Un pensamiento que me cuesta sintetizar en pocas líneas me ronda hace días, aunque pero no por ello demoro un homenaje personal y profesional a un recién laureado en la nueva jornada de la Prensa Cubana, el fotógrafo Manuel Muñoa, con el que compartí muchas coberturas y contactos familiares, en distintos y distantes tiempos en Prensa Latina.
Y lo hago pensando más allá de su laboriosa, oportuna y eficiente entrega a una misión muchas veces poco reconocida, aunque se repita formalmente el valor de una imagen, superior a mil palabras, en numerosas ocasiones. Tengo en mi mente a muchos de aquellos con los que comencé a formarme, en 1969, como profesional integral de una agencia de noticias y que nunca alcanzaron lauros.
Conocí a Muñoa cuando encabecé la Redacción Nacional, años después de haber sido jefe y alumno –curiosa paradoja de mi currículo periodístico—de gigantes del lente como los hermanos Viñas, Miguelito y Joaquín (Quino), Pablo Pildaín, Rogelio Moré, Venancio Díaz y Tomás García, entre los mejores y menos reconocidos públicamente a finales de los años 60.
Sus historias, logros y profesionalidad meritarían textos apartes, que lamentablemente no fueron escritos en su momento y que hubieran servido como lecciones para el presente y el futuro.
Las anónimas e interminables jornadas en mal ventilados laboratorios, cargados del hiposulfito de los fijadores; la manipulación y revelado de negativos; su impresión en distintos papeles en blanco y negro –según su “dureza” (densidad), eran el colofón de la noticiosa instantánea tomada, muchas veces, en condiciones de suma complejidad, no sólo por la dinámica del acontecimiento reportado.
A los muchachones de la fotografía de prensa de entonces les gustaba ser diferenciados de otros creadores de imágenes, desde los publicitarios a los “lambios”, esos que se dedicaban a buscar su sustento en bodas, fiestas de 15 y bautizos, e incluso costaba trabajo que participaran en salones especializados convocados por la Unión de Periodistas de Cuba porque, como alguno me afirmó con plena convicción, ellos trabajaban para cumplir con una misión periodística y no para competir.
Admito que tuve poco y esporádico éxito en lograr una mayor visibilidad de aquella tropa que no publicaba en los medios de prensa nacionales de gran circulación y que cuando lo hacían era bajo el crédito de dos letras: PL.
Los que nos formamos en ese entorno —las agencias cablegráficas de entonces— sabrán de lo que hablo porque la condición de anonimato era consustancial al ejercicio profesional rutinario en ellas y sólo se firmaba aquello de fuentes propias o que tuviera especial relevancia. El extremo de esa poca exposición pública individual eran los gráficos.
Los tiempos, las prácticas y la técnica pueden haber cambiado, pero no los valores y condiciones humanas y profesionales de los trabajadores de prensa que hacen de la cámara su estandarte creativo, como lo ha sido y seguirá siendo el querido Manuel Muñoa.