En la clausura (9 de diciembre de 1966) de la V Plenaria Nacional de la FMC, Fidel Castro sostuvo que el “fenómeno de las mujeres en la Revolución era una revolución dentro de otra revolución”. Ver en ese reconocimiento un mero galanteo colectivo lo reduciría a un sentido más propio de lo caballeresco patriarcal que de los ideales del líder revolucionario, quien entonces definió una realidad que hoy sigue en marcha y él apoyaba resueltamente. En eso pudo también haber declarado: “Hemos hecho una revolución más grande que nosotros mismos”.
Las mujeres son una revolución dentro de la Revolución por un hecho decisivo: desde su experiencia y su necesidad de librarse de ataduras e injusticias que históricamente han llevado sobre sí, refuerzan el torrente justiciero mayor que es la obra revolucionaria. Aunque emancipador en sí mismo y, por tanto, con las necesidades de la mujer en su programa, sin el ímpetu con que ella reclama sus derechos no habría avanzado el proyecto cubano lo que ha conseguido avanzar, ni podría vencer el tramo, acaso más complejo, que aún le queda por delante.
Reconocerlo no implica ignorar que los derechos de las mujeres no estarán garantizados mientras no los asuma resueltamente el conjunto de la sociedad. Tampoco obliga a soslayar que la fuerza vertebral del proyecto revolucionario viene, y se basa en ella, de la atención a intereses que van más allá de un sector: se inscriben en aspiraciones y conflictos sociales más abarcadores.
Se trata de realidades que se trenzan con clases sociales y luchas entre ellas, aunque el tema parezca difuminarse incluso en medios informativos que, de no prestarle la atención necesaria —aunque lo eludan en nombre de la unidad nacional, no digamos ya si lo hacen por ingenuidad o mal aconsejados—, no podrían cumplir de veras su cometido. Menos aún en medio de replanteamientos económicos que no dejan de ser complejos y riesgosos porque se entiendan o sean necesarios.
Algo similar a lo dicho sobre los derechos de la mujer vale para la cuestión llamada “racial”. Sin desconocer lo pertinente al tema de la mujer, esa otra cuestión en particular ha estado sometida durante siglos, o milenios, a una mistificación en que se han mezclado intereses, ignorancia y actitudes negativas en dosis suficientes para que el crimen subyazca hasta en el lenguaje con que se le combate.
Como otros temas, el tratamiento de esa zona de la realidad, y el de la relativa a la mujer, pueden manipularse con intenciones contrarias a la Revolución que se ha propuesto alcanzar los niveles de justicia y equidad que la definen. Pero la respuesta acertada del lado revolucionario nunca sería desentenderse de esas causas, sino prestarles cada vez mejor atención, y poner en su lugar a quienes las usen aviesamente.
Aunque indican énfasis o magnificación conceptual de determinados elementos, no todos los -ismos tienen igual signo. Mientras —desde posiciones revolucionarias— feminismo se inscribe en la lucha contra la presencia o las huellas que machismo resume en los caminos del patriarcado, racismo tiene en su raíz una falsedad aliada de la opresión, la supuesta existencia de razas humanas. Luchar contra la realidad que ese término representa es también un deber revolucionario ineludible.
No hace muchos años el descubrimiento del mapa del genoma humano vino a demostrar que en la humanidad existen diversidades étnicas y de apariencia externa, no razas. Pero las falacias acumuladas han velado esa realidad con una costra que se manifiesta en que, hasta para refutarlas, su herencia vicia los términos al uso. Siguen enarbolándose consignas de vocación justiciera, pero imprecisas, como “la igualdad de las ‘razas humanas’”, con lo que, quiérase o no, se asume que ellas existen.
No habrán sido muchos los pensadores que no necesitaron el valioso descubrimiento antes mencionado para negar la existencia de razas en los seres humanos. A Cuba le cabe el honor —y el correspondiente compromiso ético y conductual— de que José Martí abrazara esa certidumbre un siglo antes de conocerse el mapa del genoma humano: “No hay odio de razas, porque no hay razas”, expresó en “Nuestra América”. Lo que, en la senda martiana, Fernando Ortiz llamó “el engaño de las razas” ha enmascarado orígenes y manipulaciones del odio.
Décadas de revolución verdadera tendrán la capacidad de transformar un pueblo, pero no bastan para erradicar prejuicios que subsisten en el pensamiento y en la conducta. Van y vienen en el varón que se siente con derecho a tener a la mujer como sirvienta, y en la persona “blanca” portadora del virus heredado de la discriminación “racial”.
Tal infección puede tener morbos particulares en sociedades donde se afianzó una esclavitud justificada con pretextos “racistas”, pero hasta hoy va siendo universal, y valorarla requiere matizaciones a fondo para rebasar la cromatización de las clases sociales y las trampas que ella envuelve. De estas se han valido los opresores para reforzar las divisiones en la sociedad y sembrar odios y divisiones entre los oprimidos, además de lograr que hasta involuntariamente le hagan ellos el juego a la opresión.
