (o Diáspora), que incluye el espacio caribeño del que formamos parte. Hay que ver revalorizaciones como las Rigoberto Segreo y Margarita Segura sobre Mañach, y estudios como los de Louis A. Pérez (Ser cubano), Antonio Aja, Jesús Arboleya y Lisandro Pérez, premiados en diversos concursos de la Casa de las Américas); hay que seguirles la pista a las novelas enumeradas en Un análisis psicosocial del cubano, de Jorge Ibarra; hay que revisar Elogio de la altea…, de Zuleica Romay Guerra –premiado por Casa también–, en el que ya se le hacen reparos al africanismo instrumental, incluyendo en él la categoría de mestizaje. En efecto, la adopción del mestizaje como símbolo o esencia de lo nacional, aunque haya desempeñado un papel positivo, “ha contribuido también a estimular la persistencia en nuestra conciencia colectiva de clasificaciones que, imperceptiblemente, reproducen estereotipos y representaciones racistas entre los no blancos.”
No pretendo reinventar catálogos, sino evitar que en el futuro los autores se vean atrapados en estudios de críticos complacientes que, con el pretexto de abrirse a nuevos horizontes, los deslicen en otras redes de estereotipos y esquemas.
i Día en que el congreso de los Estados Unidos aprueba la Resolución Conjunta, que reconoce el derecho de Cuba a ser libre e independiente.
ii A veces esas construcciones tienen orígenes más prosaicos, como nos lo recuerda la historiadora griega Elisa Kriezis al explicar “cómo el mito de las estatuas griegas blancas alimentó la falsa idea de la superioridad europea”. La explicación es muy sencilla: “Como el bronce es fácilmente reutilizable, quedaron pocas estatuas de este metal para “contar la historia”, ya que muchas terminaron siendo recicladas, transformadas en otros objetos. Esto provocó que las estatuas de mármol prevalecieran con el paso del tiempo”.
(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau. Imagen destacada: Dary Steyners).