Los periodistas festejaban la presencia de Joe Louis en La Habana en marzo de 1949, a pesar de la decadencia como atleta y el desplome personal del gran campeón de los pesos máximos en el pugilismo profesional. La mayoría había comenzado a llenarlo de historias y adjetivos muy distantes de su situación actual, para propagar la exhibición que realizaría frente al camagüeyano Omelio Agramonte, programada para el dia cuatro en el estadio del Cerro; días después se enfrentaría, “al flojo” también, con el mismo rival en Santiago de Cuba.
Sus condiciones económicas lo obligaban a buscarse plata sin eludir el ridículo, incluso como árbitro de la lucha: le debía al fisco mucho dinero. Los gastos exorbitantes, los golpes bajos de la exesposa: luego del divorcio y otras estratagemas, volvería a casarse con él y a divorciarse, para sacarle más dólares con una nueva pensión, le agregaban elevadas sumas al desastre financiero.
Su gran rival, Max Smelling, contratado por la Coca Cola para impulsar la venta en Europa, solicitó que la empresa utilizara a Joe mediante pago para anunciar la mercancía. Su pedido no resultó. “Es un perdedor. Usarlo como usted propone le arruina hasta el buen sabor a nuestro refresco”, le respondieron.
Los negociantes habían enviado al olvido aquella famosa pelea con el alemán que iba mucho más allá de lo deportivo, cuando los nazis basados en la anterior, cuando el estadounidense resultó derrotado, deseaban realizar el combate para demostrar, sobre todo, la superioridad del hombre ario.
Max no era fascista pero lo obligaron a formar parte de esa sucia propaganda al mantener prácticamente secuestrada en Berlín a su esposa, una famosa actriz, sobre la que caería el castigo si el escogido se negaba. Louis les rompió el ensueño a los hitlerianos: anestesió en el primer round al retador.
Hasta le iría peor a este maravilloso atleta, poseedor de la corona de 1937 a 1949 cuando poco antes de morir se vio obligado a ser portero de un hotel, con el fin de subsistir a costa de regalar gestos sumisos y risitas falsas, aprovechando lo poco que le quedaba de fama. ¡Pobre viejo, Joe!
Centrémonos en las exhibiciones. Fernando Aceña, a quien muchos le llamaron la Biblia del Boxeo, fue testigo de la ceremonia del pesaje de ambos contrincantes, en este caso más ligado a la divulgación que a la real necesidad de saber sus libras. El visitante, sin causar sensación casi desnudo, muestra decadencia en sus músculos, bultos en la barriga. Cuando finaliza el trámite, va en busca de su pantalón en el vestuario, rodeado de representantes de la prensa -preguntas y fotografías por doquier-, y negociantes de ese mundillo. Buscó por aquí, por allá. En balde: ¡se lo habían robado!
Para contentarlo le compraron dos magníficas prendas de este tipo antes de realizar el espectáculo habanero. En Santiago de Cuba, escenario del otro match incluido, cuidaron muy bien la vestimenta del as, de la acción de los cacos.
Le dedicaré algunas líneas a Omelio que se buscó así su dinerito. Sin ser un peleador de alta categoría internacional, ocupó el trono del país entre los pesos pesados desde 1947. Lo perdió al ser noqueado por el Niño Valdés -nombre real Giraldo Ramos León- en el décimo capítulo de una batalla efectuada el 18 de julio de 1953. Prometo ocuparme de la labor del Niño en ediciones próximas.