…¿hay algo más cercano al Sistema que el Fragmento?
Cintio Vitier, Lo cubano en la poesía.
Esta incursión por mi parte sobre el desempeño de la crítica cultural tiene mucho de intrusismo profesional, pues para nada me considero, ya sea desde la teoría o la profesión, una autoridad en la materia. Mi aproximación al respecto proviene de una experiencia de largos años como editor —oficio que indiscutiblemente se enlaza con la práctica del criterio—, a lo que añado algunas escaramuzas en valoraciones más o menos subjetivas, y sobre todo mi condición de lector a tiempo completo.
Soy partidario de la lectura de la crítica como disfrute cognoscitivo, independiente de la densidad teórica del autor y de la complejidad del referente que es objeto de estudio. No importa el soporte, la época ni las circunstancias…, todos los caminos conducen al placer de la lectura, grata vocación que es la más solitaria, sencilla y fascinante aventura del espíritu. Más allá de logias y de consensos estéticos y de modas, soy de la opinión de que la apreciación más auténtica, esa que se procura desbrozando el camino hacia una utopía necesaria —en tiempos aciagos de pandemia y de relativización y contaminación de los valores—, reivindica más que nunca la condición de la emoción como cualidad del crítico.
Aquí me gustaría detenerme en los poetas críticos, uno de cuyos ejemplos universales es Baudelaire, quien definió claramente al poeta “como el maestro de la memoria”, como el depositario y continuador de la tradición, y también como el agente de su reescritura. En el contexto cubano —recordemos a José Martí—, encontramos, desde el siglo XIX, numerosos exponentes de esos poetas cuestionadores. En América Latina, un ejemplo canónico es el mexicano Octavio Paz, al cual lo sentimos más cerca del conceptual Cintio Vitier que del metafórico Lezama Lima. De Paz, uno de sus textos fundamentales sobre lo que nos ocupa fue titulado como declaración de principios, El laberinto de la soledad.
Cintio Vitier, en Lo cubano en la poesía, libro capital para el estudio de nuestra cultura más allá de la literatura, sentenció: “¿Hay algo más cercano al Sistema que el Fragmento?”. Es decir, en términos del análisis valorativo, el “fragmento” como prefiguración del todo, del corpus total de la obra en espacio y tiempo. El fragmento como mirada proyectada hacia el conjunto, como núcleo de significación estética, ideológica y existencial.
En los presupuestos de Roland Barthes resultan diversas las variantes de la crítica como adestramiento teórico, tanto en lo racional como en lo espiritual, hasta convertirse en el ejercicio práctico. El escalpelo del análisis crea lo que imagina, define, describe, dándole cuerpo e intensidad a las palabras que delinean el objeto estudiado. Esa idea de la crítica es la que está dentro de mis preferencias, puesto que supone potenciar la escritura, darle al discurso la fuerza de la expresión, sin renunciar a la comunicación con el posible destinatario. No son muchos los escritores que desde sus estudios puntuales nos inducen a pensar en la cultura entera. Paradigmas de esas facultades son los autores antes mencionados, en cuyas obras confluyen la prosa elocuente del ensayista con la creatividad del poeta, teniendo la palabra como centro. Como diría Barthes, el idioma es la expresión de “una escritura cuya función ya no es solo comunicar o expresar, sino imponer un más allá del lenguaje”.
La reflexión del criterio y sus coincidencias establecen una correspondencia que de vez en cuando irradia por entre un tejido especulativo. Correspondencia donde se reconocen agotamientos y aportes, exaltaciones y deudas, incertidumbres y vanidades. Por aquello que en su momento dijo Paul Valéry: “Escribir: resolver una nebulosa interna”. Recordando que una característica del análisis crítico debe ser la imaginación.
