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Enredados: las redes sociales y la “libertad” virtual

“Me extraña, dijo la araña, que siendo mosca no me conozcas”. Así reza un viejo dicho popular que bien podría tener grabado en un pullover —seguramente con un hashtag (#) delante— el creador de Facebook y dueño de WhatsApp, Mark Zuckerberg.

El avance de las tecnologías y el surgimiento de las redes sociales representan un arma de doble filo. En la actualidad es casi imposible encontrar a un joven o a un profesional que no tenga cuentas en Twitter, Facebook e Instagram, o que no comparta información general o personal a través de sus “estados” en WhatsApp y otras redes sociales.

Romance, entretenimiento, trabajo, información, todo parece accesible con solo “entrar” en una de estas redes. Personas solitarias pueden tener miles de contactos que Facebook define como amigos. Los seguidores y los “me gusta” califican la “popularidad” de una persona y su nivel de influencia social. Hasta el más desinformado puede dar una opinión contundente sobre los temas más complejos, en un acto que genera la ilusión de garantizar la “libertad de expresión” de una manera “horizontal” a través de una virtualidad “sin restricciones”.

Justamente esa es una de las palabras clave: virtualidad.  La Real Academia Española define el término virtual como aquello que “tiene existencia aparente y no real”, lo cual no es un dato menor.

Las expresiones de odio también tienen su lugar en esa virtualidad. Sería bueno preguntarse: ¿Quién tuvo —y tiene— el  poder de censurar al entonces presidente de la potencia más poderosa del mundo, Donald Trump, cuando este convocó a través de sus cuentas de Twitter a actos contra la institucionalidad de Estados Unidos? ¿Quién permitió que esa misma persona convocara “libremente” a desestabilizar gobiernos de otros países (Venezuela, Cuba y Nicaragua, por ejemplo) a través de la misma red social?

Las redes sociales nos brindan una virtual “libertad” de expresión a cambio de todos nuestros datos personales; que confesemos —consciente o inconscientemente—nuestros gustos e inclinaciones culturales y políticas; que brindemos nuestros contactos más cercanos, aquello que consumimos, nuestra situación crediticia y nuestro estado civil; que mostremos cómo cambia nuestra cara en distintos momentos para que un amable programa realice un “reconocimiento facial”; que demos a conocer cuáles son los lugares que más visitamos o dónde nos encontramos exactamente, entre muchas otras informaciones que por masividad y precisión no podrían recabar ni las mejores agencias de Inteligencia. No podemos pasar por alto las denuncias realizadas por Edward Snowden al demostrar que entidades como la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (conocida por sus siglas en inglés, NSA) vigilaban los celulares y redes sociales de miles de millones de personas.

Esa virtual “libertad” de expresión y de acceso a la información suele estar regulada por algoritmos que hacen que siempre veamos las publicaciones de las mismas personas, o que solo un grupo reducido vea lo que solemos compartir. El avance de estas tecnologías de la comunicación tiene ese doble filo. Para los periodistas se vuelven herramientas indispensables, aunque no sustituibles por el rigor, el uso preciso del idioma y el compromiso con la verdad y con los más vulnerables.

El público y los profesionales se encuentran ahora frente al desafío de lidiar con la sobreinformación, que oculta entre miles de noticias y opiniones lo trascendente y lo urgente. Predominan las noticias falsas (muy conocidas como fake news) para crear un sentido común funcional a los intereses de los poderosos de siempre. Noticias falsas que son las bases para la persecución política a líderes y movimientos populares a través de los medios hegemónicos de comunicación —que se potencian con las redes— y sectores del poder judicial (en lo que se conoce como lawfare).

Ante un bombardeo constante, “la verdad” se transforma lisa y llanamente en aquello que las personas quieren creer, no importa cuál es la fuente y la vía por la que recibieron la información. A la vez, profesionales y público en general pueden seguir “sin intermediarios” a líderes políticos, artistas admirados y formadores de opinión, así como conocer sus ideas y posturas sobre temas que son discutidos casi a diario.

El periodismo tiene un gran desafío. Cuando lo virtual se confunde con lo real el camino se vuelve nebuloso. Solo el rigor profesional y el compromiso con la verdad pueden propiciar el acceso a información fidedigna y a una verdadera libertad de expresión.
*Periodista y docente de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina (UNLP)

(Tomado de La Jiribilla)

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Redacción Cubaperiodistas
Sitio de la Unión de Periodistas de Cuba

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