I
En 1991, cuando la teatróloga y traductora brasileña Renata Pallottini llegó a la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, vimos los cielos abiertos. Teníamos allí un espacio que llamábamos pomposamente Taller de Guión y Dramaturgia —para cubanos y extranjeros— y corrimos a pedirle a Renata que hiciera un tiempito para reunirse con nosotros en un encuentro informal, en el que pudiera hablarnos de sus experiencias personales y contestar algunas preguntas. Estuvo generosamente de acuerdo. El resultado —en síntesis y con los ajustes que nos parecieron necesarios— es lo que se expone a continuación.
Empezó disculpándose porque iba a hablarnos de las adaptaciones de un cuento de João Guimarães Rosa, “Sardanápolis”, que no estaba entre sus obras más conocidas.[i] Guimarães era un médico y diplomático nacido en Río de Janeiro, en 1908. Viajó, conoció mundo. Pero siempre volvía al terruño, Coersburgo —en la provincia de Minas Gerais, cerca de Bahía—, un pueblo cuyo curioso nombre pudiera traducirse literalmente como “corazón urbano”. En esa comarca —donde se desarrolla la acción de Gran Sertón: veredas— arraigó una fuerte cultura popular. Guimarães demoró mucho tiempo en publicar. Sus primeros relatos, escritos cuando tenía unos treinta años, sólo se publicaron cuando ya entraba en los cuarenta. Era un hombre muy sensible, por no decir supersticioso; cuando lo quisieron llevar a la Academia, se negó, porque según él, ir significaba disponerse a morir. Pero fue, e hizo su discurso de ingreso en una ceremonia solemne, colmada de público. Estaba muy emocionado. Me temo que su corazón… Murió poco después. ¿Qué había significado su narrativa en la literatura brasileña? António Candido lo vio con suprema lucidez cuando dijo que su objetivo era buscar formas de ordenar el caos, someter a jerarquías y valores un mundo caótico y desorientado, como lo era el sertón.
¿Cuál es la historia que se cuenta en “Sardanápolis”? Un modesto ranchero de la zona, de apellido Rivero, se casa con una muchacha muy atractiva, Luisa, de la que está realmente enamorado. Al poco tiempo, un primo suyo muy querido, Argimiro, se va a vivir con ellos. Cierto día se detiene allí un transeúnte al que ya conocían como vendedor de bueyes. Y con él, llega la malaria…. que aquí, además, actúa como referente simbólico, una enfermedad del alma que suele padecer todo el que ha perdido al ser amado. Ambos primos enferman. Deliran, y sus delirios nos permiten descubrir que están sufriendo la experiencia desde el mismo centro de gravedad. Argimiro espera recuperarse, abriga esperanza; Rivero, no. Lo que quiere Rivero es morirse y ser enterrado en el cementerio del pueblo.
El cuento empieza con Argimiro tendido en su camastro, consumido por la fiebre, víctima de sus alucinaciones. Ve desfilar figuras de mujeres que quiso y que recuerda, pero no la que ansía ver. Y de pronto, ahí está: es Luisa, nada menos. La amó en secreto, ella nunca lo supo. En la versión teatral, Rivero le habla al primo de su fiesta de bodas. “¿Te acuerdas? —dice—. Viniste para acá poco después, a hacerte cargo del arrozal…” En la versión televisiva podremos ver un momento de la fiesta. Se menciona al boyero. Tirada por una yunta de bueyes, llega la carreta en que viene la novia. Rivero la ayuda a bajar… La imagen se congela, se oye una voz…, y he aquí que vemos a Argimiro mirándola alelado, como si la viera por primera vez (en el teatro este recuerdo—no teníamos más remedio— tuvo que ser verbalizado, hay que buscar la mejor manera de hacerlo.) El joven se arriesga a confesarle al primo lo que siente por su mujer, y Rivero —que lo tenía, según sus propias palabras, “como un hermano, como un hijo”—no puede soportar tan dolorosa revelación. Ambos deben morir. La adaptación duraba cuarenta y cinco minutos o una hora, pero todo el tiempo el público la siguió expectante.
