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El humor es una cosa espléndida

Habrá quienes hayan detectado en el título un guiño a la célebre canción Love is a many-splendored thing, pero más seguro aún es que quienes busquen razonamientos especializados y referencias académicas sobre el tema se quedarán con las ganas. El autor apenas merodeará por los terrenos del sentido común —al menos así se le llama, aunque parece ser bastante raro— y rumiará algunas experiencias personales o cercanas.

El humor, o más exactamente el humorismo, no parece gozar del prestigio con que prosperan otras expresiones. Un refrán vaticina: “Quien bien te quiere te hará llorar”. Aunque se le ha querido revertir humorísticamente dando función protagónica a la risa y no al llanto, se yergue como un veredicto afín a ciertos modos de jerarquización en las artes: aunque tal vez la comedia se agradezca más, la tragedia y el drama parecen arrasar en reconocimiento. Se aprecia especialmente al estudiar las literaturas griega y latina, fuentes de nociones y paradigmas.

Pero quede todo ello para escrutinios serios, aunque ya en esta mera sugerencia asoman prejuicios contrarios al hecho de que el humor y el humorismo son o pueden ser de las cosas más serias del mundo. Quien intenta hacer llorar puede no conseguirlo, y quizás termine concitando indiferencia o hasta risa. Dicho de otro modo: no se busca mayores problemas. Pero quien procura hacer reír y no lo consigue, puede generar modos de risa negativos, estilo búmeran, y, de conseguirlo, quizás sean aún mayores los rollos en que se vea inmerso.

Uno de los motivos de tal realidad estriba en que hacer llorar se asocia con la solidaridad o la compasión, mientras que la risa —lograda o perseguida— se vincula con algún modo o grado de menoscabo: por lo pronto, con señalar insuficiencias o excesos. La comedia clásica se cebaba en carencias o defectos de índole moral, como la avaricia, o en defectos físicos, y ese camino no se ha cerrado, aunque uno lo desapruebe.

Pero, aun cuando no se busque señalar menoscabo alguno, la hilaridad dependerá por lo menos de algún tipo de extrañamiento que acaba identificando situaciones apreciables como deficitarias o exageradas, o algo parecido. La caricatura da muestras de ello. Basta recordar cómo llamaba la atención el maestro Juan David sobre la gesticulación de Raúl Roa. El artista —no solo él, sino otros y el público que disfrutaba y disfruta sus retratos del Canciller de la Dignidad— sentía gran admiración y respeto por el retratado, pero para representarlo no podía prescindir de la irreverencia.

Se sabe que, más allá de la honda de ese David —y de su onda—, ese recurso ha dado lugar a que no pocas personas, relevantes incluso, hayan manifestado rechazo por la caricatura en general. Pero si una obra se presenta como seria, no de intención hilarante, quizás esas mismas personas la acepten y hasta la aplaudan. Se piensa en ello ante pinturas de un artista tan beneficiado por el aprecio como Oswaldo Guayasamín, aunque en no pocos de sus retratos el espectador pueda percibir rasgos caricaturescos.

En general, el intento de hacer reír se la pasa bordeando abismos de mayor o menor peligrosidad. A veces funciona la hiperestesia vigilante de quienes, con toda razón, se sienten en el deber de defender lo que abrazan. Y tampoco se debe ignorar la voluntad de exhibir —con todo derecho— la capacidad de dominar a toda costa, como nadie, las honduras del análisis propuesto o sugerido, además del ingenio y otras virtudes. Las redes sociales lo muestran a tutiplén, de modo nauseabundo no pocas veces.

En medio de la pandemia que hoy se sufre, y ante el hecho de que los casos de contagio importado vienen en su gran mayoría de Rusia, alguien —con el derecho al uso del apócrifo no malvado— atribuyó un chiste al popular cantante Eliades Ochoa: “Las relaciones comerciales entre Cuba y Rusia, ¡están como nunca!, ¿no vendría bien enfriarlas un poquito?” Y lo puso en Facebook.

Probablemente dio voz a lo que muchas personas han pensado ante la información matutina diaria en que el doctor Francisco Durán —a quien se le agradece hasta que diga diabetes, porque así también educa— informa sobre esos casos, y uno diría que para sus adentros el epidemiólogo pudiera estar conteniendo la idea de que vendría bien controlar ese rubro. No se dice aquí rublos, no; pero mucho que le cuesta al país la presencia de contagiados en el territorio nacional, y no parece que los llegados de Rusia operen precisamente en una edificante cooperación internacionalista.

En cuanto apareció en Facebook el chiste —no se le califica aquí ni de bueno ni de malo, y aunque fuera malísimo no se trata de eso—, hubo sanas muestras de comprensión risueña. Pero enseguida brotaron, con más ímpetu aún, otras reacciones: desde lamentar que la colaboración con el otrora centro de la Unión Soviética no fuera mayor, hasta casi —¿casi?— sugerir que se estaba ante un intento de boicotear las relaciones entre los dos país. Para acusar al cantante de ser un agente activo en ese boicot parecía faltar solo un paso, y quien puso el chiste lo retiró.

