I
No todo el mundo tiene claro que la idea de cultura desborda la de saberes que van más allá de lo estrictamente artístico y literario. Hay quien piensa que sólo es “culto” quien sabe de música, de literatura, de artes plásticas…En la mayoría de los casos, damos por descontado que el poseedor de una cultura tiene colgado en alguna pared de su oficina o de la sala de su casa el correspondiente título universitario. Tal vez fuera por eso –porque yo aspiraba a tenerlo, pero aún no lo tenía y era un lector infatigable— que me gustó tanto lo que se contaba sobre Chesterton y su encuentro amistoso con varios campesinos españoles. La experiencia lo hizo exclamar: “¡Qué cultos son estos analfabetos!” Eso era tener una visión dinámica, me dije, lo que suele llamarse una visión antropológica, no académica de la cultura. Pensaba en el cúmulo de habilidades, datos, tradiciones y costumbres que el campesino iba acumulando a lo largo de su vida, sin haber ido nunca a la escuela; pero jamás imaginé que yo llegaría a saber cuándo y a quién le contó Chesterton la anécdota. Pues bien, acabo de enterarme. Lo encontré en una conferencia que el ilustrísimo don Fernando de los Ríos –ex Ministro de Instrucción Pública en España— impartió hace casi cien años en la que entonces era, por antonomasia, la Universidad.[1] Ahí Don Fernando describe la situación que se produce en Europa durante la etapa que va del siglo XII al XIII (y luego al XVI) –cuando surgen las universidades–, y se extiende a una etapa posterior, la que abarca los siglos XV y XVI, marcada por el momento en que el Cardenal Nicolás de Cusa inicia, sin proponérselo, lo que el conferencista llama “el drama de la cultura”: el hecho de que saber y deber tomen, de pronto, “caminos divergentes”. Las nacientes universidades eran de dos tipos: las que habían surgido como corporaciones de maestros (por ejemplo, la de París) y las que habían surgido como corporaciones de discípulos (la de Bolonia). En el siglo XVI vuelve a producirse una fractura, esta vez porque las universidades pasarían a depender, respectivamente, de centros distintos: la Iglesia (lo predominante en los pueblos católicos) y el Estado (allí donde predominaban los protestantes).[2]
Pero volvamos al siglo XX. Don Fernando confiesa haberse formado en “el estudio y meditación de Platón” –sobre el que hizo su tesis de doctorado—, y aclara que Platón fue la fuente de la que San Agustín tomó la idea de las virtudes cardinales: la colectividad tiene “una virtud suprema”, que es la Justicia, mientras que la conciencia científica tiene otra, que es la Verdad. Es el choque de ambas lo que genera el drama a que venimos aludiendo.
II
Como anfitrión de Chesterton en España, Don Fernando lo invitó a sumarse, durante un descanso, al grupo de campesinos de la comarca de Toledo que estaba allí arreglando la estera de un arado. Y supe que lo que motivó la sorpresa de Chesterton no era lo que yo suponía, sino la delicadeza con que los campesinos manipulaban el instrumento a su alcance. Los invitaron cortésmente a comer (“¿Quieren ustedes acompañarnos?”), pero Chesterton no respondió; observaba en silencio cómo comían “y cómo cogían su navajita y cortaban el queso, la cebolla y el pan, prodigio estético de refinamiento, de pulcritud, de gracia, de señorío”…Y cuando se levantaron, para despedirse, exclamó lo que ya sabemos. Nuestros lectores se preguntarán qué tiene que ver eso con lo que veníamos diciendo. A nosotros se nos antoja que una fina corriente subterránea une esos dos momentos, al parecer tan ajenos entre sí. Ambos hablan de maneras de ser, de una determinada sensibilidad que orienta la conducta humana.
