Con el título de esta Carabina —que tomo prestado de la novela de Henry James— he querido llamar la atención sobre el hecho de que aquí no hago más que volver a temas ya tratados, en este caso el de la Identidad, tanto social como cultural. Sobre temas afines, como el de la conducta que prevalece en el mundo colonial, se han escrito volúmenes, así que en este improvisado sondeo me limitaré a echar una ojeada a la etapa que solemos considerar “moderna”, la que se inaugura con el Renacimiento y se caracteriza por el dominio que ejercen en ella las leyes del mercado y por el pragmatismo reinante. Entre nosotros, todo ese espacio está permeado por lo que, con perdón de Don Fernando Ortiz, pudiéramos llamar el “síndrome Gobineau”, la convicción de que existen razas superiores e inferiores y que aquí, en nuestra América, estas últimas —las indígenas y las africanas, en especial— predominan sobre las primeras. Pero la supuesta inferioridad que padecen les impide, llegado el caso, gobernar como se debe, es decir, según las normas establecidas por los ideólogos de la Revolución Francesa y por los emigrantes europeos establecidos en Norteamérica. Es la llamada democracia burguesa (o Democracia, simplemente, una entidad política convenientemente desclasada para evitar discusiones inútiles). En ella, los requisitos de igualdad y justicia —reservados para una parte de la población— se exaltan como valores en los discursos y los libros, pero sin pretender llevarlos a la práctica. Son obra de lo que Martí llamaba “redentores bibliógenos” de la sociedad.
Me permitiré entrar en materia apelando al ejemplo de dos intelectuales de nombres muy semejantes —apenas se diferencian entre sí por la vocal con que concluyen sus respectivos apellidos—, pero que desempeñaron papeles muy distintos en el desarrollo de nuestra cultura. Me refiero a Rafael Montoro, el político, y a Arturo Montori, el pedagogo. A fines del siglo XIX —antes del reinicio de la guerra y en pleno auge del movimiento autonomista— Montoro confesó sentirse alarmado por la presencia del negro en las calles habaneras, por la “populachería” que invadía el espacio público. Si se querían salvar “los grandes intereses sociales amenazados”, advirtió, había que promover el desarrollo cultural entre los improvisados ciudadanos. “Nuestras masas, nuestras clases inferiores —no nos hagamos ilusiones— viven en plena incultura”, afirmó. “No se ha cuidado de ilustrarlas ni de llevar la luz a sus almas, y ha venido lo que era ya inevitable, un nefando africanismo que, en consorcio con la ignorancia, se extiende ya por ciertas esferas.”[1] Permítanme intercalar una coletilla: ¿Acaso no había una pizca de verdad en ese exabrupto racista? La había, sin duda, pero el problema no es ese; el problema es que con enfoques cubiertos por ese tinte de amargura, el prejuicio racial podía llegar a convertirse en prejuicio criminal, como ocurrió, poco después, con la masacre de la llamada Guerrita del 12.
Montori me mantiene en el ámbito de las preocupaciones culturales, aunque desplazadas al espacio de la niñez.[2] Al niño se le hace difícil captar el sentido de las composiciones “puramente líricas” —reflexiona el profesor—, y de ahí que esas obras se excluyan del tejido didáctico de su libro para favorecer otros géneros (“cuentos, descripciones, fábulas, documentos históricos y poesías patrióticas”). Veamos, por ejemplo, los versos iniciales de la fábula “El caballo americano y el criollo”, del infaltable Francisco Javier Balmaseda, dedicada al espinoso tema de la autoestima.
Un caballo americano
(por tal se le conocía
aunque era de Normandía,)
a otro caballo cubano
por pequeño despreció;
mas el criollo, arrogante,
al momento lo advirtió
y dijo: Señor gigante
de su tamaño me admiro,
de su pujanza, jamás,
que siempre lo dejo atrás
en la carrera y el tiro.
No siguió el rocín hablando…
etc. etc.
La fábula concluye con versos que describen el arduo trabajo realizado por el criollo durante el resto de la jornada, dando por descontado, así, que la Identidad no se inventa, sino que se construye; cada persona es la suma del esfuerzo, de la constancia con que ha realizado lo que ella es o aspira llegar a ser.
Digo verdad; pues, señor,
¿por qué en Cuba acostumbramos
dar a lo extraño valor
y lo nuestro despreciamos?
Valdría la pena sopesar la pregunta e intentar una respuesta, pero como no estamos en el aula, dejo las cosas tal cual. (Versión de la Carabina publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau. Imagen destacada: Dary Steyners).
Notas:
[1] El fenómeno respondía en gran medida al clima social resultante de la abolición oficial de la esclavitud.
[2] Cf. Arturo Montori: Libro tercero de lectura (P. Fernández y Cia., 1938). La obra había sido oficialmente aprobada veinte años antes para su uso en todas las escuelas del país.