Campañas para calumniar la Revolución Cubana se propalan desde los Estados Unidos. Allí la mujer está lejos de haber alcanzado todos sus derechos, y de distintos modos el “mesiánico” supremacismo “blanco” opera hasta en la Casa presidencial, pintada de ese color. Las mentiras urdidas contra Cuba pueden salir de la nada, o magnificar lastres que subsisten pese al proyecto revolucionario que intenta erradicarlos, y que no se contentará con que sean palidísimos comparados con la realidad estadounidense.
El proyecto revolucionario tiene la misión de erradicar todo cuanto se oponga a la plenitud justiciera. No solo ni fundamentalmente para no hacerles el juego a maniobras enemigas: quienes las orquestan no lo necesitan para fabricar infundios. La Revolución ha de seguir probando que nada la aventaja en el derecho, el deber y la voluntad de izar las banderas de la justicia y defenderlas sin pausa. Si intentan oportunistamente arrebatárselas, con más denuedo ha de ratificar que no las cede, y desenmascarar a quienes participen en el intento como ejecutores o promotores, o de ambos modos.
Sería aleccionador indagar en qué grado tibiezas y consentimientos “tácticos” frente a tradiciones retardatarias le han costado a fuerzas de la izquierda —en nuestra América, para no ir más lejos— perder electores que van a caer en los torcidos brazos de la derecha. No se excluyen de tales tradiciones la opresión de la mujer, y la que le niega el derecho al aborto, contra la cual, como contra otras, la Revolución Cubana supo acertadamente dar continuidad y altura mayor a la lucha que el feminismo nacional, apoyado por la izquierda más consecuente, libraba desde antes de 1959.
Téngase también en cuenta la búsqueda de una clara conciencia ecológica, meta de más reciente avance y que de modo resuelto abrazó el líder de la Revolución, pulverizando prejuicios seudomarxistas que tildaban a la ecología de ser mera ideología burguesa. El mismo Comandante —quien celebró que Cuba hubiera desterrado mucho antes las corridas de toros, y vio en la ecología un camino de salvación para la especie— mostró rechazo a la lidia de gallos: la valla de su familia en Birán fue la primera que la Revolución cerró.
Hoy el país da cabida legal a la protección de los animales, propósito que nutre la condición humana, y cuyo desarrollo es de prever que pueda ponerla en la necesidad de encarar tradiciones arraigadas, a tono con las cuales hay revolucionarios que disfrutan las peleas de gallos. Para defender esa tradición —llamada “cultural”, como en otros lares califican el martirio de los toros quienes, de derecha o de izquierda, son partidarios de esa práctica— se aduce que los gallos pelean por sí mismos en la naturaleza.
Tal “tesis” soslaya que en su entorno natural los gallos pelean por iniciativa propia y con sus armas naturales, no azuzados y con las espuelas preparadas para que cumplan algo que no es propio de la naturaleza, donde se lucha por la supervivencia o por el apareamiento, sino de la barbarie (in)humana: “el arte de matar”. Para eso se les entrena con procedimientos deplorables, y se les dota de espuelas asesinas. ¿Qué decir de las peleas de perros? Ser mejores humanos o no serlo, esa es la cuestión.
No intentan estas líneas agotar una realidad que las desborda: a la obra revolucionaria la daña todo lo que vaya contra la justicia y otros buenos valores. Torrente que impulsa lo mejor de la sociedad, esa obra no debe privarse de afluentes que puedan alimentarla. Si alguno no trae el agua limpia necesaria, haga con él lo que debe hacer consigo misma: purificar sus aguas cuanto sea posible, y solo rechazar al que procure o pueda infectar con sus contaminaciones el cuerpo y el espíritu de la nación y su afán justiciero: sobre todo, sacarla del camino, imponerle otro.
De no asumirse a fondo todo lo verdaderamente emancipador, habrá insatisfacciones en quienes, por padecerlas, o solo por saberlas contrarias al ideal justiciero, rechacen las insuficiencias que hagan peligrar ese ideal. Más allá de sentimientos de individuos o de sectores poblacionales —y menudos no son ni el de las mujeres ni el de quienes hayan sufrido efectos del “racismo”—, los déficits impiden que la sociedad alcance en plenitud los valores y la conducta que la harán cada vez más integralmente humana. Nada es menor si de mantener viva esa aspiración se trata.
Puntual Toledo Sande en problemas de antaño con cariz nuevo propio de la época, incluso en sociedades justas como la cubana aunque no perfecta. En búsqueda permanente de esa perfección se anda por eso dice bien al argumentar porque nunca serán menores los atropellos. Gracias al autor, profundo conocedor de la obra martiana la que siempre coloca donde se precisa.