Ese eterno iconoclasta de los tejidos sociales y culturales latinoamericanos que fue Carlos Monsiváis, nos deja el legado de la vertiente “impresionista”, que, al contraponerse a la crítica más “cartesiana” de su ilustre compatriota Paz, complementa el diapasón que ha recorrido la crítica en el panorama contemporáneo. Decía Monsiváis algo válido para cualquier apreciación: “Ante los cuadros que me absorben, siempre combino la respuesta instantánea (el registro corpóreo y anímico del gusto) con las evocaciones literarias y visuales. Ante cada cuadro combino reacciones inmediatas con la evocación de fragmentos de poemas, de nombres de escritores y pintores, de vivencias personales o culturales, de ideas por desarrollar o de ideas por desechar, de obras antagónicas o colindantes, de polémicas íntimas sobre preferencias y rechazos”.
El poder de la emoción en la crítica va más allá de las consideraciones sobre la apreciación teórica del arte y la literatura, su sentido, su cometido, sus lenguajes, sus funciones, sus fases. Vale la pena traer a colación, como espacio de asimilación y adaptación, al periodismo cultural. Este género, centrado en el análisis y con objetivos funcionales, desempeña el papel de vía expedita de circulación de los bienes simbólicos, en la medida en que aporta una voz que amplifica una crítica inmediata y directa (favorable o desfavorable) de los acontecimientos culturales.
II
Algunas publicaciones cubanas, en los últimos años, han tenido la voluntad de redimir el razonamiento crítico como enunciado del periodismo cultural, tales La Jiribilla, La Letra del Escriba, LaSiempreviva, El Caimán Barbudo. Además de la reseña, el comentario, la nota, o artículos especializados, encontramos ese ensayo que se mueve en lo que a mí me gusta llamar como género anfibio. Se trata de textos que no pueden encasillarse en las fronteras del artículo propiamente dicho, ni en el ensayo, tampoco en la especulación literario, ni en el periodismo convencional, sino que son un poco de todo eso, una mezcla de géneros que se contaminan, admiten una porosidad, conforman una modalidad distinta. Desafortunadamente, nuestros medios más populares no les reconocen suficiente presencia y tampoco este tipo de periodismo ecléctico y crítico tiene suficiente representación en las publicaciones periódicas, más allá de nuestras revistas especializadas.
La Gaceta de Cuba, fundada hace casi seis décadas, a tenor con la dinámica de contribuir a animar el clima cultural de una sociedad en plena transformación, donde acciones y contradicciones se multiplicaban, junto con escaramuzas ideológicas y tendencias, ha logrado dibujar, fruto del debate de ideas, el mosaico a veces preciso, a veces impreciso, de una época. Por lo general, las publicaciones culturales se han forjado alrededor de un núcleo, una falange sectaria, con la intencionalidad de vencer obstáculos y difundir una determinada concepción de la cultura hacia un público lector que se pretende a su imagen y semejanza. Auspiciada por la organización de los escritores y artistas cubanos, La Gaceta de Cuba, en su desarrollo en espiral, con sus avances y retrocesos, ha tenido que articular un diálogo entre intereses diversos sobre la base de una política cultural definida desde la Revolución y modulada por la constante renovación que impone la práctica cotidiana y las demandas del tiempo que transcurre. Como escribiera en su momento la doctora Graziella Pogolotti —imprescindible interlocutora de nuestra publicación—: “identificados con ella [con La Gaceta], sus destinatarios se agrupan en círculos concéntricos de profesionales de la cultura, de intelectuales en el más amplio sentido del término y de estudiantes en constante relevo generacional. Ha sembrado inquietudes y atravesado pequeños huracanes. Ha removido prejuicios y tabúes, por eso ha participado activamente en la modelación del presente y habrá de constituir, sin dudas, fuente documental indispensable para el investigador del futuro”.
Entendemos que la crítica trata de reconocer el canon literario y artístico dentro del contexto nacional, sin que ello suponga descartar la mirada hacia las nuevas generaciones y la voluntad de fomentar la creación más joven que se produce en la Isla. El canon evidentemente es modificable, incluso susceptible de recrearse, por lo que el perfil de la publicación se pudiera dirigir hacia una línea coherente pero renovada, para orientar al público acerca de quién es cada escritor. Entonces, si el canon es variable, maleable y legitimado por las instituciones, debe utilizarse no solo para jerarquizar, sino también para reconocer las obras de escritores de las jóvenes generaciones. La práctica del criterio es un instrumento importante para el balance generacional y la recuperación de la memoria de nuestra cultura.