No es el único ejemplo. Haga usted una broma sobre las brujas que se quedarán sin escobas debido a los elevados precios a que ha llegado ese utensilio en el país, y verá cómo le salen al paso, si no le saltan al pecho, teorías sobre la historia universal de las supersticiones y referencias a las leyes de la aerodinámica y el desarrollo de la aviación. Eso sin descontar afanes de adentrarse en la simbología política del brujismo. Sin embargo, ante situaciones deplorables pueden ser otras las reacciones.

La deserción de un deportista en circunstancias que no la ubican en el legítimo derecho a emigrar, sino en la traición, puede suscitar —asimismo en Facebook— chistes gráficos y textuales que de momento parecen calzar los ataques lanzados contra Cuba, siquiera sea nada más, y nada menos, por la vía de la burla. Pero al ver los perfiles de las personas que los promueven se topa uno con expedientes que las acreditan como revolucionarias.

Cabría suponer que con chistosos revolucionarios tales los contrarrevolucionarios pueden permitirse buenas vacaciones y que, si no las toman, será para no perder ingresos. Claro que, si no hay chiste capaz de salvar una Revolución, tampoco habrá, por mucho que su intención sea esa, el que pueda tumbarla. Pero ni por ello debe subestimarse la capacidad de erosión que pueda tener.

La risa, que es parte de la riqueza humana, y tanto sanea a veces, puede tener efectos diversos: no es lo mismo reírse a carcajadas de la OEA que de un hecho lesivo para el pueblo cubano, como ciertas traiciones. Estas pueden servir a los planes de la potencia imperialista —decadente pero poderosa y sin ética alguna— que procura valerse de todo en su afán de asfixiar a ese pueblo. La convicción de que no lo conseguirá no autoriza a ignorar peligros, ni a olvidar lo que significó decretar que el socialismo era irreversible.

Y también está claro que lo que más —y de manera más decisiva— puede fortalecer o debilitar a una Revolución, es lo que desde dentro de ella se haga o se deje de hacer para mejorar las condiciones de vida del pueblo. Sería suicida ilusionarse con la posibilidad de que el imperio levante, para bien de ese pueblo, el bloqueo y toda la hostilidad que mantiene para estrangularlo. Si un día lo levanta, no será para apoyar la soberanía de Cuba y el éxito de sus planes alimentarios y su proyecto socialista.

Así que, por muy poco o nada que uno simpatice con determinado humorista o con otro, o con un programa de ese género u otro, lo que más debe dolerle al revolucionario no son las posibles intenciones con que se hace humor. Lo más preocupante no será que, en una escena humorística, cualquiera que sea su intención, un personaje se asombre de que en Colombia —nación que vive lo que sabemos que vive, y que está manejada por conocidos intereses foráneos y vernáculos— la pandemia no haya acabado con la producción de café. Lo verdaderamente nocivo para Cuba es no mantener índices favorables en la cosecha de ese grano, y en otras.

No intenta el autor rozar en estos apuntes un abordaje medianamente exhaustivo del humor, tema sobre el cual podrá o deberá debatirse, como sobre tantos otros, con la mayor seriedad, para no dar pasos en falso que debiliten o desautoricen las posiciones que se busca defender. Un análisis de la envergadura adecuada requeriría, por ejemplo, escrutar las diferencias entre el humorismo visiblemente patriótico que durante largo tiempo sobresalió en el país, y lo que ocurre hoy en el ámbito nacional y en los nexos de humoristas suyos con plazas como la de Miami. Para ese análisis no habrá que sublimar circunstancias ni desconocer sus mutaciones.

Algo de eso apuntó el autor en el artículo “Sin ignorar el péndulo, ni resignarse a él”, publicado en Cubaperiodistas en junio de 2019 y reproducido en otros espacios. No fue un momento vinculado con el azar, sino con discusiones sobre un actor cuyo nombre no recuerda ahora el articulista —lo buscará luego, si le da tiempo— y en torno al cual se había armado cierto revolico. Pero a quienes lo defendían apasionadamente los dejó pronto sin asideros, al establecerse en Miami, ¡tantas veces Miami!, y hacer allí declaraciones abominables, que lo definieron.

Para terminar, solo se añade un par de anécdotas contadas al autor. La primera tiene que ver con un científico cubano que se quejó de lo mal tratado que fue en una provincia del país a la que lo habían invitado para que impartiera, por amor, algunas conferencias. Mientras que a un humorista que él calificó como de mala muerte —juicio que quien esto escribe no tiene elementos para considerarlo acertado o errático— recibió atención protocolar y una paga generosa: también en eso puede ser una cosa muy espléndida el humor.

La otra anécdota sugiere que a veces lo humorístico surge de circunstancias muy serias y de modo ajeno a la voluntad de hacer reír. En ambiente familiar un patriota vehemente y sincero rechazaba que quienes salen del país en busca de ganancias pretendan enseñar desde el exterior, o al regresar, cómo resistir los efectos del bloqueo y las penurias.

“Tienen derecho a ir a hacer dinero”, dijo, “pero no quieran aleccionar a quienes se han janeado todo el tiempo aquí sin que nada los haya doblegado”. En eso le salieron al paso dos sobrinos, a quienes les parecía que de ningún modo debía poner en tela de juicio a quienes salían del país en busca del beneficio propio. Pero él solamente les preguntó: “¿Cómo les va a ustedes en la lucha por la visa?”

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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