La versión teatral pudo conservar la estructura del cuento porque esta última era una estructura dramática. De lo contrario, el conflicto hubiera tenido que construirse. La forma narrativa es como una mancha de tinta que no tiene contornos definidos; la forma dramática, en cambio, ya trae fijados sus bordes. ¿Cualquier fábula, por el hecho de ser interesante o atractiva, se presta para ser adaptada al teatro? Error. Lo dramático puede ser potenciado o actualizado, cierto, pero si previamente no está ahí, no hay nada que hacer. ¿La fidelidad? La que cuenta, la única válida, es a las ideas, o mejor dicho, a la idea básica, a la filosofía personal del autor. Si el autor ha hecho una obra contra al racismo, por ejemplo, ¿vamos a cambiar o manipular su propuesta?
A fines de la década del sesenta –allá por 1969—traduje una pieza norteamericana, muy exitosa, sobre la Guerra de Vietnam y la desobediencia civil entre los jóvenes. Hace poco me pidieron que hiciera una “adaptación”, pero modernizada, porque para los jóvenes ya Vietnam era cosa del pasado. Yo me negué. Si se aceptaran semejantes exigencias, habría que reescribir Ricardo III, porque la Guerra de las Dos Rosas es más “pasado” que la de Vietnam, ¿no? ¿Y las tragedias griegas? Lo importante es respetar la idea rectora del autor, que en “Sardanápalo” es la de un amor sui géneris, que ni siquiera en el recuerdo puede ser compartido. Esa es la quintaesencia del cuento: la idea de que es preferible la muerte solitaria a tener que compartir el amor de la mujer amada. Si se es fiel a esta idea, todo lo demás puede cambiarse.
II
¿Es Sardanápalo el nombre de un lugar? Eso no lo tengo claro. A Guimarães le gustaba inventar, acuñar, jugar con las palabras. En sus textos hay páginas enteras que parecen una sucesión de coloquialismos y onomatopeyas, lo que atribuimos en parte a la influencia del idioma sertanero, la lengua tupí. A menudo los nombres propios parten de una base sonora, son simples recreaciones de un sonido. Leí el cuento varias veces. Me fascinaba su forma, la musicalidad de las palabras. “Jaguarepí”, por ejemplo, no es más que un derivado de la palabra “jaguar” y alude a un hombre que, según la leyenda, se enamora de una onza (la hembra del jaguar). La onza mata a los hombres en cuya actitud cree percibir una amenaza.
El lugar donde se desarrolla la acción es Sarapaja, palabra que podría entenderse como pajar, el espacio donde se acumula o se pone a secar la paja. Allí se dice que la malaria viene de lejos, de San Francisco, y que un día entró al vado del Pará por la boca abierta del río, y empezó a subir y subir y subir cada vez más.
A mí me atrajo la intensidad dramática del cuento, su nivel de concentración en el tiempo y el espacio. Muy pocos personajes y un tipo de acción dramática (la “acción inmóvil”, la llamo yo) que prescinde del movimiento físico. Era para mí todo un desafío involucrarme en una pieza teatral con esas características. La obra se ha representado muchas veces. Una de ellas, en particular —la adaptación de Alberto D’Aversa, formado en Roma—, me gustó mucho. Se estrenó en 1960.