José Martí, a tenor de jerarquías legítimas y modelos impuestos, nos dejó este veredicto medular: “Crítica es el ejercicio del criterio. Destruye los ídolos falsos; pero conserva en todo su fulgor a los dioses verdaderos”. Pensamos que el tema de las jerarquías como referencia para la promoción de la cultura nacional se ha perdido en gran medida. A veces es más promocionado alguien que ya tiene mayor visibilidad mediática o porque desempeña un rol institucional, que otros cuyas obras representan verdaderos aportes al arte y la literatura, aunque desconocidos por los medios no especializados. Todas estas cosas vician las lecturas, tergiversan el juicio. Haber reconocido figuras de nuestra cultura de distintas promociones, o que pertenecen a la diáspora, o que han sido tendenciosamente encasilladas dentro de los problemáticos 70 o los 80, ha sido una línea consecuente de La Gaceta…, lo que supone distanciarse del llamado “discurso público” de la cultura por aquello de que la heterodoxia de ayer es la ortodoxia de hoy, y viceversa. Tanto los canonizados, como los marginados , forman parte del concierto de nuestra cultura, más allá de determinado signo político o ideológico, en aras del principio de que la literatura y el arte tienen sus propias leyes y que los valores estéticos son cualidades intrínsecas del quehacer creativo.
Ambrosio Fornet, editor, crítico, hombre de la literatura y del cine, muy cercano a La Gaceta por varios caminos y razones, tal vez resumió mejor que nadie lo que apunté antes: “Te confieso que abro cada Gaceta a ver por dónde viene, si es por la vía de la literatura, si es por la vía de la música, si es por la vía de una colaboración especial, si es por la vía de una crítica o una reseña crítica que realmente resulte sorprendente pero nunca cae en la rutina ni en la expresión simplemente tradicional, predecible del tema que está tratando&.
Los editores tenemos que discernir más allá de filias y fobias, aunque corramos el riego de equivocarnos. A veces puede que seamos arbitrarios o demasiado condescendientes, como en cualquier otra profesión que tenga la responsabilidad de elegir, de decidir, sobre todo dentro de un entramado en el que se mueve la censura, la autocensura, los prejuicios y compromisos. Todas esas cosas acompañan también a la labor del editor en cualquier parte del mundo, en cualquier sistema y en cualquier circunstancia. Para algunos, la potestad de reproducir la crítica se volvió el instrumento para cierto ejercicio de poder más allá de la obra misma, o para implementar patrones que lastran la propia libertad de criterio. Y en medio de este paisaje, nos topamos con el monopolio de los medios —el hereje por antonomasia que fue Luís Buñuel hace décadas los llamó “el cuarto jinete del apocalipsis”—y la globalización, donde la peor de las pandemias es demonizar o canonizar desde centros viciados por intereses comprometidos con las clases dominantes e imperiales.
Baudelaire, adelantado de la crítica moderna, estableció coordenadas que considero fundamentales para cerrar estas reflexiones. Como nos recuerda en un reciente artículo la escritora y profesora española Estrella de Diego, para él, “hacer crítica de arte era una actividad creativa cuya función no era formar los gustos ni dirigirlos: se trataba de escribir una evocación sobre la obra más allá del texto interpretativo. Un trabajo, por tanto, de poetas […] con los valores trastocados en esta época de cambio, quizás ha llegado el momento de recuperar en la crítica el trabajo del poeta, para quien pueda permitírselo. Regresar a ese tiempo en el cual —dice Baudelaire en su dedicatoria al Salón de 1846— “para algunos era posible vivir tres días sin pan, pero ni uno sin poesía”,…ni sin crítica, me gustaría agregar.
Para finalizar quiero dedicar estos comentarios al siempre recordado Rufo Caballero, cuestionador incansable y quien reivindicaba la emoción crítica, pues estoy seguro suscribiría los presupuestos del autor de Las flores del mal.