El objetivo de las siguientes líneas es apuntar algunas ideas generales en torno a una crítica cultural revolucionaria, que conciba su tarea no como un ejercicio retórico o limitado, sino que comprenda su labor en el campo de la cultura como un ejercicio de transformación y superación permanente de determinado orden de cosas en la realidad. Lo simbólico como un territorio en disputa.
Esta crítica cultural que defendemos debe ser capaz de llegar a erigirse en una crítica de procesos. Dejar de entender la obra y su creador como entes aislados y empezar a comprenderlos como parte de un contexto sociocultural determinado, de relaciones humanas específicas y de una tradición dentro de la cual se insertan y dialogan.
Solo tratando el hecho artístico y cultural como un fenómeno socialmente situado podemos aspirar a una lectura enriquecedora del fenómeno. El arte y la cultura son reflejos distorsionados de la época en que se producen. No tratan tanto de lo que existe, sino de lo que es posible, deseable, imaginable dentro de un horizonte social determinado. Por eso constituyen un testimonio fundamental: a veces comprendemos mejor a las sociedades por lo que anhelan y temen que por lo que dicen de sí mismas. La labor de una crítica cultural que trascienda el corsé mediocre del culto a la obra artística individual es desnudar estas esencias que atraviesan siempre las formas del arte y la cultura.
Precisamente porque la crítica cultural que necesitamos debe ser una crítica de procesos y esencias, debe ser también una crítica ideológica. La ideología, apuntaba Engels, es la forma en que los seres humanos toman conciencia de sus relaciones sociales. En otras palabras, comprendemos el mundo, la realidad, a través de formas ideológicas socialmente determinadas.
El arte es una de estas formas ideológicas. La cultura, en su sentido más amplio, está constituida en buena medida por esta naturaleza ideológica, que es consustancial al ser humano y forma parte de su proceso de apropiación simbólica de la realidad.
Tratar el hecho artístico como si fuera químicamente puro no solo es ingenuo, sino que además es riesgoso. El arte expresa proyectos posibles de realidad, de país, de organización social. Así como hay un arte revolucionario hay también un arte reaccionario. O dicho mejor, así como existe el arte que contiene valores revolucionarios, existe el arte que contiene valores reaccionarios. Junto al arte que emancipa al espíritu, está también el que lo somete a las cadenas del coloniaje, de la subordinación, de la explotación.
No se trata de prohibir determinado arte o de esperar que el arte eduque. Ya lo decía Gramsci, si el arte educa es en tanto arte y no en tanto arte educativo. Sin dudas pueden existir magníficas obras de arte de naturaleza reaccionaria o comprometida con ideologías nocivas. Piénsese en los documentales de Leni Riefensthal o los monumentos y estructuras de Albert Speer. Las obras de ambos sin dudas forman parte de la historia del arte y se estudian en las academias. Pero este estudio y valoración del hecho artístico nunca puede estar separada de la clara conciencia de que son obras que glorifican el fascismo. Hay que entenderlas como parte de un contexto y de una ideología y como tal mostrarlas, siempre dotando al público de los elementos de juicio que los inmunicen contra la seducción que pudieran ejercer los valores y proyectos sociales que subyacen tras ellas y que les permitan comprender la barbarie que en ocasiones enmascaran las formas artísticas.
Desde luego la función del crítico no es la de convertirse en un comisario político del hecho artístico, pero tampoco es la de ser un petulante edificador de metateorías, como si la cultura fuera exclusivo dominio de eruditos hedonistas y no algo que implicara directamente a los seres humanos y sus proyectos colectivos.
Una crítica cultural verdaderamente efectiva debe entender la cultura como un campo de sentidos en disputa. Es en este plano donde se define la hegemonía, como también apuntara Gramsci, a quien ya citamos con anterioridad. Todo sistema político para poder ejercer su dominación precisa de un consenso hegemónico en torno a cuestiones centrales. Esta hegemonía se construye y se negocia en el campo simbólico y resulta decisiva para la evolución posterior de cualquier sistema.
La crítica cultural al servicio de un proyecto socialista contrahegemónico como el cubano debe ser una crítica dirigida a desmontar también los principales aparatos de construcción de la hegemonía simbólica del capitalismo contemporáneo. Orientada a desnudar las esencias de las industrias culturales y sus entramados de dominación.
La crítica cultural verdaderamente revolucionaria será aquella que comprenda entonces su doble labor en el mundo contemporáneo. La labor por una parte subversiva, en contra de la dominación cultural del capitalismo a escala planetaria, de las ilusiones que edifica para sustentar esta dominación, de las lentejuelas y superficialidad de la industria del espectáculo y su labor formativa para dotar a los receptores de las armas críticas indispensables para desenvolverse como consumidores autónomos de sentidos y no ser parte del rebaño anestesiado que los grandes aparatos del entretenimiento aspiran a producir.
La crítica puede y debe ser una herramienta para ayudar a nacer una nueva conciencia en grupos cada vez mayores de personas. Hay en ella, cuando se ejerce en pro de objetivos mayores que el simple comentario de un hecho cultural o artístico aislado, un potencial de comadrona increíble. De ella emerge una mayor comprensión del arte y la cultura, de la sociedad, del ser humano y se sientan las bases para la transformación positiva de la realidad.
Una crítica cultural como la que hablamos no es patrimonio exclusivo de “críticos profesionales” sino un arma al servicio de todos los revolucionarios. Usémosla.