¡Vaya nombre!
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Desde los inicios de la vida, el ser humano se vistió. La impiedad de la intemperie hostil: el frío, la ventisca, la lluvia, los insectos… En cada caso, la naturaleza y los animales que cazaba fueron sus primeros proveedores de un vestuario, que al igual que las toscas armas que utilizaba, le permitió resistir y sobrevivir. Pero, por esa capacidad que desde entonces tenemos de optimizar todo lo que necesitamos, como indeclinable alternativa de la utilidad misma de la función y, ¿por qué no?, de embellecer la vida, pieles, fibras, semillas, metales, tintes y tantas otras cosas más, se convirtieron en vestuarios representativos y diferenciadores de culturas, épocas, clases sociales, oficios, jerarquías, ejércitos y una gran etcétera.
De la necesidad de vestirse se pasó al mercado del vestir, y de aquí a la moda. Tal proceso creador creció a la par del “progreso”, en tanto se nutría de movimientos artísticos, religiones, costumbres, sucesos notables, innovaciones tecnológicas y hasta de las guerras, para desvestirse y vestirse, y volverse a desvestir tantas veces como el mercado se lo propiciara.
La primera guerra mundial, por ejemplo, aportó algunos de los cambios más notables de la moda del siglo XX, que aún persisten en el presente. De ahí que un acontecimiento tan funesto dejó una huella positiva en nuestros gustos al vestir; al menos, en lo que concierne al uso de hacer visibles las dobles costuras y los grandes bolsillos, sin obviar el corte del cabello en las mujeres que sirvieron como enfermeras en el citado conflicto bélico por razones sanitarias.
Otro hecho igual de funesto, aunque no resultante de los mezquinos intereses que enfrentan a los estados más poderosos del planeta, como es una pandemia, también puede contribuir a imponer una moda. Hoy día, la pandemia desatada por la COVID-19, le impone el uso de la mascarilla protectora a nuestra sociedad en particular y a la occidental en general; excepción que hacemos con las sociedades más desarrolladas del continente asiático, donde ya casi era costumbre portarla debido a la contaminación ambiental y el número creciente de habitantes por kilómetro cuadrado en las urbes industriales más pobladas de esta parte del planeta. De hecho, lo que acontecía entonces en China, Japón y Corea del Sur, quizás, por el aquello de que eran culturas algo distantes de las nuestras y, por consiguiente, con problemáticas sociales y ambientales supuestamente diferentes, no tuvo repercusión alguna entre los habitantes de las ciudades industriales de Europa y Norteamérica… ¡Hasta que llegó un nuevo y letal coronavirus!
El hecho que la pandemia se iniciara en Wuhan, China, en alguna medida, también incidió en la subestimación inicial por parte de las naciones desarrolladas de Occidente.
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El cubano nunca soñó en pasarse más de un año con una mascarilla protectora en el rostro. Amigo del beso bien intencionado o del que se da con segundas intenciones, sin mirar lugar o persona ―en el amor todo vale―, últimamente, se ha visto impedido de hacerlo. Y, por supuesto, más que amenazado, se ha sentido amordazado.
Por otra parte, ese eterno verano del que hace gala nuestro archipiélago, si bien es ideal para vivir al aire libre, es terrible para hacerlo con la nariz y la boca detrás de una tela gruesa, por más florecitas, nombres queridos y “cositas” se le borden por su lado visible al transeúnte.
Es cierto que la mascarilla hace resaltar los ojos de las mujeres sin importar su edad, convirtiendo en ojazos a los más pequeños y cansados. Pero, caramba, nos deja con la eterna interrogante de cómo será su nariz, la boca, la dentadura al sonreír, el tono de su voz… Y en completar la belleza idealizada con que nos aguijonea la necesaria mascarilla protectora, o bien acortamos la distancia a menos de un metro de un posible asintomático, o nos pasan por delante en la cola.
El cubano no ha nacido para esto; pero, por suerte, ya se va acostumbrando a salir con la mascarilla puesta, o mal puesta. Mejor decir, algo corrida, más abajo de la nariz… “Pa respirar, acere”, como me respondió un amigo, que me reservo su nombre y oficio, cuando lo insté a corregir el error. Aunque es válido destacar, que al llamar a la mascarilla nasobuco, nuestro pueblo dejó tras lucir todo el odio que le tuvo en un inicio. ¡Vaya nombre! Pero si tiene que salir, ¡póngase el nasobuco! Por el odio también se llega al amor. A fin de cuentas, humor y amor riman. ¡Venceremos!