En el plano intelectual, lo que había hecho Nicolás de Cusa era “arremeter contra la idea de sustancia” y suplantarla con la idea de relación. Ahora, lo mismo para entender el Universo que para interpretar el Espíritu, había que recurrir a “la ciencia matriz, la ciencia por excelencia: la Matemática”. En pleno Renacimiento, Saber y Deber echaban a andar por caminos divergentes. Dentro de la tradición de Bolonia se postulaba que el problema no consistía en tener respuestas, sino en saber formular las preguntas, pero ¿qué preguntas estaba en condiciones de formular el estudiante de un pueblo en crisis?[3] El hecho de subestimar o desconocer los valores espirituales y éticos como ingredientes inseparables de la personalidad humana —embriagados como estaban con la ciencia, con el conocimiento científico—, les impedía a los profesores aceptar que el espíritu era el único núcleo posible de “la unidad universal del hombre” y, por tanto, lo único que permitía orientar las búsquedas. Pascal decía que hay dos lógicas, una del pensamiento y otra del corazón. Y podríamos afirmar que en esta última —que es también la lógica creadora del quehacer artístico— radica la mayoría de los valores éticos y religiosos reconocidos en el mundo. Me temo —añadía el conferencista— que la Universidad haya olvidado la lógica del corazón para servir exclusivamente a la lógica del pensamiento, la propia de los científicos. No debe extrañar entonces que el proceso de deshumanización se acelerara. A partir del Renacimiento se pasó “de la Matemática a la Física, de la Física a la Mecánica, de la Mecánica a la nueva industria y de la nueva industria a una organización instrumental de la totalidad que se está tragando al hombre.”[4] Hincado de rodillas ante sus nuevos dioses, el hombre decide someter el criterio de la Verdad a una sola prueba: las consecuencias prácticas de sus actos. Cuando éstas son beneficiosas, se da por descontado que los actos responden a lo verdadero (lo que es sólo una hipótesis), pero cuando resultan ser perjudiciales, la prueba se desecha, sea cual sea “su valor moral y religioso”. “Ese Pragmatismo, ese criterio de la verdad medida por las consecuencias prácticas de las acciones”, hizo surgir lo que Nietzsche llamó “el Pragmatismo de la Desesperación” o voluntad de poder. Estoy convencido –como en su momento lo estuvieron los teólogos y juristas españoles, dice el conferencista— de que la única razón de ser del Estado es la Justicia y de que “no hay comunidad posible, ni salvación posible para lo humano, si no se vuelven a tomar las divisas éticas como las únicas capaces de elevar y ennoblecer el proceso de las acciones individuales y colectivas”. De lo contrario, estaremos condenados a la Frivolidad. El hombre mecánico entra a una casa, “abre una llave e ilumina las habitaciones, tiene su baño, la calefacción, la radio, y dice “!Qué maravilla!”. Cierto. Pero esa maravilla “!qué pobreza está engendrando!”.
Aquí termino. No quiero ganarme el título de Glosador Impertinente, pero terminaré diciendo, como el conferencista, que en la universidad sólo debieran estar los estudiantes con virtud. Los griegos llamaban “sabio” (de sophos) no sólo al que sabía muchas cosas, sino al que era capaz de establecer una armonía entre su querer, su deber y su saber. Y Montesquieu decía que “la libertad no puede consistir en hacer lo que se quiere, sino en querer hacer lo que se debe querer (…) Hablar de libertad es fácil; ser hombre libre es difícil, porque el hombre libre es el hombre disciplinado por la idea del deber…” En el caso de los jóvenes son esos, los disciplinados, los que deben entrar en la Universidad, vengan de donde vengan, tengan los padres que tengan, sean “hijos de un gañán, de un noble o de un picapedrero” –de blancos, de negros o de chinos, añadiríamos nosotros—, pero que sean muchacho(a)s virtuoso(a)s, es decir, creativo(a)s. La palabra latina virtus significa energía. Virtud es energía, energía creadora. El que entra en la universidad careciendo de energía, seguramente está privando de entrar a otro que la tiene, pero que carece de los medios materiales necesarios para entrar. Y cuando se entra, el estudiante debe descubrir que ese espacio tiene creadas las condiciones necesarias para permitirle disfrutar de dos cosas: una vida social más intensa –a través de festivales artísticos, por ejemplo— y el contacto permanente con una proyección ética de alto nivel.
(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau).
Notas:
[1] Cf. Don Fernando de los Ríos: La posición de las universidades ante el problema del mundo actual. La Habana, Publicaciones de la Revista Universidad de la Habana, 1938. La presente carabina es sólo un intento de glosar someramente ese trabajo.
[2] Aunque en España la primera universidad, la de Salamanca, se orientaba en la dirección de Bolonia, la institución no logró disfrutar de plena independencia científica hasta octubre de 1868, gracias a un decreto promulgado con el triunfo de la llamada Revolución de Septiembre.
[3] Como lo eran la España todavía en guerra y la Cuba donde habían quedado atrás los Cien Días de Grau/Guiteras y aún no se había aprobado el proyecto de la Constitución del 40.
[4] Thoreau lo había dicho con otras palabras: “El hombre se ha convertido en instrumento de sus propios instrumentos”.