Ya uno de nuestros primeros cronistas, don Emilio Bacardí, nos hizo notar que las rancias argumentaciones de los conquistadores siempre se sostuvieron sobre la base, doblemente hipócrita, de la tradición y la fe. Eso se refleja muy bien en lo pudiéramos llamar “el caso Hatuey”. Este cacique dominicano, que había emigrado a Cuba, prefirió dejarse quemar vivo antes que dar por buenas las falacias de sus verdugos, y con ese acto de suprema rebeldía ideológica nos hizo depositarios, ahora sí, de toda una tradición insurreccional. Que eso ocurriera en la zona de Yara –no lejos del territorio bayamés— me llevó a reflexionar sobre la importancia de lo que me atreví a llamar “la conexión quisqueyana” de nuestra historia, pensando en lo que significó la incorporación de otros dominicanos –Máximo Gómez, entre ellos—a las tropas de Céspedes y el hecho de que poco después, bajo su mando, se produjera la primera carga al machete de nuestras guerras de independencia.
Todavía a mediados del siglo XVIII, la ciudad de Bayamo —a juicio del bayamés José Antonio Saco, el más ilustre de los intelectuales cubanos de su tiempo— vivía “sumida en las tinieblas” de la ignorancia…? ¿Qué pasó en esos años para que fuera un bayamés, Manuel del Socorro Rodríguez, quien llegara a convertirse en fundador del periodismo en Colombia, y un bayamés, Joaquín Infante, quien publicara, en 1810, la primera Constitución destinada a regir los destinos de la nueva Cuba? Era obvio que los vientos de la Ilustración habían soplado con fuerza sobre las márgenes del Cauto y que no pocos estudiantes de la zona habían ido a formarse en los flamantes colegios de Santiago de Cuba y aun de La Habana. Lo cierto es que en el transcurso de unas cuantas décadas, el páramo bayamés podía exhibir en su vecindario nombres como José Fornaris, Úrsula Céspedes, José María Izaguirre, Juan Clemente Zenea, Tristán de Jesús Medina y, como recién llegado, José Joaquín Palma.
A fines de 2009, al Ministerio de Cultura dominicano se le ocurrió conmemorar el aniversario 50 del triunfo de la Revolución invitando a un grupo de intelectuales cubanos a debatir sobre ciertos temas relacionados con la identidad cultural y sobre el papel que en su desarrollo desempeñaban el libro y la lectura. Se explica así que todos los participantes fueran especialistas en la materia: Eduardo Torres Cuevas, director de la Biblioteca Nacional; Iroel Sánchez, director del Instituto del Libro; Pedro de la Hoz, director de la página cultural del periódico Granma, y un servidor, que ya venía publicando por secciones El libro en Cuba y acababa de publicar el volumen Obras escogidas, de Máximo Gómez (“el más experimentado de todos los jefes militares cubanos”—lo había llamado Fidel en esos días–, “el más brillante jefe y maestro de jefes cubanos”. Es precisamente una anécdota personal sobre novedades editoriales lo que va a ocupar el espacio de que todavía disponemos en esta Carabina.
Nuestros anfitriones ya habían satisfecho nuestros deseos de visitar Baní –la casa natal del Generalísimo, los lugares relacionados con su actividad—y al día siguiente, de vuelta a la capital, hacíamos un recorrido por la nutrida biblioteca de la institución guiados por una solícita y bellísima bibliotecaria de origen haitiano. No era un simple trámite de rutina. Iba con nosotros el mismísimo Presidente de la República, el señor Leonel Fernández. La bibliotecaria se detuvo ante un lote de novedades y dijo algo sobre una de ellas –el volumen Communication and Class Struggle, de Armand Matterlart y Seth Siegelaub— y yo por poco caigo redondo allí mismo, porque sentí que el Presidente se volvía hacia mí y exclamaba: “! ¡Ahí está tu trabajo sobre la Lectura en las Tabaquerías!” En efecto, allí estaba[i]. No iba a jactarme de eso. Pero, ¿por qué negarlo? Que el Presidente supiera que yo era yo, y que asociara mi nombre al artículo, me hizo sentir un poco vanidoso.
(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau. Imagen destacada: Dary Steyners).
[i] Aquí, ilustrado con el dibujo de una tabaquería de principios del siglo XX.