Versiones y valoraciones sobre un nombre
De los orígenes del vocablo “nasobuco” nada se sabe. Hasta el presente cualquier intento o investigación tendiente a dar con su origen o progenitor, más que en la noche de los tiempos, se pierde en los meses de pandemia transcurridos desde marzo de 2020… Un conocido del barrio, al cual no le doy ningún crédito, me dice que es un término del mandarín, idioma mayoritario de China, en su traducción al español-cubano. Más prudentes se muestran aquellos que piensan que pudo ser idea de un virólogo cubano, un miembro de la Academia de la Lengua ―aunque le tomará mucho tiempo reconocerlo― o un poeta que buscaba notoriedad.
Pensemos mejor… Pensemos que nació del ingenio del pueblo…, del pueblo cubano, al no querer relacionar su cuarentena con nombres más comunes como mascarilla, cubre-boca y tapa-boca, entre otros. Las causas que llevaron a darle un nuevo nombre, por supuesto, son tan desconocidas como el origen mismo del nombre. Sin embargo, en un esfuerzo nada desdeñable de pensamiento lógico, para ciertas personas el menos lógico de los pensamientos, es de inferir a su favor, por una parte, que ninguno de los nombres antes relacionados incluye las fosas nasales como posible vía de transmisión del virus y, por otra, es una forma muy sutil de vengarse el pueblo de esa tela con tiras, nada fácil de aceptar y de llevar en un país con treinta grados a la sombra, a más de una idiosincrasia propensa al abrazo y el beso, sin pasar por alto su endémica incontinencia verbal.
Al final, un personaje que me pidió no revelar su nombre, tal vez, para evitar la pesquisa que concluya por internarlo en algún centro psiquiátrico, me dijo que el vocablo “nasobuco” viene del siglo VII antes de nuestra era. La data, ya de por sí escalofriante, se basa en el hecho de que el rancio nombre lo acuñó el pueblo de Babilonia… Respiremos… Expliquémonos. Su rey, Nabucodonosor, al dudar de la información que le daban sus “ojos y oídos”, quiso saber por sí mismo lo que pensaba el pueblo de su gobierno, por lo que decidió una vez a la semana descolgarse del lecho que compartía con Semiramis en los Jardines Colgantes de Palacio, y mezclarse con el babilonio de a pie, en su diario discurrir por los agros y mercados de la cosmopolita ciudad del Eufrates. Tal decisión, tan hija de la inseguridad como del temor ―tal como nos sucede hoy día con el nuevo coronavirus―, lo indujo a ponerse una mascarilla que le cubría nariz y boca, alegando una deformación del rostro a causa de una herida recibida en un combate contra terroristas asirios. Pero los babilonios, curiosos y deslenguados como todo pueblo burlado, pronto descubrieron la treta de su rey, llamándolo desde entonces Nasobucodonosor: apodo con el que si bien no pasó a la Historia, al menos, fue el primero en incluir las fosas nasales en un disfraz facial.
Con los siglos todo quedó en el olvido, hasta que dos mil quinientos años más tarde, aproximadamente, en Italia, el gran músico Giuseppe Verdi, identificado con la causa independentista de su pueblo, burlaba la censura impuesta por el ocupante austriaco, apropiándose de los personajes y pasajes históricos más notables del ayer, para de manera velada denunciar el oprobioso presente de su patria.En esencia, esta fue la causa que dictó los guiones de dos de sus más conocidas óperas: Aida y Nabucodonosor. Pero, por un problema elemental de comunicación, en razón de que sus contenidos se expresaban por el bel canto,el pueblo ―una vez más el pueblo― terminó por acortar el ilustre nombre, también en italiano difícil de pronunciar, renombrando la ópera Nabuco.
Hoy día, la COVID-19 vuelve a poner a flor de labio la inmortal obra de Verdi, aunque sin dejar de lado la nariz, que con tan buen tino “se echaron” sus compatriotas. De ahí que el objeto que nos ocupa, el cual responde al nombre de Nasobuco, se nos haya hecho imprescindible cada vez que, por alguna necesidad imperiosa, nos vemos obligados a salir de casa. A fin de cuentas, quien haya llamado Nasobuco a ese pedazo de tela con tiras, después de leer el presente artículo, convendrá conmigo que con independencia de la fonética ―a todo se acostumbra uno―, el nombre tiene su historia, ficticia o verdadera, pero la tiene y desde bien atrás…
A propósito, Nabuco se estrenó en La Scala de Milán, la noche del 9 de marzo de 1842. ¡Cuídese! ¡Quédese en casa! ¡Si puede, oiga a Verdi! Su música también ayuda a vivir, se lo aseguro.