Una cabaña al fondo del escenario. Frente a ella, un abrevadero virado al revés, que sirve de banco a los personajes. Un poco de paja dispersa al azar y algunas ramas verdes, recién caídas, aquí y allá… El verde de la vegetación circundante resalta por todas partes. Aquí los colores hablan. Los hombres, por la ropa que visten, son amarillos o azules; de algunas partes cuelgan cosas verdísimas. Muy pronto veremos a Rivero y su primo conversando. En escena siempre están solos. Repito: se consideraba necesario excluir del ambiente lo puramente “descriptivo”. En la versión teatral era complicado tratar de emplear un recurso como el flash-back, por ejemplo, que es como una impureza de lo dramático, pero en la televisión esas retrospectivas fílmicas eran muy funcionales, servían para mostrar las imágenes que surgían cuando los personajes empezaban a delirar (en el teatro había que recurrir al sonido). Hay sonidos misteriosos e inquietantes, como el que, en determinado momento, atraviesa el ambiente y hace que ambos primos se vuelvan al unísono: es el canto (¿el graznido?) de un pájaro, el garrincha. El que lo oye, está avisado: sabe que va a morir. El flash-back en TV permite también romper la posible monotonía de los espacios. Del comienzo de la versión teatral de D’Aversa –cabaña, abrevadero…—, pasábamos, en la versión televisiva, a la imagen en movimiento de un pueblo en ruinas, despoblado: calle desierta, iglesia solitaria (una iglesia colonial, porque en Minas están las mejores iglesias coloniales de Brasil) … Luego la cámara se instala en una pequeña colina desde donde se divisa el vado del río, una canoa, varias canoas en las que pasan rostros sonrientes de muchachas, y al final, con la algarabía de los pájaros y el zumbido de los mosquitos (anuncio de malaria), otra vez la cabaña y el abrevadero…
Me preguntan si no temía perderme con tantas vueltas y revueltas, si no me parecía aconsejable elaborar una scaletta, una guía de secuencias narrativas que me permitiera avanzar con tranquilidad. La respuesta es no, no me pareció necesario. Con tan pocos personajes y situaciones, la historia no lo requería. En cuanto a reforzar los rasgos personales, me limito a asegurarles que Guimarães retrataba muy bien, no había por qué exagerar el maquillaje. Lo que sí sentía yo era la necesidad de familiarizarme un poco más con la figura de Luisa. ¿Cuándo fue que Argimiro la vio por primera vez? ¿El día de la boda? En la versión televisiva introduje, por si acaso, un momento que insinuaba esa posibilidad (que la viera por primera vez como mujer); él la mira, dice no recuerdo qué, y en sus ojos se advierte la atracción que siente por ella… Pero él nunca se le acerca, nunca la toca, es incapaz de romper el código de honor en que se basa su amistad. Son relaciones muy sutiles, no es fácil definirlas. ¿Estamos ante una historia de encuentros y desencuentros? Era algo que yo tenía que saber. Tenía que llenar los huecos, los vacíos, y que no fueran a aparecer después ante el espectador, cuando ya fuera demasiado tarde…En la TV hay un momento en que Rivero está en el suelo de la cabaña, temblando de frío; la cámara se sumerge lentamente en la hoguera y al salir de las brasas va a dar… con los ojos de Luisa. Se ve entonces a Argimiro con ella, bajo un árbol, ella diciendo: “Parece que usted no me reconoce…, que nunca me había visto, primo”. Es una Luisa algo más joven, que juega con las amigas en la arboleda mientras Rivero y Argimiro, desde un promontorio, las observan. Rivero murmura entre dientes, como si hubiera adivinado lo que Argimiro estaba pensando: “Sí, primo, ya está en edad de merecer… Va a tener que ir pensando en buscar novio”. Queda claro que ya la conocía, de vista, por lo menos.
Con cada adaptación siempre ha llegado el curioso que pregunta: ¿el original ganó o perdió? No sabría decir. No comparto la idea, muy extendida en nuestro medio, de que el teatro es una forma de comunicación superior a las demás. Cada una lo es, a su manera. A mí me basta sentir, en cada caso, que Guimarães está allí. A lo que aspiro es a ofrecerle un público nuevo, nuevos canales de difusión. Otra cosa que me parece importante —en este caso específico— es despertar nuestro interés hacia el texto que ha servido de base a lo demás; en él seguramente percibiremos intenciones y matices que en las adaptaciones pasaron inadvertidas. En el cuento está el origen de todo. De esas palabras surgió todo lo que hayamos podido ver y sentir hasta aquí.
(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau. Ilustración: Dary Steyners).
Nota:
[i] En los años 70, la Editorial Casa de las Américas había publicado sus narraciones más importantes: “Hora y momento de Augusto Matraga” (en Quince relatos de la América Latina, sel. de Mario Benedetti y Antonio Benítez Rojo) y Gran sertón: veredas (pról. de Trinidad Pérez Valdés).
Como siempre, es un deleite y, a la vez,, un aprendizaje leer a Ambrosio. Esta crónica es una verdadera pieza de buen periodismo.
Me gustaría que siempre pusieran la fecha de la publicación primera, Es un dato muy necesario a la hora de referenciar el material.
Gracias